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En la enfermería del Blücher había doce literas, seis a cada lado de la estrecha cabina. En ocho de ellas yacían marineros alemanes; cinco eran casos de malaria y los otros tres, heridos en el trabajo de reparación del barco.

Rosa Oldsmith estaba en la litera más alejada de la puerta, detrás de un biombo, y un guardia vigilaba sentado del lado de afuera. El hombre llevaba una pistola en el cinturón y se encontraba totalmente absorto en la lectura de una antigua publicación sobre teatro de revista cuya tapa mostraba a una robusta rubia con un corsé negro, botas altas y una fusta en la mano.

La cabina estaba bien iluminada y olía a desinfectante. Uno de los enfermos de malaria deliraba, se reía y gritaba. El asistente del médico caminaba entre las hileras de literas con una bandeja de metal con las dosis de quinina de la mañana. Eran las 5:00 h.

Rosa había dormido de forma intermitente durante esa noche. Acostada encima de las mantas, llevaba puesto un albornoz abierto sobre un camisón de franela azul. La bata era seis talles más grande que su medida y tenía enrollados los bordes de las mangas. El cabello se desparramaba sobre las almohadas, húmedo en las sienes a causa del sudor. El rostro estaba pálido y ojeroso, con profundas marcas de fatiga debajo de los ojos, y le dolía el hombro donde Fleischer la había golpeado.

Ahora estaba despierta. Yacía contemplando el alto techo de la cabina, dejando pasar por su mente fragmentos de los sucesos ocurridos en las últimas veinticuatro horas.

Recordó el interrogatorio con el capitán Von Kleine. Se había sentado frente a ella en su camarote lujosamente amueblado, hablándole con modales amables y voz delicada. Pronunciaba el inglés arrastrando las consonantes y matizando mucho los sonidos de las vocales. Su inglés era bueno.

—¿Cuándo ha comido por última vez? —le había preguntado.

—No tengo hambre —contestó Rosa sin intentar apaciguar su odio. Los odiaba a todos, a ese hombre apuesto y amable, al teniente alto que se hallaba de pie al lado del capitán y a Herman Fleischer, que estaba sentado en el camarote al otro lado de Rosa, con las rodillas separadas, para acomodar los rollos de su abdomen.

—Voy a ordenar que le traigan algo de comer. —Von Kleine ignoró sus protestas y llamó al camarero. Cuando la comida llegó, la muchacha no pudo desatender las demandas de su cuerpo y comió, tratando de no mostrar alegría. Los embutidos eran deliciosos, sobre todo para ella, que no había comido desde el día anterior.

Amablemente, Von Kleine centró su atención en una charla con el teniente Kyller hasta que la joven terminó, pero cuando el camarero retiró el plato vacío, se volvió hacia ella.

—Herr Fleischer me ha dicho que usted es la hija del mayor O’Flynn, el comandante de las fuerzas guerrilleras portuguesas que operan en territorio alemán.

—¡Lo era hasta que lo ahorcaron, hasta que lo asesinaron! Estaba herido y sin esperanzas de salvación. Lo ataron a una camilla… —Rosa se indignó, y las lágrimas pugnaron por salir de sus ojos.

—Sí —la interrumpió Von Kleine—, lo sé. No lo apruebo. Ahora ése es un problema que tengo pendiente con el comisionado Fleischer. Lo único que puedo decirle es que lo siento. —Hizo una pausa y lanzó una mirada a Herman Fleischer. Rosa pudo ver que decía la verdad por la ira azul de sus ojos.

—Pero ahora hay algunas cosas que quisiera preguntarle…

Rosa tenía pensadas sus respuestas, porque sabía lo que le querían preguntar. Contestó con sinceridad a todo lo que no traicionara el intento de Sebastian de colocar la bomba de relojería a bordo del Blücher.

«¿Qué estaban haciendo ella y Flynn cuando los capturaron?» Manteniendo el Blücher bajo vigilancia, esperando para avisar de su partida a los cruceros destinados al bloqueo.

«¿Cómo era que los ingleses sabían que el Blücher estaba en el Rufiji?» El blindaje, por supuesto. Y luego la confirmación por el reconocimiento aéreo.

«¿Tenían pensada alguna forma de ataque contra el Blücher?» No; debían esperar hasta que navegara.

«¿Cuáles eran las fuerzas del escuadrón de bloqueo?» Ella había visto dos cruceros, no sabía si había otros barcos de guerra esperando más lejos.

Von Kleine hacía las preguntas con cuidado y escuchaba atentamente las respuestas. Durante una hora la interrogó sin parar hasta que Rosa comenzó a bostezar sin disimulo y la voz se le enronqueció a causa del agotamiento. Von Kleine se dio cuenta de que no podía averiguar nada más y de que ya sabía o había presumido todo lo que Rosa le había dicho.

—Muchas gracias —terminó—. Voy a retenerla a bordo de mi barco. Puede ser peligroso estar aquí, porque pronto voy a encontrarme con los barcos de guerra ingleses, pero creo que será mejor para usted que dejarla en manos de la Administración alemana de la costa. —Dudó un momento y miró de soslayo al comisionado Fleischer—. En todas las naciones hay hombres malvados, locos y bárbaros. No nos juzgue por este hombre.

Con desagrado por su propia traición, Rosa se dio cuenta de que no podía odiar a aquel hombre. Una débil sonrisa apareció en sus labios y le contestó:

—Es usted muy amable.

—El teniente Kyller la va a llevar a la enfermería. Lamento no poder ofrecerle un lugar mejor, pero este barco está repleto.

Cuando Rosa se fue, Von Kleine prendió un puro y mientras degustaba su agradable fragancia, permitió que sus ojos se posaran en el retrato de las dos mujeres rubias del otro lado del camarote. Luego se irguió en su silla y, cuando habló al hombre que estaba recostado en el sofá, su voz había perdido todo indicio de amabilidad.

—Herr Fleischer, me resulta muy difícil expresar plenamente mi desagrado por cómo ha manejado este asunto…

Después de una noche de sueño interrumpido, Rosa yacía en su litera en la enfermería, detrás del biombo, y pensaba en su marido. Si las cosas habían salido bien, Sebastian debía de haber colocado la carga de explosivos y abandonado el Blücher. Quizás estaba de camino al punto de encuentro en el río Abati. Si todo había ocurrido así, no lo vería nunca más. Era lo único que lamentaba. Se lo imaginó en su ridículo disfraz y sonrió un poco. Querido y encantador Sebastian. ¿Sabría qué le había pasado a ella? ¿Se enteraría de que iba a morir entre los que odiaba? Esperaba que no lo supiera nunca, que no se torturara al saber que había colocado con sus propias manos el instrumento de la muerte de Rosa.

«Desearía verle una vez más para decirle que mi muerte no tiene importancia al lado de la muerte de Herman Fleischer, al lado de la destrucción del barco alemán. Desearía poder verlo cuando llegue el momento. Quisiera saber el momento exacto de la explosión para decírselo a Herman Fleischer un minuto antes. Quizá gritaría de miedo. Eso me gustaría. Eso me gustaría mucho.»

La intensidad de su odio era tanta que no pudo permanecer acostada. Se incorporó, sentándose en la cama y atándose el cinturón de la bata alrededor de la cintura. Era presa de una agitación que no la dejaba descansar. Tenía que ser ese mismo día, estaba segura, en algún momento de ese día apagaría esa ardiente sed de venganza que la había atormentado durante tanto tiempo.

Dejó caer las piernas a un lado de la litera y apartó de un empujón el biombo. El guardia dejó caer su revista y se enderezó en la silla, buscando con la mano su pistola.

—No voy a hacerle daño —Rosa le sonrió—. ¡Todavía no!

Señaló la puerta del pequeño cuarto de baño. El guardia se relajó e hizo un gesto de comprensión. La siguió mientras ella cruzaba la cabina.

Rosa caminó despacio entre las literas, mirando a los hombres enfermos.

«Todos ustedes», pensó feliz. «¡Todos ustedes!»

Cerró el seguro de la puerta y se quedó sola en el cuarto de baño. Se desvistió y se inclinó sobre el lavabo hacia el pequeño espejo. Podía ver el reflejo de su cabeza y sus hombros. Había una mancha púrpura y roja que nacía en el cuello y teñía el blanco brillante de su pecho derecho. La tocó con cuidado con la punta de los dedos.

—Herman Fleischer —pronunció el nombre regocijándose—. Va a ser hoy, te lo prometo. Hoy morirás.

Y luego, súbitamente, se echó a llorar.

—Lo único que deseo es que te quemes, como se quemó mi hija; desearía que te balancearas de una cuerda como lo hizo mi padre. —Y las lágrimas rodaron despacio por sus mejillas en grandes gotas hasta caer en el lavabo. Comenzó a sollozar con gemidos convulsos por el dolor y el odio. Sin ver, se volvió hacia la ducha y abrió los dos grifos, para que el sonido del agua cubriera sus sollozos. No quería que la oyeran.

Más tarde, cuando se lavó la cara y el cuerpo y se peinó los cabellos, se volvió a vestir y abrió la puerta para salir. Se detuvo bruscamente y con los ojos enrojecidos trató de entender lo que estaba pasando en la enfermería.

Estaba llena de gente. El cirujano, dos ayudantes, cuatro marineros alemanes y el joven teniente. Todos ellos agitándose alrededor de una camilla que colocaban entre las literas. Había un hombre en la camilla. Rosa pudo ver sus formas bajo la manta gris que lo cubría, pero la espalda del teniente Kyller le impedía ver el rostro. Había sangre en la manta y una mancha de sangre seca en la manga de la chaqueta blanca de Kyller.

Rosa se acercó y levantó la cabeza para ver por encima de Kyller, pero en ese momento uno de los ayudantes se inclinó para enjugar la boca del hombre de la camilla con un trapo blanco. Eso oscureció la visión del rostro del herido. La sangre brillante y espumosa empapó el trapo, y a Rosa la visión le produjo náuseas. Desvió la mirada y se encaminó hacia su litera al fondo de la cabina. Alcanzó el biombo y, detrás de ella, alguien gimió. Era el gemido de una persona que deliraba en voz alta, pero el sonido detuvo inmediatamente a Rosa. Sintió como si algo dentro de su pecho creciera hasta sofocarla. Despacio y llena de temor, se dio vuelta.

Habían levantado al hombre de la camilla para ponerlo en una litera vacía. La cabeza colgaba de costado y, bajo la tintura de corteza, Rosa vio ese rostro que tanto amaba.

—¡Sebastian! —gritó y corrió hacia él, empujando a Kyller al pasar, dejándose caer sobre el cuerpo cubierto por la manta, tratando de rodearlo con los brazos para incorporarlo—. ¡Sebastian! ¡Qué te han hecho!