El capitán Arthur Joyce había supervisado personalmente la colocación de las cargas para hundir el barco. Quizás, en otra época, otro hombre se había sentido como él, oyendo la voz de mando desde la zarza ardiente y sabiendo que debía obedecer.
Las cargas eran pequeñas, pero estaban colocadas en veinte lugares del blindaje y desgarrarían la barriga del Renounce con limpieza. El mamparo estanco se había abierto para dejar que el agua corriera. Los depósitos de municiones estaban todos inundados para minimizar el peligro de explosión. Los hornos estaban completamente apagados y habían bajado la presión de las calderas, reteniendo un poco de vapor, sólo lo suficiente para llevar al Renounce en su último viaje por el canal del Rufiji.
El crucero había sido desalojado de su tripulación. Quedaban a bordo solamente veinte hombres para conducirlo. El resto había sido transportado a bordo del Pegasus.
Joyce iba a intentar forzar la cadena de contención, llevar al Renounce a través de la zona minada y hundirlo bien arriba, donde las desembocaduras de los dos canales confluían en una sola corriente.
Si tenía éxito, habría bloqueado definitivamente al Blücher, sacrificando un solo barco.
Si fracasaba, si el Renounce se hundía en la zona minada antes de alcanzar la confluencia de los canales, entonces Armstrong debía tomar el Pegasus y hundirlo también. Joyce estaba en su silla de lona, en el puente, mirando hacia tierra, a la verde línea de África que el sol matinal iluminaba con un intenso resplandor dorado.
El Renounce navegaba paralelo a la costa, a unos ocho kilómetros de la orilla. Detrás, el Pegasus lo seguía como los deudos en un funeral.
—6.45, señor. —El oficial de vigilancia lo saludó.
—Muy bien —Joyce se incorporó. Hasta entonces había tenido esperanzas. Ahora el momento había llegado y el Renounce debía morir.
—Señalero —habló con calma—, haga esta señal al Pegasus: «Plan A efectivo». —Este código indicaba que el Renounce se dirigía al canal—. «Prepárense para recoger a los sobrevivientes.
—El Pegasus acusa recibo, señor.
Joyce estaba contento de que Armstrong no hubiera contestado con ningún mensaje tonto, como «Buena suerte», o algo por el estilo. Un breve acuse de recibo era lo que correspondía.
—Muy bien, piloto —dijo—. Llévenos, por favor.