Von Kleine subió los escalones de tres en tres. Llegó al corredor que llevaba al depósito y se detuvo bruscamente.
El corredor estaba casi bloqueado por una montaña de cargas de cordita desparramadas desde el depósito por una cuadrilla de fogoneros frenéticamente ocupados.
—¿Qué están haciendo? —gritó.
—El teniente Kyller está buscando una bomba.
—¿La ha encontrado? —preguntó Von Kleine mientras pasaba.
—Todavía no, señor.
Von Kleine se detuvo otra vez en la entrada del depósito. Aquello era un verdadero caos. Capitaneados por Kyller, los hombres buscaban entre las pilas de cordita, pasando revista por los estantes, registrando a fondo el depósito.
Von Kleine saltó hacia adelante para ayudar.
—¿Por qué no me ha llamado? —preguntó mientras alcanzaba las pilas sobre su cabeza.
—No había tiempo, señor —gruñó Kyller al lado de él.
—¿Cómo sabía lo de la bomba?
—Es un presentimiento, puedo estar equivocado, señor.
—¡Tiene razón! La mujer nos lo ha dicho. Está colocada para las siete.
—¡Ayúdanos, Dios! ¡Ayúdanos! —suplicó Kyller y se lanzó hacia la siguiente pila.
—¡Puede estar en cualquier lugar… en cualquiera! —El capitán Von Kleine trabajaba como un estibador, arrodillado entre los cilindros de cordita.
—Debemos desalojar el buque. Haga que los hombres se vayan. —Kyller la emprendió con la siguiente hilera.
—No hay tiempo. Debemos encontrarla.
Entonces, en medio del bullicio, se oyó un pequeño sonido, un débil zumbido. La campana de alarma de un reloj de viaje.
—¡Allí! —gritó Kyller—. ¡Allí está! —y se lanzó a través del depósito al mismo tiempo que Von Kleine. Los dos chocaron y cayeron, pero Von Kleine se levantó instantáneamente, arrastrándose, con las manos como garfios, en dirección al estante donde se encontraban los cilindros de cordita.
El zumbido del reloj parecía sonar en sus oídos. Buscó hacia arriba y sus manos tocaron el papel grueso que envolvía aquellos paquetes de muerte y, en ese instante, los dos cables terminales de cobre dentro del estuche del reloj, que habían estado deslizándose uno en dirección al otro durante las pasadas doce horas, hicieron contacto.
La electricidad acumulada en la batería seca voló a través del circuito, alcanzando el delgado filamento en la tapa del detonador y ardió con un intenso color blanco. El detonador se disparó, transfiriendo su energía a las barras de gelinita colocadas en la caja de puros. La onda de la explosión saltó de molécula en molécula con la velocidad de la luz, de tal manera que el contenido total del depósito del Blücher se consumió en un segundo. Con él se consumieron el teniente Kyller y el capitán Von Kleine y todos cuantos estaban con ellos.
En el centro de tan feroz holocausto, se quemaron hasta vaporizarse.
La explosión corrió a través del Blücher. Descendió por dos de las cubiertas con tal fuerza que voló el vientre del buque con la misma facilidad con que se revienta una bolsa de papel; bajó a través de diez brazas de agua hasta golpear el fondo del río y la onda de choque se levantó estrepitosamente cinco metros por encima de la superficie.
Sopló de costado a través del blindaje del Blücher, arrugándolo y desgarrándolo como papel plateado.
Atrapó a Rosa Oldsmith, que yacía encogida sobre el pecho de Sebastian, abrazándolo. Rosa ni siquiera la oyó venir.
Se apoderó también de Herman Fleischer justo cuando llegaba a la cubierta y lo desmenuzó hasta convertirlo en nada.
Pasó rápidamente a través de la sala de máquinas y quemó las grandes calderas, liberando millones de metros cúbicos de vapor hirviente que arrasaron todo el buque.
Siguió hacia arriba, soplando a través de la cubierta, levantando de sus bases las torres artilleras, tragándose y destruyendo los cientos de toneladas de acero hasta convertirlos en una nube de humo y despojos.
Mató a todos los seres humanos que estaban a bordo. Hizo más que matarlos, los redujo a gas y a minúsculas partículas de carne y huesos. Luego, todavía insatisfecha, con su furia intacta, sopló ferozmente desde el destrozado casco del Blücher, como un viento poderoso que separó con violencia las ramas de los mangles y los desnudó de sus hojas.
Levantó una columna de humo y llamas, retorciéndose y contorsionándose en el brillante cielo de la mañana sobre el delta del Rufiji y las olas barrieron el río como si fuera un huracán.
Las olas sumergieron las dos lanchas que se aproximaban al Blücher, y volcaron su carga humana en el agua espumosa.
El golpe de las olas arrolló el delta para estallar atronadoramente contra las lejanas colinas o para disiparse en la inmensidad del océano Índico. Pasaron por encima del crucero inglés Renounce cuando entraba en el canal entre los árboles de mangle. Rugieron hacia arriba como gigantes balas de cañón hacia el techo del cielo.
El capitán Arthur Joyce saltó en la baranda del puente y vio la columna de agonizante humo que se elevaba desde los pantanos delante de él.
—¡Lo han conseguido! —gritó Arthur Joyce—. ¡Por Dios, lo han hecho!
Se estremecía, todo su cuerpo temblaba, con el rostro blanco como el hielo y sin poder separar los ojos de la arrolladora columna de destrucción que se elevaba hacia el cielo y sintiendo que la vista se le nublaba por las lágrimas. Dejó que salieran y que corrieran sin vergüenza por sus mejillas.