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—No sirve, Buana. No se mueven —informó al subteniente Proust el sargento de los askaris.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Proust.

—Dicen que hay magia mala en el barco. Hoy no quieren ir.

Proust miró a la masa de negra humanidad. Estaban en cuclillas entre los troncos de las palmeras, en hileras, envueltos en sus capas con los rostros herméticos y secretos.

En la orilla cenagosa de la isla, se encontraban las dos lanchas de motor, listas para llevar a los cargadores corriente abajo para el día de trabajo a bordo del Blücher. Los marineros alemanes que se ocupaban de las lanchas contemplaban con interés esa parodia de rebelión muda, y Proust era consciente de esa atención.

Proust estaba en la edad en que se tiene una fe inquebrantable en la propia sagacidad y la dignidad de un patriarca.

En otras palabras, tenía diecinueve años.

Era evidente para él que aquellos nativos de la tribu habían adoptado esa actitud sin ninguna otra razón que la de fastidiarle. Era un ataque directo y personal a su rango y autoridad.

Levantó la mano derecha hasta la boca y comenzó a comerse las uñas. Su prominente nuez se movía acompañando el trabajo de sus mandíbulas. De repente se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Era una costumbre que trataba de corregir y alejó la mano y se la sujetó con la otra detrás de la espalda en una esperanzada imitación del capitán Otto von Kleine, un hombre por el que sentía gran admiración. Se había sentido profundamente herido cuando el teniente Kyller recibió con una sonrisa impúdica su solicitud de permiso para dejarse crecer la barba como la del capitán Von Kleine.

En ese momento, hundió su barbilla lampiña en el pecho y comenzó a pasearse solemnemente de arriba abajo en el pequeño claro, algo más elevado que la orilla cenagosa. El sargento de los askaris esperó respetuosamente con sus hombres detrás, hasta que el suboficial Proust tomara una decisión.

Podía mandar una de las lanchas de vuelta al Blücher para buscar al comisionado Fleischer. Después de todo, esto realmente era shauri del comisionado Fleischer (Proust usaba palabras del swahili como si fuera un antiguo colono de África). Entonces se dio cuenta de que si llamaba a Fleischer pondría de manifiesto que no era capaz de manejar la situación. El comisionado Fleischer se burlaría de él; había demostrado una creciente tendencia a burlarse de Proust.

«No», pensó, ruborizándose de manera que afloraron manchas rojas en su piel. «No voy a mandar buscar a ese gordo campesino.» Interrumpió su ir y venir y se dirigió al sargento de los askaris.

—Dígales… —se interrumpió y su voz se agudizó de forma alarmante. Luego ajustó el tono hasta conseguir que fuera profundo y grave—. Dígales que voy a tomar medidas serias en este asunto.

El sargento saludó, juntó con fuerza los talones y repitió el mensaje de Proust en swahili. De las oscuras filas de cargadores no surgió ninguna reacción, salvo alguna que otra ceja levantada. La tripulación de las lanchas fue mucho más expresiva. Algunos de ellos se rieron. La nuez de Proust se agitó y sus orejas, como las de un camaleón, se tiñeron del color de un buen borgoña.

—¡Dígales que esto es un motín! —Otra vez la última palabra salió aguda, y el sargento vaciló mientras buscaba el equivalente en swahili. Finalmente se decidió por:

—Buana Heron está muy enojado. —Proust tenía ese sobrenombre a causa de su nariz respingona y sus piernas largas y delgadas. Los hombres de la tribu se aburrieron valerosamente ante esa información.

—Dígales que voy a tomar medidas drásticas.

«Ahora», pensó el sargento, «tiene sentido.» Se permitió una pequeña licencia en la traducción.

—Buana Heron dice que en la isla hay árboles para todos ustedes y que tiene suficientes sogas.

Un suspiro corrió entre ellos, suave y desasosegado como un dientecillo en un campo de trigo. Las cabezas se volvieron despacio hasta quedar mirando a Walaka.

A regañadientes, Walaka se puso de pie para contestar. Se daba cuenta de que era una locura atraer la atención hacia él cuando se hablaba de sogas para colgar, pero el daño ya estaba hecho. Los cientos de ojos lo acusaban frente a los alemanes. Buana Intambu siempre colgaba a aquel a quien todos miraban.

Walaka comenzó su discurso. Su voz tenía la sedante sonoridad de una puerta agitada por el viento. Habló intentando detener el asunto.

—¿De qué está hablando? —preguntó el suboficial Proust.

—Está hablando de leopardos —le contestó el sargento.

—¿Qué es lo que dice de ellos?

—Dice, entre otras cosas, que hay excrementos de leopardos muertos.

Proust miró asombrado, confiaba en que el discurso de Walaka le dejaría un margen para poder manejar el asunto. Recobró las fuerzas con aire de burla.

—Dígale que él es un anciano sabio y por eso lo elijo para que mande a los otros a cumplir con su deber. —Y el sargento miró a Walaka con severidad.

—Buana Heron dice que tú, Walaka, eres el hijo de un puercoespín muerto y que serás pasto de los buitres. Dice que te ha elegido para que encabeces a los otros en la danza de la soga.

Walaka dejó de hablar. Suspiró con resignación y se encaminó a la lancha. Quinientos hombres se pusieron de pie y lo siguieron.

Las dos embarcaciones se dirigían lentamente hacia el lugar donde estaba anclado el Blücher. Parado en la proa de la lancha que encabezaba la marcha, con las manos en las caderas, el suboficial Proust tenía el orgullo de un vikingo que regresara de una batalla triunfal.

—Entiendo a esta gente —le diría al teniente Kyller—. Debe elegir al jefe y apelar a su sentido del deber.

Sacó el reloj de su bolsillo.

—Las siete menos cinco —murmuró—. Los dejaré a bordo en una hora. —Se volvió y sonrió con afecto a Walaka, que se encogió tristemente en su sitio.

«Éste es un buen hombre. Voy a llamar la atención sobre su conducta al teniente Kyller.»