El teniente Ernst Kyller se quitó la chaqueta y se sentó, colocándola sobre sus piernas. La mancha de la manga se había secado y cuando la frotó con el pulgar y el índice, la sangre se resquebrajó y se hizo escamas.
«No debería haber corrido. Tuve que disparar.»
Se levantó y colgó la chaqueta en el pequeño armario sobre su litera. Luego sacó el reloj de su bolsillo y se volvió a sentar para darle cuerda.
«Las siete menos cinco.» Miró la hora mecánicamente y dejó el reloj de oro en la mesa plegable al lado de la litera. Luego se recostó y arregló las almohadas bajo su cabeza; cruzó sus pies todavía calzados con botas y los miró sin interés.
«Vino a bordo para tratar de rescatar a su esposa. Es natural. Pero ese disfraz… La cabeza afeitada, la piel teñida… Eso tiene que haber sido pensado con cuidado. Debe de haberle llevado tiempo.»
Kyller cerró los ojos. Estaba realmente cansado. Había sido una velada larga y llena de acontecimientos. Sin embargo, había algo que le daba vueltas en la cabeza, la sensación de que había pasado por alto un detalle importante, un detalle de vital… no, de mortal importancia.
Durante los dos minutos en que la muchacha reconoció al hombre herido, Kyller y el cirujano habían establecido que no era un nativo, sino un blanco disfrazado de negro.
El inglés de Kyller era fragmentario, pero había entendido los gritos de amor, preocupación y las acusaciones de la muchacha.
—Lo han matado a él también. Los han matado a todos. Mi hija, mi padre y ahora mi marido. ¡Asesinos, cerdos inmundos, asesinos!
Kyller hizo una mueca y apretó los puños sobre sus ojos. Sí, había entendido lo que la muchacha había dicho.
Cuando informó al capitán Von Kleine, el capitán le dio poca importancia al incidente.
—¿El hombre está consciente?
—No, señor.
—¿Qué posibilidades dice el cirujano que tiene?
—Va a morir. Probablemente antes de mediodía.
—Usted cumplió con su deber, Kyller. —Von Kleine le tocó el hombro para demostrarle comprensión—. No se haga reproches. Era su deber.
—Muchas gracias, señor.
—Lo relevo de la guardia. Vaya a su cabina y descanse, es una orden. Lo quiero fresco y alerta para la caída de la noche.
—¿Entonces va a ser esta noche, señor?
—Sí. Esta noche salimos. El campo de minas está limpio y he dado la orden de que destruyan la cadena de contención. La luna nueva sale a las 23:47. Navegaremos a medianoche.
Pero Kyller no podía descansar. El rostro de la muchacha, pálido, empapado en lágrimas, lo acosaba. La respiración entrecortada del moribundo resonaba en sus oídos y la duda que le daba vueltas le destrozaba los nervios. Había algo que tenía que recordar. Forzaba su mente pero ésta se resistía.
¿Por qué estaba disfrazado aquel hombre? «Si vino tan pronto porque se enteró de que su mujer estaba prisionera no tuvo tiempo para disfrazarse de aquella manera.»
«¿Dónde estaba cuando Fleischer capturó a su mujer? No debería de haber estado allí para protegerla. ¿Dónde estaba? Debería de haber estado muy cerca.»
Kyller se dio vuelta sobre sí mismo y hundió la cara en la almohada. Debía descansar. Debía dormir ahora, porque esa noche iban a romper el bloqueo de los barcos ingleses.
Un solo barco contra un escuadrón. Las posibilidades de pasar sin luchar eran muy pocas. Iba a ser una noche con acción. Su imaginación estaba exacerbada por la fatiga y detrás de sus párpados cerrados vio los cruceros ingleses, iluminados por los destellos de sus propias andanadas mientras se cruzaban con el Blücher. El intento enemigo de vengarse. El enemigo con creciente fuerza. El enemigo fuerte y bien aprovisionado, sus carboneras repletas, sus polvorines llenos de proyectiles, sus tripulaciones sin estar contaminadas por las fiebres de los miasmas del Rufiji.
Contra ellos un solo barco con sus heridas de batalla remendadas, la mitad de sus hombres enfermos de malaria, las calderas quemando leña verde, su poder de ataque mermado por la desesperante falta de municiones.
Recordó las hileras de estantes vacíos de municiones, la agotada provisión de cordita en el depósito delantero.
¿El depósito? ¡Era eso! Era algo sobre el depósito lo que debía recordar. Eso era a lo que había estado dándole vueltas en la cabeza. ¡El depósito!
—¡Oh, Dios mío! —gritó con espanto. De un solo movimiento brusco se levantó de la litera y se quedó parado en el centro de la cabina.
La piel de sus brazos se puso como carne de gallina.
Allí era donde había visto antes al inglés. Formaba parte del grupo de trabajadores en el depósito de municiones.
Había estado allí por una única razón… sabotaje. Kyller salió violentamente de su cabina y corrió medio desnudo por el corredor.
«Debo encontrar al comandante Lochtkamper. Vamos a necesitar una docena de hombres, fuertes, fogoneros. Hay toneladas de explosivos para mover, debemos moverlos para encontrar lo que sea que haya colocado allí el inglés. Por favor, Dios, danos tiempo. ¡Danos tiempo!»