—¡Sebastian! ¡Sebastian! —Rosa se inclinaba sobre él y acercaba la boca a su oído.
—¡Sebastian! —Lo llamaba con calma pero con urgencia, luego le rozó las cejas con los labios. La piel estaba fría y empapada.
Yacía de espaldas con las sábanas cubriéndolo hasta la cintura. Su pecho estaba vendado y su respiración era ronca y confusa.
—Sebastian. Soy Rosa. Despierta, Sebastian. Soy yo, Rosa.
—¿Rosa? —Por fin su nombre lo alcanzó. Lo susurró penosamente y la sangre fresca empapó sus labios.
Rosa estaba al borde de la desesperación. Durante dos horas había estado sentada junto a él; tocándolo, llamándolo. Éste era el primer signo de reconocimiento que daba.
—¡Sí! Soy Rosa. Despierta. —Su voz se elevó aliviada.
—¿Rosa? —Sus pestañas temblaron.
—Despierta. —Le pellizcó las mejillas frías y se estremeció. Los párpados se agitaron, abriéndose.
—¿Rosa? —con un suspiro débil y ronco.
—Aquí Sebastian. Estoy aquí. —Los ojos daban vueltas buscando desesperadamente fijar la vista—. Aquí —dijo Rosa inclinándose sobre él y tomándole la cara entre las manos. Lo miró a los ojos.
—Aquí, querido, aquí.
—¡Rosa! —Los labios se movieron en una dolorosa parodia de sonrisa.
—¿Sebastian, has colocado la bomba?
Su respiración cambió, acelerándose, y la boca se contrajo por el esfuerzo.
—Diles… —murmuró.
—¿Que les diga qué?
—A las siete. Deben detenerla.
—¿A las siete?
—No quiero… que… tú…
—¿Debe estallar a las siete en punto?
—Tú… —era demasiado y tosió.
—¿A las siete? ¿Es así, Sebastian?
—Tú debes… —Cerró los ojos, concentrando toda su fuerza en la tarea de hablar—. Por favor. No mueras. Detenla.
Todavía manteniéndolo abrazado, Rosa miró el reloj de la enfermería.
En el cuadrante blanco las manecillas negras marcaban quince minutos antes de la hora.
—No mueras, por favor, no mueras —murmuraba Sebastian.
Rosa difícilmente oía la penosa súplica. La inundaba una feroz sensación de triunfo, sabía la hora. El minuto exacto. Ahora podía mandar buscar a Herman Fleischer y tenerlo junto a ella.
Con suavidad dejó caer la cabeza de Sebastian sobre la almohada. En la mesa, debajo del reloj, había visto un bloc y un lápiz entre las botellas y los instrumentos. Se dirigió allí y mientras el guardia la observaba con desconfianza escribió una nota:
Capitán:
Mi marido ha recobrado la conciencia. Tiene un mensaje de vital importancia para el comisionado Fleischer. No quiere hablar con ningún otro que no sea el comisionado Fleischer. El mensaje puede salvar su barco.
Rosa Oldsmith
Dobló la hoja de papel y la colocó en las manos del guardia.
—Para el capitán. Capitán.
—Kapitän —repitió el guardia—. Comprendido —y se dirigió a la puerta de la enfermería. Lo vio hablar con el segundo guardia que estaba afuera y, luego, entregarle la nota.
Rosa acarició con ternura la cabeza rapada. El cabello nuevo era duro y rígido bajo sus dedos.
Espérame. Voy a ir contigo, querido. Espérame.
Pero Sebastian había vuelto a desmayarse y estaba inconsciente. Suavemente lo acunó. Sonriéndose a sí misma, feliz, esperaba que la manecilla del minutero llegara al cenit en el cuadrante.