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El capitán Otto von Kleine cortó la punta de su puro y se sacó con los dedos un pedacito de tabaco de la lengua. El camarero le prendió un fósforo y Von Kleine encendió el puro. En la mesa del cuarto de oficiales, las sillas de Lochtkamper, Kyller, Proust y algún otro estaban vacías.

—Muchas gracias, Schmidt —dijo a través del humo. Empujó su silla hacia atrás y estiró las piernas, cruzando los tobillos y apoyando la espalda contra el respaldo. El desayuno no había sido suculento: pan sin manteca, pescado sacado del río y con un fuerte sabor a barro, todo eso con café sin azúcar. A pesar de todo, parecía que Herr Fleischer lo había disfrutado. Estaba comenzando su tercer plato lleno.

Von Kleine absorbió el humo distraídamente. Ése sería el ultimo período de relajación que tendría en los próximos días. Quería saborearlo a solas con su puro y la sala de oficiales no era el lugar adecuado. Aparte del gusto con que el comisionado tragaba su desayuno y del olor a pescado, había una tensión casi tangible entre los oficiales. Ése era el último día y se presentaba difícil ante la perspectiva de lo que podía traer la noche. Todos ellos estaban irritables y tensos. Comían en silencio, manteniendo la vista fija en sus platos y era obvio que la mayoría de ellos había dormido mal. Von Kleine decidió terminar su puro solo en su cabina. Se puso de pie.

—Discúlpenme, por favor, caballeros.

Se produjo un murmullo amable y Von Kleine se dio vuelta para retirarse.

—Sí, Schmidt. ¿Qué sucede? —El camarero estaba parado amablemente en su camino.

—Para usted, señor.

Von Kleine sujetó el puro entre los dientes y tomó la nota con ambas manos, torciendo los ojos por la azul espiral del humo del tabaco. Frunció las cejas.

Esa mujer y el hombre que, según ella, era su marido lo preocupaban. Eran un obstáculo para la atención que debía consagrar enteramente al problema de tener listo el Blücher para esa noche. Ahora, ese mensaje, ¿qué quería decir con eso de que puede salvar el barco? Sintió una punzada de aprensión.

Se dio vuelta.

—Herr comisionado, un momento de su tiempo, por favor.

Fleischer levantó la vista de la comida con un manchón de grasa en el mentón.

—¿Sí?

—Venga conmigo.

—Estaba terminando…

—Inmediatamente, por favor —y para evitar discusiones, Von Kleine salió del cuarto de oficiales, dejando a Herman Fleischer en un estado de terrible indecisión, pero era un hombre de recursos, tomó el resto de pescado de su plato y se lo llevó a la boca. Era un pescado compacto; pero todavía encontró lugar para la mitad de la taza de café que le quedaba. Entonces cortó un pedazo de pan y limpió su plato rápidamente. Con el pan en la mano salió tras Von Kleine.

Todavía estaba masticando cuando entró en la enfermería detrás de Von Kleine. Se detuvo sorprendido.

La mujer estaba sentada en una de las literas. Tenía un pañuelo en la mano y con él limpiaba la boca de un hombre negro que yacía allí. Había sangre en el pañuelo. Ella miró a Fleischer. Su expresión estaba suavizada por el dolor y la compasión, pero cambió en el momento en que vio a Fleischer. Se puso de pie rápidamente.

—Oh, gracias a Dios que ha venido —gritó con alegría, como si estuviera saludando a un amigo querido. Luego, sin razón aparente, miró el reloj.

Cautelosamente alejado de ella, Fleischer se acomodó en el lugar opuesto de la litera en la que Rosa estaba sentada. Se inclinó y estudió el rostro del moribundo. Había algo muy familiar en él. Masticó tranquilamente mientras meditaba. Fue la asociación con la mujer lo que impulsó su memoria.

Produjo un sonido ahogado y salieron de su boca pedazos de pan masticado.

—¡Capitán! —gritó—, éste es uno de los bandidos ingleses.

—Ya lo sé —respondió Von Kleine.

—¿Por qué no me lo han dicho? Este hombre debe ser ejecutado inmediatamente. Incluso ahora puede que sea demasiado tarde. La justicia será falseada.

—Por favor, Herr comisionado. La mujer tiene un importante mensaje para usted.

—Esto es monstruoso. Me deberían haber avisado…

—Cálmese —le espetó Von Kleine. Luego se dirigió a Rosa—. ¿Usted me ha mandado llamar? ¿Qué tiene que decirnos?

Con una mano, Rosa sostenía la cabeza de Sebastian, pero estaba mirando el reloj.

—Debo decirle a Herr Fleischer que falta un minuto para las siete.

—¿Cómo dice?

—Dígale exactamente lo que le he dicho.

—¿Esto es un juego?

—Dígaselo rápido. Hay muy poco tiempo.

—Dice que falta un minuto para las siete —tradujo Von Kleine, y luego en inglés—: Ya se lo he dicho.

—Dígale que a las siete va a morir.

—¿Qué significa eso?

—Dígaselo primero. ¡Dígaselo! —insistió Rosa.

—Dice que usted va a morir a las siete en punto. —Y Fleischer interrumpió su impaciente estudio de Sebastian. Se detuvo ante la mujer un momento y luego sonrió, dudando.

—Dígale que me siento muy bien —dijo, y volvió a reír—; mejor que éste que está aquí. —Tocó a Sebastian—. Ja, mucho mejor —y su risa estalló fuerte y llena, resonando en el cerrado recinto de la enfermería.

—Dígale que mi esposo ha colocado una bomba en este barco, y va a estallar a las siete en punto.

—¿Dónde? —preguntó Von Kleine

—Dígaselo primero.

—Si es verdad, usted también está en peligro. ¿Dónde está?

—Dígale a Fleischer lo que le he dicho.

—Hay una bomba en el barco —y Fleischer dejó de reír.

—Está mintiendo —balbuceó—, mentiras inglesas.

—¿Dónde está la bomba? —Von Kleine apretaba con fuerza el brazo de Rosa.

—Ya es demasiado tarde —Rosa sonrió complacida—. Mire el reloj.

—¿Dónde está? —Von Kleine la sacudió furiosamente en su agitación.

—En el depósito de municiones. En el depósito de proa.

—En el depósito. ¡Dios misericordioso! —juró Von Kleine en alemán y se volvió hacia la puerta.

—¿El depósito? —gritó Fleischer y salió tras él—. Es imposible, no puede ser —pero corría desesperadamente, y detrás se oyó la risa triunfante de Rosa Oldsmith.

—Está muerto, como mi hija, muerto, como mi padre. ¡Es demasiado tarde para correr!