Sebastian yacía de costado al lado de la pequeña fogata humeante, envuelto en su capa. Alrededor oía los ruidos nocturnos del pantano, el débil chapoteo de un pez o de un cocodrilo en el canal, el croar resonante de las ranas, el canto de los insectos y el susurro de las olitas en la orilla cenagosa más abajo de la choza.
La choza era una de las veinte imperfectas construcciones abiertas por un lado que servían de abrigo a los nativos que trabajaban en la cuadrilla. El suelo de tierra estaba sembrado de cuerpos dormidos. El sonido de sus respiraciones era un descansado murmullo roto por las toses y los gemidos del sueño.
A pesar de su fatiga, Sebastian no dormía, no podía relajarse del estado de tensión en que había estado todo el día. Pensaba en el pequeño reloj en su nido de altos explosivos, midiendo los minutos y las horas y luego su mente retrocedía y volvía a Rosa. Los músculos de sus brazos se tensaban de deseo. «Mañana», pensó, «mañana la veré y nos alejaremos de este apestoso río. Iremos al dulce aire de las tierras altas.» Otra vez su mente dio un salto. «7:00 de la mañana y todo estará terminado.» Recordó la voz del teniente Kyller cuando estaba en el umbral del depósito con el reloj de oro en su mano. «Son las 7:05», había dicho. Entonces Sebastian sabía que en pocos minutos, cuando el tiempo pasara, todo estallaría.
Debía detener a los cargadores nativos para que no fueran a bordo del Blücher a la mañana siguiente. Había recalcado al viejo Walaka que debían negarse a volver al día siguiente. Debían…
—¡Manali! ¡Manali! —su nombre fue susurrado muy cerca en las tinieblas y Sebastian se incorporó apoyándose en un codo. En la vacilante luz de la fogata se veía una sombra que se arrastraba sobre las manos y las rodillas por el suelo de tierra, buscando en los rostros de los hombres dormidos.
—¿Manali, dónde está?
—¿Quién está ahí? —Sebastian contestó, en voz baja, y el hombre saltó y se deslizó hasta donde estaba Sebastian.
—Soy yo, Mohammed.
—¿Mohammed? —Sebastian estaba asombrado—. ¿Por qué estás aquí? Deberías estar con Flynn en el campamento de Abati.
—Fini está muerto —el susurro de Mohammed bajó de tono por el dolor y Sebastian creyó haber entendido mal.
—¿Qué? ¿Qué es lo que dices?
—Fini está muerto. Los alemanes vinieron con las sogas. Lo colgaron en un eucalipto cerca de Abati y cuando murió lo dejaron allí para los pájaros.
—¿Qué cuento es ése? —quiso saber Sebastian
—Es la verdad —se lamentó Mohammed—. Lo vi, y cuando los alemanes se fueron corté la soga y lo bajé. Lo envolví en mi propia manta y lo enterré en una fosa contra los osos hormigueros.
—¿Muerto? ¿Flynn muerto? ¡No es verdad!
—Es verdad, Manali. —Con el resplandor rojizo de la fogata, el rostro de Mohammed se veía viejo y agotado. Se mojó los labios—. Hay más, Manali.
Pero Sebastian no lo escuchaba. Estaba tratando de forzar su mente para aceptar la realidad de la muerte de Flynn, pero no lo lograba. No podía aceptar la imagen de Flynn colgado de una soga, Flynn con la soga apretada en el cuello y el rostro congestionado y purpúreo, Flynn envuelto en una sucia manta y enterrado en una fosa. ¿Flynn muerto? ¡No! Flynn era demasiado grande, demasiado vital, ellos no podían matarlo.
—Manali, escúcheme.
Sebastian sacudió la cabeza, confundido, negándolo todo. No podía ser verdad.
—Manali, los alemanes se llevaron a Pequeña Cabellos Largos. La ataron con sogas y se la llevaron.
Sebastian retrocedió y se sacudió como si le hubieran golpeado la cara.
—¡No! —Trató de cerrar su mente para protegerse del dolor que le producían aquellas palabras.
—La han atrapado esta mañana temprano cuando iba a buscar a Fini. Se la han llevado río abajo en un pequeño bote y ahora está en el barco grande de los alemanes.
—¿El Blücher? ¿Rosa está a bordo del Blücher?
—Sí. Ella está allí.
—No. ¡Oh Dios, no!
Dentro de cinco horas el Blücher estallaría. Dentro de cinco horas Rosa moriría. Sebastian sacudió la cabeza y miró hacia la noche, miró por el lado abierto de la choza, hacia abajo, al canal donde el Blücher estaba amarrado a casi un kilómetro de allí. Se veía sobre el agua el confuso resplandor de los faros tapados de la cubierta principal del Blücher. Pero la forma del buque no se distinguía contra la oscura masa de mangles. Entre el barco y la isla, el canal era una extensión uniforme de aterciopelada oscuridad en la que el reflejo de las estrellas esparcía lentejuelas de luz.
—Debo ir con ella —dijo Sebastian—. No puedo dejar que muera sola. —Su voz acumuló fuerza y decisión—. No puedo dejarla morir. Les diré a los alemanes dónde pueden encontrar la bomba. Les diré… —Entonces vaciló—. No puedo, no, no puedo. Sería un traidor, pero, pero…
Arrojó a un lado la capa.
—¿Mohammed, cómo has venido hasta aquí? ¿Has traído la canoa? ¿Dónde está?
Mohammed sacudió la cabeza.
—No, he venido nadando. Mi primo me trajo cerca de la isla en la canoa, pero ya se ha ido. No podíamos dejar la canoa aquí, porque los askaris la encontrarían. Podrían haber visto la canoa.
—No hay un solo bote en la isla… nada —murmuró Sebastian. Los alemanes eran cuidadosos en cuanto a la posibilidad de deserción. Cada noche la cuadrilla de trabajadores era abandonada en la isla y los askaris patrullaban expectantes por las orillas cenagosas.
—Mohammed, ahora escúchame a mí —Sebastian se acercó y apoyó su mano en las espaldas del anciano—. Eres mi amigo. Te agradezco que hayas venido a decirme estas cosas.
—¿Va a ir a buscar a Pequeña Cabellos Largos?
—Sí.
—Vaya en paz, Manali.
—Toma mi lugar aquí, Mohammed. Cuando los guardias hagan el recuento mañana por la mañana, tú estarás en mi lugar. —Sebastian apretó con su mano la huesuda espalda—. Quédate en paz, Mohammed.
Con su ennegrecido cuerpo fundiéndose en la oscuridad, Sebastian se agachó detrás de las ramas de los arbustos, y el guardia askari casi chocó contra él al pasar. El askari caminaba descuidadamente con su rifle cruzado de manera que el cañón quedaba levantado sobre la espalda. Las constantes patrullas habían marcado un sendero alrededor de la circunferencia de la isla y el guardia lo seguía mecánicamente. Quieto y medio dormido, estaba completamente desprevenido de la presencia de Sebastian. Se tambaleó en la oscuridad, insultó medio dormido y siguió su camino.
Sebastian cruzó el sendero apoyado en las manos y en las rodillas, luego se arrastró sobre el vientre avanzando como un reptil hasta que alcanzó la orilla cenagosa. Si hubiera tratado de caminar por el cieno, el barro lo habría succionado con un ruido tan fuerte que cualquier guardia en un radio de cien metros lo habría oído.
El lodo le cubrió el pecho, el vientre y las piernas con su frialdad repugnante, y el olor fuerte y desagradable le llenó la nariz, dándole náuseas. Luego se encontró en el agua. Estaba hirviendo, sintió el tirón de la corriente y el fondo alejándose debajo de él. Nadó de costado, procurando que ni los brazos ni las piernas salieran a la superficie. Solamente su cabeza asomaba, como la de una nutria nadando, y notaba que el lodo se desprendía de su cuerpo.
Nadó cruzando la corriente, guiado por el distante resplandor de las luces de la cubierta del Blücher. Nadaba despacio controlando sus fuerzas, porque sabía que las necesitaría más tarde.
La mente de Sebastian bullía en distintos niveles de conciencia. En el nivel más profundo había un oculto terror a la oscuridad del agua en la que nadaba; sus piernas colgaban totalmente vulnerables ante los escamosos depredadores que infestaban las aguas del río Rufiji. La corriente podía llevar su olor hasta ellos.
Muy pronto vendrían a la caza para atraparle. Pero Sebastian continuaba con un simple movimiento de brazos y piernas. Era una posibilidad, una entre las muchas que había aceptado, y trataba de olvidarla y aferrarse al problema práctico de su aventura. Cuando llegara al Blücher, ¿cómo subiría a bordo? Sus flancos tenían quince metros de altura y los únicos lugares de acceso estaban celosamente vigilados. Era un problema sin solución y ya le estaba molestando.
Por encima de todo eso había un desesperanzado dolor. Pena por Flynn.
Pero la carga más pesada, la más difícil de sobrellevar, era Rosa, Rosa, Rosa.
Se dio cuenta, sorprendido, de que estaba pronunciando su nombre en voz alta.
—¡Rosa! —con cada movimiento de su cuerpo a través del agua—. ¡Rosa! —cada vez que respiraba tomando aliento.
—¡Rosa! —y sus piernas pataleaban y lo empujaban en dirección al Blücher.
No sabía qué iba a hacer si la encontraba. Quizá tenía una idea formada a medias sobre la posibilidad de escaparse con ella, o luchar para poder escaparse juntos. Sacarla de allí antes del momento en que el barco desapareciera en un holocausto de llamas. No lo sabía, pero seguía nadando.
Entonces se encontró bajo un flanco del Blücher. La elevada masa de acero oscurecía la noche estrellada y Sebastian dejó de nadar y quedó flotando en el agua cálida, contemplándolo.
Se oían sonidos leves. El zumbido de la maquinaria dentro del barco, el débil crujido del metal contra el metal, el murmullo gutural de voces en la porta, el golpe de la culata de un fusil contra la cubierta, el murmullo del agua lavando el casco del buque y luego un sonido claro, cercano.
Nadó en dirección al casco, buscando la fuente de ese nuevo sonido. Venía de un lugar cercano a la proa. Entonces los vio, justo encima de su cabeza. Casi gritó de alegría. Los andamios donde los soldadores y los pintores habían estado trabajando todavía colgaban suspendidos sobre el agua. Los alcanzó. Se aferró al borde de madera y se levantó sobre una de las plataformas. Descansó unos pocos segundos y luego comenzó a trepar por una soga. Mano sobre mano, aferrando la soga entre sus pies desnudos, comenzó a subir.
Su cabeza llegó al nivel de la cubierta y quedó colgando, inspeccionando. Cincuenta metros más allá vio a dos marineros.
Ninguno miraba en dirección a él. A intervalos, los faros tapados arrojaban una luz amarilla sobre la cubierta, pero había sombras más allá de ellos. Estaba oscuro alrededor de la base de las torrecillas de los cañones, y había muchos materiales, equipos de soldar abandonados, montones de sogas y lonas que lo ocultarían cuando cruzara la cubierta. Una vez más controló a los dos guardias; estaban de espaldas a él.
Sebastian llenó de aire sus pulmones y tomó fuerzas para actuar. Entonces, con un único y ágil movimiento, se elevó y rodó de costado. Cayó suavemente sobre los pies y se arrojó en el acto por la expuesta cubierta hacia las sombras. Se agazapó entre una pila de lonas y sogas y luchó por controlar su respiración. Podía sentir el violento temblor de sus piernas, así que se sentó sobre la planchada y se encogió contra la protectora pila de lonas. El agua del río goteaba desde su cabeza rapada pasando por sus cejas, hasta los ojos. Se secó la cara.
¿Ahora qué? Estaba a bordo del Blücher, pero ¿qué era lo que tenía que hacer en segundo lugar?
¿Dónde tendrían encerrada a Rosa? ¿Tendrían algún cuarto para los prisioneros? ¿La habrían puesto en una de las cabinas de los oficiales? ¿En la enfermería?
Sabía aproximadamente dónde estaba situada la enfermería. Mientras estaba trabajando en el depósito había oído decir a uno de los guardias alemanes: «Ha bajado por las escaleras de la cámara hacia la enfermería».
Debía de estar en algún lugar justo debajo del depósito. ¡Oh Dios!, si la habían llevado allí, iba a estar casi en el centro de la explosión.
Se puso de rodillas y espió entre la pila de lonas. Ahora estaba más claro. A través del camuflaje, pudo ver el cielo de la noche que había palidecido un poco en el este. El amanecer no estaba lejos. La noche había pasado rápidamente, la mañana estaba en camino y faltaban unas pocas horas para que las manecillas del reloj completaran su marcha y pusieran en funcionamiento la conexión eléctrica que confirmaría el destino del Blücher y el destino de todos los que estaban a bordo.
Debía moverse. Se incorporó despacio y se quedó inmóvil. Los guardias estaban alerta. Estaban tiesos con sus rifles inclinados y ante la luz se erguía una figura alta vestida de blanco.
No había equivocación posible. Era el oficial que Sebastian había visto en el depósito. Kyller, le habían llamado teniente Kyller.
Kyller recibió los saludos de los dos guardias y habló con ellos durante un rato. Las voces eran fuertes y confusas. Kyller saludó otra vez y luego se alejó. Bajó por la cubierta en dirección a proa. Su rostro debajo de la visera de la gorra quedaba oculto en la oscuridad. Sebastian se agachó de modo que sólo sus ojos se elevaban sobre la pila de lonas. Observaba al oficial y tenía miedo.
Kyller se detuvo a mitad de camino. Se detuvo a observar la cubierta a sus pies y entonces, con el mismo movimiento, se irguió, buscando con la mano derecha la pistola colocada en su cinturón.
—¡Guardias! —gritó—. ¡Aquí!
En la planchada, las húmedas huellas que Sebastian había dejado tras de sí brillaban a la luz de la linterna. Kyller siguió la dirección que indicaban, encaminándose directamente hacia el lugar donde se ocultaba Sebastian.
Las botas de los dos guardias resonaban pesadamente sobre la cubierta. Habían preparado sus rifles mientras corrían a reunirse con Kyller.
—Alguien ha subido a bordo. Despliéguense y busquen —les gritó Kyller, mientras se acercaba a Sebastian.
Sebastian estaba aterrorizado. Se puso de pie de un salto y comenzó a correr en dirección a la torre de artillería.
—¡Deténgase! —Kyller se balanceaba sobre la punta de los pies, con las piernas firmes, el hombro derecho impelido hacia adelante y el brazo en la clásica postura del tirador de pistola. El brazo bajó despacio y luego retrocedió con violencia mientras el disparo de la Luger se convertía en una campana de llamaradas amarillas. La bala golpeó contra el blindaje de la torre y luego estalló en un gimiente retroceso.
Sebastian sintió el viento de la bala al pasar sobre su cabeza y apresuró su carrera. La esquina de la torre estaba muy cerca y se escabulló en esa dirección.
Entonces la siguiente bala de Kyller resonó muy fuerte en la noche y simultáneamente golpeó con fuerza bajo el omoplato izquierdo de Sebastian. Lo arrojó hacia adelante, haciéndole perder el equilibrio, y chocó contra la torrecilla, arañando con las manos la pulida superficie de metal sin encontrar apoyo. Su cuerpo se bamboleó contra el costado de la torre, mientras la sangre que salía de la herida hecha por la bala en su pecho se derramaba por la pared de color gris pálido.
Sus piernas flaquearon y resbaló hacia el suelo, despacio, tratando todavía de encontrar apoyo con las manos extendidas, de manera que cuando sus rodillas tocaron la cubierta estaba en la devota actitud de alguien que reza, con la frente pegada contra la torrecilla, de rodillas, con los brazos levantados hacia lo alto.
Luego sus brazos cayeron y se deslizó de costado, desplomándose contra la cubierta.
Kyller se acercó y se detuvo junto a él. Su pistola colgaba de la mano, descuidadamente a un costado.
—¡Oh, Dios! —había auténtico sentimiento en la voz de Kyller—. No es más que uno de los cargadores. ¿Por qué habrá corrido el muy imbécil? No habría disparado si se hubiese detenido.
Sebastian quería preguntarle dónde estaba Rosa, quería explicarle que Rosa era su mujer, que la amaba y que había venido a buscarla.
Concentró su vista en el rostro de Kyller, suspendido sobre él, y evocó su conocimiento del alemán de su época de estudiante, uniendo las frases en su mente.
Pero en cuanto abrió la boca la sangre inundó su garganta y lo ahogó. Tosió, se sofocó y la sangre salió burbujeando a través de sus labios con una espuma rosada.
—¡Disparo en el pulmón! —dijo Kyller y luego dirigiéndose a los guardias que llegaban—: Consigan una camilla. Rápido. Debemos llevarlo a la enfermería.