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El pasillo era un estrecho corredor de techo bajo; los mamparos estaban pintados de un gris pálido que brillaba en la fuerte luz de los globos eléctricos colocados en pequeñas jaulas de alambre a intervalos regulares en el techo.

Al final del corredor, un guardia estaba parado en la parte de afuera de una pesada puerta hermética que daba acceso al depósito de municiones. El guardia llevaba sólo una delgada camiseta blanca y pantalones de franela blanca, pero tenía un cinturón del que colgaba una bayoneta envainada y un rifle máuser le cruzaba los hombros.

Desde esa posición podía ver dentro del depósito de municiones y mantener bajo vigilancia todo el corredor.

Una doble fila de hombres de la tribu de Wakamba llenaba el pasillo, cadenas humanas a lo largo de las cuales pasaban las cargas de explosivos y las balas de nueve pulgadas.

Los trabajadores africanos, con la sufrida indiferencia de los animales de carga, se daban vuelta para recibir las perversas balas en forma de conos cilíndricos, abrazando un peso de sesenta kilos de metal y explosivo contra sus pechos mientras lo pasaban al siguiente hombre de la cadena.

Las cargas de explosivos, todas envueltas en papel grueso, no eran tan pesadas y se movían con mayor rapidez a lo largo de la fila. Los hombres se inclinaban y se balanceaban al realizar su trabajo, de manera que parecía que las dos hileras ejecutaban una danza de complicadas figuras.

De esa masa de seres humanos en movimiento ascendían nubes de cálido olor a cuerpo, que llenaban el corredor y anulaban los efectos del aire de los ventiladores.

Sebastian sentía que le chorreaba el sudor por el pecho y la espalda bajo la capa de cuero, y también notaba los tirones del peso entre los pliegues de su capa cada vez que se inclinaba para recibir una nueva carga de explosivos de su vecino.

Se encontraba justo a la entrada del depósito de municiones y miraba frecuentemente hacia el interior, donde otro grupo colocaba las cargas en los estantes que se alineaban en los mamparos y ponía las balas en sus correspondientes soportes metálicos. Allí había otro guardia armado.

El trabajo se había iniciado por la mañana temprano y habían tenido una media hora de descanso al mediodía, durante la cual los guardias alemanes aflojaron la vigilancia. Estaban impacientes por tomarse ese descanso. El guardia del depósito de municiones era un hombre gordo de mediana edad, que durante el día había roto de vez en cuando la monotonía dejando escapar repentinas descargas de gas. Con cada salva, golpeaba en la espalda al cargador africano más cercano y le gritaba alegremente. «¡Toma un poco de esto!», o «¡Sírvete, no tiene olor!»

Pero al final, él también estaba desinflado. Sin energía, cruzó el cuarto y se apoyó contra el marco de la puerta para hablar con su colega del corredor.

—Hace un calor infernal y huele como en un zoológico. Estos salvajes apestan.

—Tú estás haciendo lo tuyo aquí.

—Estaré contento cuando esto se acabe.

—Se está más fresco en el depósito, con los ventiladores en funcionamiento.

—Dios, me gustaría sentarme unos minutos.

—Mejor que no lo hagas, el teniente Kyller está de guardia.

Este intercambio de palabras tenía lugar a unos pocos pasos de Sebastian. Seguía la conversación en alemán con mayor facilidad, ahora que había podido ejercitar su pobre vocabulario, pero mantenía la cabeza baja, en un renovado estallido de energía. Estaba preocupado. Dentro de poco, el transporte del día terminaría y los cargadores africanos serían llevados a cubierta para subir a las lanchas que los trasportarían al campamento en una de las islas. Ninguno de los trabajadores nativos tenía permiso para pasar la noche a bordo del Blücher.

Había estado esperando hasta el mediodía la oportunidad para entrar en el depósito y colocar la carga retardada. Pero sus intentos habían sido frustrados por las actividades de los dos guardias alemanes. Ya debían de ser cerca de las siete de la tarde. Tenía que actuar pronto, muy pronto. Miró una vez más dentro del depósito y captó la mirada de Walaka, el primo de Mohammed. Estaba junto a los estantes de explosivos, controlando el trabajo, y se encogió de hombros en dirección a Sebastian con elocuente impotencia.

De repente se oyó un ruido de objetos pesados que caían sobre la cubierta y una conmoción de gritos en el corredor detrás de Sebastian. Miró rápidamente alrededor. Uno de los cargadores se había desmayado por el calor y se había desplomado con una bomba entre los brazos; el proyectil había rodado golpeando a otro hombre. Todo el corredor se había convertido en una confusa aglomeración. Los dos guardias intentaban avanzar hacia adelante, esforzándose por pasar entre la muchedumbre de cuerpos negros, gritando roncamente y golpeando con las culatas de sus rifles. Era la oportunidad que Sebastian había estado esperando.

Pasó el umbral del depósito de municiones y se dirigió hacia donde estaba Walaka, al lado de los estantes de explosivos.

—Mande a uno de sus hombres para que ocupe mi lugar —le susurró, y buscó entre los pliegues de su capa la caja de puros.

Con la espalda en dirección a la puerta del depósito, usando la capa como un telón que ocultaba sus movimientos, levantó el seguro de la caja y abrió la tapa.

Las manos le temblaban por la prisa y la agitación nerviosa mientras buscaba torpemente el mecanismo del reloj. Dio un golpe seco y Sebastian vio que el segundero comenzaba su recorrido en el cuadrante. A pesar de los gritos y los cuerpos que se arrastraban en el corredor, el silencioso tic tac del mecanismo le pareció ofensivamente ruidoso. Cerró la tapa rápidamente y lanzó sobre sus espaldas una mirada llena de culpabilidad en dirección al corredor. Walaka estaba allí, con el rostro de un enfermizo color verde por el temor de que en cualquier momento les descubrieran; movió la cabeza hacia Sebastian, indicando que los guardias seguían atareados afuera.

Sebastian levantó la caja de puros hasta el estante más cercano y la calzó entre dos de los cilindros de explosivos. Luego colocó otros encima, cubriéndola completamente.

Retrocedió y se dio cuenta de que estaba sin aliento; la respiración le silbaba en la garganta y las piernas le flaqueaban como si fuera a caerse. Podía sentir las pequeñas gotas de sudor que le corrían por la cabeza afeitada. Con la blanca luz eléctrica, brillaban como cuentas de hielo en su aterciopelada piel teñida de negro.

—¿Lo ha hecho? —preguntó Walaka, a su lado.

—Sí, ya está —afirmó Sebastian, retrocediendo hacia él y súbitamente se sintió invadido por una compulsión que lo obligaba a alejarse de allí, a salir de aquel lugar cerrado como una caja con sus ingredientes de muerte violenta y destrucción; quería apartarse de esa inflexible cadena de cuerpos que lo había rodeado durante todo el día. En su imaginación cobró forma el temor de que el inventor se hubiera equivocado en el cálculo del tiempo de la explosión, la posibilidad de que en ese mismo momento la batería tocara los alambres del detonador llevándolo al punto de explosión. Sintió pánico cuando miró desatinadamente alrededor, a las cargas de balas y explosivos. Quería correr, huir de allí y salir al aire libre. Hizo el primer movimiento y luego se quedó petrificado.

La conmoción en el corredor se había calmado y ahora sólo se alzaba una voz. Provenía de la puerta de entrada y tenía las inflexiones propias de la voz de alguien con autoridad. Sebastian había oído esa voz repetidas veces durante el día y había llegado a aterrorizarlo. Anunciaba el peligro.

—Háganlos volver inmediatamente al trabajo —espetó el teniente Kyller mientras caminaba hacia el umbral del depósito. Sacó un reloj de oro del bolsillo de su chaqueta y miró la hora—. Son las 7:05. Falta casi media hora para que acaben su turno. —Volvió a guardar el reloj y caminó por el depósito con una mirada que no se perdía detalle. Era un hombre joven y alto, inmaculado en su tropical uniforme blanco. Detrás de él, los dos guardias se apresuraban a arreglarse los arrugados uniformes, tratando de parecer eficaces e inteligentes.

—Sí, señor —dijeron al mismo tiempo.

Por un momento, los ojos de Kyller descansaron sobre Sebastian, probablemente porque Sebastian era el mejor espécimen físico entre los cargadores, más alto que los otros, tanto como el mismo Kyller. Pero Sebastian sintió que su interés era más profundo. Sintió que Kyller estaba buscando detrás de la tintura de su piel, que su disfraz quedaba al desnudo ante aquellos ojos. Sintió que Kyller lo recordaba, que lo tenía grabado en la memoria.

—Ese estante. —Kyller se dio vuelta alejándose de Sebastian y cruzó la habitación. Se dirigió directamente hacia el estante en el que Sebastian había colocado la bomba de relojería y palmeó los cilindros de explosivos que Sebastian había dejado. Estaban ligeramente torcidos—. Hágalos embalar de nuevo inmediatamente —dijo Kyller.

—Sí, señor —contestó el guardia más gordo.

Otra vez los ojos de Kyller se posaron en Sebastian. Pareció que iba a hablarle, luego cambió de idea. Caminó pasando por el umbral y desapareció.

Sebastian estaba como petrificado, aterrado por la orden que Kyller acababa de dar. El guardia gordo hizo una mueca de malhumor.

—Dios, este fulano es un entrometido. —Y lanzó una mirada al estante de explosivos—. No pasa nada porque estén así. —Se acercó y trató de enderezarlo infructuosamente. Después de un momento interrogó al guardia de la puerta—. ¿Ya se ha ido Kyller?

—Sí. Ha bajado por la escalera de la cámara en dirección a la enfermería.

—¡Muy bien! —gruñó el gordo—. Maldito sea si voy a gastar media hora en volver a acomodar esta cantidad de cosas —dobló la espalda y torció la cara en una mueca de esfuerzo. Sonaba como una gaita, y el guardia se relajó y sonrió—. ¡Éste para el teniente Kyller, y que Dios lo bendiga!