Estaba cayendo la oscuridad, y con ella la temperatura descendió unos pocos grados dentro de la elevada marca de los cuarenta, dando la impresión de que la débil brisa del atardecer era fría. Sebastian se apretó la capa contra el cuerpo y arrastró los pies junto a la lenta caravana de nativos que avanzaban por el borde del crucero de batalla alemán hacia las lanchas que los aguardaban.
Estaba exhausto de cuerpo y de mente por el esfuerzo de un día de trabajo en el depósito, así que bajó por el puente y tomó su lugar en el ballenero, moviéndose en un estado de sopor. Cuando la lancha se alejó por el canal en dirección al campamento de trabajadores de la isla más cercana, Sebastian volvió la cabeza hacia el Blücher en el mismo estado de confusión que los hombres que estaban agachados a su lado en la cubierta del ballenero. Registró mecánicamente el hecho de que la lancha a vapor del comisionado Fleischer estaba amarrada al lado del crucero.
«Quizás ese cerdo gordo esté a bordo cuando todo se vaya al infierno», pensó agotado. «Al menos tengo ese consuelo.»
No podía saber quién más había subido a bordo del crucero junto con Herman Fleischer. Sebastian estaba debajo de la cubierta, en el depósito de municiones, cuando la lancha llegó desde río arriba y Rosa Oldsmith fue conducida al puente por el comisionado en persona.
—Vamos, Mädchen. La vamos a llevar para que vea al galante capitán de este agradable barco. —Fleischer la empujó jovialmente para que subiera las escaleras delante de él—. Estoy seguro de que hay muchas cosas interesantes que usted puede contarle.
Llena de suciedad y agotada por el dolor, desfallecida por el horror de la muerte de su padre y con un frío odio por el hombre que la había causado, Rosa se tambaleaba mientras subía a la cubierta. Sus manos todavía estaban atadas, haciéndole perder el equilibrio. Cayó hacia adelante y, con serena sorpresa, sintió que unas manos la aferraban y la ponían de pie.
Levantó la vista hacia el hombre que la había levantado y, en su confusión, creyó que era Sebastian. Era alto y apuesto y sus manos eran fuertes. Entonces vio la gorra del uniforme con su insignia dorada y se echó hacia atrás con un gesto de asco.
—¡Ah, teniente Kyller! —el comisionado Fleischer habló detrás de la muchacha—. Le he traído una visita, una encantadora dama.
—¿Quién es? —Kyller examinaba a Rosa. Ella no podía entender una palabra de lo que hablaban. Se encontraba en un estado de total postración, con el cuerpo vencido.
—Ésta —contestó Fleischer orgulloso— es la muchacha más peligrosa de toda África. Es una de las cabecillas del grupo de bandidos ingleses que atacaron la columna que traía la lámina de blindaje desde Dar es Salaam. Ella es la que disparó y mató al oficial Rauber. Esta mañana los he capturado a ella y a su padre. Su padre era el conocido O’Flynn.
—¿Dónde está él? —le espetó Kyller.
—Lo he colgado.
—¿Que lo ha colgado? —inquirió Kyller—. ¿Sin juicio?
—No era necesario un juicio.
—¿Sin interrogarlo?
—He traído a la mujer para el interrogatorio.
Kyller estaba enojado y su voz se enronquecía por la furia.
—Voy a dejar esto para que el capitán Von Kleine juzgue el buen criterio de sus acciones. —Se volvió hacia Rosa; su mirada se fijó en las manos de la muchacha y con una exclamación de preocupación la tomó de las muñecas.
—Comisionado, ¿cuánto tiempo hace que esta mujer está atada?
Fleischer se encogió de hombros.
—No podía correr el riesgo de que se escapara.
—¡Mire esto! —Kyller señaló las manos de Rosa. Estaban hinchadas, con los dedos entumecidos y azules, rígidos, moribundos e inútiles.
—No podía correr riesgos. —Fleischer se defendió ante la implícita crítica de Kyller.
—Déme su cuchillo —ordenó Kyller al subordinado a cargo de la cuadrilla, y el hombre sacó una larga navaja. La abrió y se la alcanzó al teniente.
Con cuidado, Kyller colocó la navaja entre las muñecas de Rosa y cortó las cuerdas. Cuando se aflojaron las ligaduras, Rosa gritó de dolor porque la sangre volvió a circular por sus manos.
—Tendrá suerte si no le ha causado un daño irreparable —murmuró Kyller enfurecido mientras masajeaba las entumecidas manos de Rosa.
—Esta mujer es una criminal. Una peligrosa asesina —rezongó Fleischer.
—Es una mujer, y por lo tanto merecedora de su consideración, no de este trato inhumano.
—Debe ser colgada.
—Ella deberá en su momento responder por sus delitos ante un tribunal, pero hasta que se la juzgue debe ser tratada como una mujer.
Rosa no comprendió la discusión en alemán que ella había suscitado. Permaneció inmóvil, fascinada por el cuchillo que el teniente Kyller tenía en la mano. El mango rozó sus dedos mientras el teniente trataba de devolverle la circulación de la sangre. La hoja era larga y de brillante plata, y había visto lo afilada que era cuando cortó las sogas. Mientras la contemplaba, le pareció, en una febril fantasía, que había dos nombres grabados en el acero de la hoja. Los nombres de dos personas que ella amaba. Los nombres de su padre y de su hija.
Con un esfuerzo retiró la vista del cuchillo y miró al hombre que odiaba. Fleischer se había acercado como si tuviera la intención de alejarla de los cuidados del teniente Kyller. Su rostro estaba encendido por la ira y los pliegues de carne debajo del mentón se agitaban mientras discutía.
Rosa flexionó los dedos. Todavía estaban entumecidos y rígidos, pero podía sentir que le volvía la fuerza. Dejó caer la mirada sobre el vientre de Fleischer.
Sobresalía redondo y lleno, de apariencia blanda bajo la chaqueta gris de cordero y, otra vez, su febril imaginación le mostró la visión de la hoja penetrando en aquel vientre, deslizándose en silencio, con facilidad, enterrándose hasta el mango, y luego saliendo hacia arriba para abrir la carne. El retrato era tan vívido que Rosa se estremeció por el intenso placer sensual que le causaba.
Kyller estaba totalmente ocupado discutiendo con Fleischer. Sintió los dedos de la muchacha deslizándose en la palma de su mano derecha, pero, antes de que pudiera apartarla, Rosa le arrancó el cuchillo con habilidad. Se abalanzó sobre la joven, pero ésta se alejó con una pirueta. La mano con el cuchillo había caído y luego se levantó hacia adelante buscando con todo el peso de su cuerpo el vientre de Herman Fleischer.
Rosa pensó que como era gordo debía de ser también lento. Esperaba que se quedara atónito ante el inesperado ataque y poder hundirle el cuchillo en sus órganos vitales.
Herman Fleischer estaba totalmente prevenido, incluso antes de que empezara a atacarlo. Era tan rápido como una cobra herida y fuerte más allá de lo creíble. No cometió el error de interceptar el cuchillo con las manos desnudas. En vez de eso, le golpeó el hombro derecho con el puño cerrado, un puño del tamaño de un mazo de carpintero. La tremenda fuerza del golpe la hizo caer de costado, desviando la hoja de su blanco.
Rosa tenía el brazo paralizado desde el hombro y el cuchillo se escapó de su mano y cayó sobre el suelo de la cubierta.
—¡Ajá! —exclamó Fleischer triunfalmente—. ¡Ajá! ¡Así es! Ahora puede ver que tenía motivos para atar a esta puta. Es malvada y peligrosa.
Y levantó otra vez su puño para golpear el rostro de Rosa, mientras ella se agachaba, abrazándose el hombro lastimado y llorando de dolor y desilusión.
—¡Es suficiente! —exclamó Kyller deteniéndolo—. Déjela.
—Deben atarla como a un animal, es peligrosa —gritaba Fleischer, pero Kyller puso un brazo protector alrededor de los agobiados hombros de Rosa.
—Suboficial —dijo—. Lleve a esta mujer a la enfermería. Encárguese de que el comandante cirujano Buchholz la examine. Vigílela con cuidado, pero sea amable con ella. ¿Me ha entendido? —Y se la llevaron hacia abajo.
—Debo ver al capitán Von Kleine —exigió Fleischer—. Debo hacerle un informe completo de esto.
—Venga —dijo Kyller—. Lo voy a llevar con el capitán.