Era una hermosa mañana y el mar estaba en calma. El capitán del destructor escolta deseaba que hubiera sido distinto; hubiera cambiado un año de antigüedad en su carrera por una semana de niebla y lluvia.
Cuando su barco traspasó la línea de transportes para amonestar al vapor del final de la columna por no mantener el lugar adecuado, miró hacia el horizonte en dirección oeste. La visibilidad era perfecta; un vigía alemán situado en el mástil sería capaz de divisar ese convoy de transporte a una distancia de cincuenta kilómetros.
Doce barcos, quince mil hombres… el Blücher podía estar saliendo. En cualquier momento podía abalanzarse sobre ellos disparando sus cañones de nueve pulgadas. La idea le causó espanto. Saltó de su banqueta y caminó hasta la barandilla del puente para observar, ceñudo, el convoy.
A un lado y muy cerca se oían los gritos de uno de los transportes. Estaban jugando al críquet en la cubierta de atrás. Mientras Joyce observaba, un gigante sudafricano bronceado por el sol, que vestía solamente un par de pantalones cortos de color caqui, balanceó el bate y se oyó claramente el golpe cuando pegó a la pelota. La pelota se elevó y cayó en el mar con un débil chapuzón.
—¡Oh, buen tiro, señor! —aplaudió el teniente que estaba al lado del capitán.
—Éste no es el recinto de la Cámara de los Lores, señor Parkinson —gruñó enojado el capitán del destructor—; si no tiene nada en qué ocuparse, puedo encontrarle algo para hacer.
El teniente se retiró ofendido y el capitán lanzó una mirada a la línea de barcos que transportaban tropas.
—¡Oh no! —se quejó. El Número Tres estaba echando humo otra vez. Casi desde que dejaron el puerto de Durban, el Número Tres estaba dando periódicas representaciones del monte Vesubio. Eso sería una señal evidente para el vigía del Blücher.
Buscó su megáfono, listo para lanzar la más terrible reprimenda que pudiera al paso del Número Tres.
—Esto es peor que ser maestro en un jardín de infantes. Deben de querer matarme a disgustos. —Y levantó el megáfono hasta sus labios mientras el Número Tres avanzaba.
Los hombres de Infantería que se alineaban junto a la barandilla del trasporte de tropas lo vitorearon.
—¡Idiotas! Que vitoreen al Blücher cuando venga —gruñó el capitán y cruzó el puente para echar una mirada aprensiva hacia el oeste, donde, más allá del horizonte, se extendía África.
—Fortaleza para el Renounce y el Pegasus. —Hizo su ruego con fervor—. Dios quiera que detengan al Blücher. Si llegara a pasar…