77

Rosa despertó al amanecer y se dio cuenta de que estaba sola. Cerca del fardo de Flynn, la manta había sido apartada descuidadamente. Faltaba su rifle.

No se alarmó, al principio. Pensó que Flynn había ido a los arbustos en una de sus regulares excursiones para estar a solas mientras bebía su desayuno. Pero una hora más tarde, cuando todavía no había regresado, creció su ansiedad. Se sentó con el rifle en la falda y cualquier ruido de pájaro o bufido de animal hacía vibrar sus nervios.

Otra hora más y estaba irritada. A cada momento se ponía de pie y caminaba hasta el borde del claro para escuchar. Luego volvía a sentarse y preocuparse.

¿Dónde diablos estaba Flynn? ¿Por qué no había vuelto Mohammed? ¿Qué había pasado con Sebastian? ¿Estaba a salvo o lo habían descubierto? ¿Flynn había ido a socorrerlo? ¿Debía esperar allí o seguirlo?

Con los ojos obsesivamente fijos y la boca fuertemente cerrada en un gesto de duda, se sentó y enrolló una mecha de su cabello con un movimiento nervioso e intranquilo.

Entonces llegó Mohammed. De repente apareció a su lado, y Rosa saltó con un grito de alivio. Luego, al verle la cara, el grito se desvaneció en su garganta.

—¡Fini! —dijo—. El gran elefante le ha roto los huesos y está tirado lleno de dolor. Pregunta por usted. —Rosa se quedó asombrada ante el viejo, sin entender.

—¿Un elefante?

—Perseguía al Arado de la Tierra, el gran elefante, y lo ha matado. Pero el elefante, al caer, lo ha golpeado y le ha roto los huesos.

—El muy loco. ¡Oh, qué loco! —susurró Rosa—. Justamente ahora. Con Sebastian en peligro, tenía que… —Y entonces se contuvo y terminó con su inútil lamento—. ¿Dónde está, Mohammed? Llévame hasta donde está.

Mohammed tomó uno de los senderos de caza, Rosa corría detrás de él. No había tiempo para tomar precauciones, para ningún otro pensamiento que no fuera apresurarse por encontrar a Flynn. Llegaron a la corriente del Abati y bordearon el sendero deteniéndose en la orilla cercana. Se sumergieron a través de un campo de plantas acuáticas, vadearon un pequeño pantano y corrieron por los espinillos. Cuando salieron por el lado más lejano, Mohammed la detuvo bruscamente y contempló el cielo.

Los buitres daban vueltas en una alta rueda contra el azul, como despojos en un torbellino indolente. El lugar que sobrevolaban estaba a menos de un kilómetro de donde se hallaban ellos.

—¡Papá! —Rosa se ahogó con la palabra. En un instante toda la dureza acumulada desde la noche de Lalapanzi desapareció de su rostro.

—¡Papá! —dijo nuevamente y luego corrió desesperada. Pasó apresuradamente a Mohammed; arrojando su rifle a tierra, se lanzó fuera de los espinillos hacia el campo abierto.

—Espere, Pequeña Cabellos Largos. Tenga cuidado. —Mohammed salió detrás de ella. En su agitación caminaba sin cuidado, pisando ramas caídas del espinillo. Había una parte gastada en la suela de su sandalia y una cruel espina roja de siete centímetros la atravesó y se enterró en su pie.

Se esforzó durante una docena de pasos siguiendo a Rosa, saltando sobre una sola pierna, agitando los brazos para mantener el equilibrio y llamándola pero con voz no muy fuerte.

—¡Espere! Tenga cuidado, Pequeña Cabellos Largos.

Pero Rosa no le prestó la menor atención, y se alejó, dejándolo que finalmente cayera y se ocupara de su pie herido.

Cruzó el campo abierto anterior al bosquecito con paso tambaleante y cansado. Corrió silenciosamente, conteniendo la respiración. Entró en el bosquecito y una gota de sudor le cayó sobre los ojos, nublando su vista y haciéndola tropezar contra uno de los troncos. Recobró el equilibrio y corrió entre los árboles.

Rosa reconoció a Fleischer instantáneamente. Había corrido casi hasta topar con su pecho y el pesado cuerpo del hombre se inclinó sobre ella. La muchacha dio un grito y se echó hacia atrás esquivando aquellos brazos que la envolvían como las garras de un oso.

Dos de los askaris que estaban trabajando alrededor de la litera donde yacía Flynn O’Flynn dieron un salto. Mientras Rosa corría, la cercaron por ambos lados de la manera en que lo hubieran hecho un par de galgos entrenados para atrapar una liebre. La agarraron entre los dos y la arrastraron, pese a sus contorsiones y sus gritos, hasta donde esperaba Fleischer.

—¡Ah, muy bien! —Fleischer hizo un gesto de amable recibimiento—. Ha llegado a tiempo para la diversión. —Luego se volvió hacia su sargento—. Haga atar a la mujer.

Los gritos de Rosa traspasaron la débil bruma de insensibilidad que cubría el cerebro de Flynn. Se agitó en la litera, luego abrió los ojos y los enfocó con dificultad. Vio a Rosa retorciéndose entre los dos askaris y recobró súbitamente la conciencia.

—¡Déjenla! —gruñó—. Dígale a esos malditos animales que la dejen. Déjela, asesino, alemán de mierda.

—Bien —dijo Fleischer—. Ahora está despierto. —Entonces gritó sobre los aullidos de Flynn—. Rápido, sargento, ate a la mujer y prepare la horca.

Mientras amarraban a Rosa, uno de los askaris trepó por el pulido tronco de un eucalipto. Con la bayoneta cortó las ramitas de una gruesa rama horizontal. El sargento le arrojó el extremo de la soga y, al segundo intento, el askari la atrapó y la hizo pasar por la rama. Luego la dejó caer hacia el suelo.

La soga tenía un lazo corredizo, listo para ser usado.

—Ajuste el nudo —dijo Fleischer y el sargento se dirigió a donde yacía Flynn. Con estacas cortadas de un pequeño árbol habían formado una combinación de litera y entablillado. Las estacas estaban debajo de los costados de Flynn; con tiras de corteza lo habían envuelto firmemente de manera que el cuerpo de Flynn quedaba sujeto con la rigidez de una momia egipcia y sólo la cabeza y el cuello estaban en libertad.

El sargento se detuvo sobre él y Flynn guardó silencio, observándolo venenosamente. Cuando sus manos se acercaron con el lazo corredizo para pasarlo por la cabeza de Flynn, éste proyectó la cara hacia adelante como una víbora a punto de picar y clavó los dientes en la muñeca del hombre. Con un alarido, el sargento trató de apartarlo, pero Flynn lo tenía agarrado, sacudiendo y tirando mientras el hombre forcejeaba por liberarse.

—Loco —gruñó Fleischer y se acercó a grandes zancadas hasta la litera. Levantó el pie y lo colocó sobre la parte posterior del cuerpo de Flynn. Cuando dejó caer todo su peso, Flynn comenzó a jadear y gemir de dolor, dejando en libertad la muñeca del askari—. Hágalo así —Fleischer se abalanzó y agarró un mechón de pelo de la cabeza de Flynn y se la torció con brusquedad—. Ahora, rápido, la soga.

El askari dejó caer el lazo corredizo alrededor de la cabeza de Flynn y lo apretó hasta que quedó firme.

—Bien —Fleischer retrocedió—. Cuatro hombres para la soga —ordenó—. Con cuidado. No sacudan la soga. Caminen despacio. No quiero que le rompan el cuello.

La histeria de Rosa se había paralizado para convertirse en un frío espanto mientras observaba los preparativos para la ejecución y por fin volvió a recuperar la voz.

—Por favor —susurró—. Es mi padre. Por favor, no lo haga. No, por favor, no.

—Cállate, hija —rugió Flynn—. No me avergüences ahora, suplicándole a este gordo saco de pus. —Giró la cabeza y sus ojos se dirigieron a los cuatro askaris que ya estaban listos para la ejecución—. ¡Tiren! Negros hijos de puta. ¡Tiren! Y malditos sean. Voy a llegar antes al infierno y hablaré con el diablo para que los castre y los embadurne con grasa de cerdo.

—Ya han oído a Fini —sonrió Fleischer a los askaris—. ¡Tiren!

Y los hombres caminaron hacia atrás en fila india, arrastrando los pies entre las hojas muertas.

La litera se fue levantando despacio, enderezándose hasta quedar vertical y alejarse del suelo.

Rosa giró la cabeza con los párpados firmemente cerrados, pero sus manos estaban atadas y no pudo taparse los oídos; no pudo dejar de oír los sonidos que Flynn Patrick O’Flynn emitía al morir.

Cuando finalmente todo estuvo en silencio, Rosa temblaba. Fuertes espasmos le recorrían el cuerpo de pies a cabeza.

—Muy bien —dijo Herman Fleischer—. Ya está hecho. Traigan a la mujer. Podemos estar de vuelta en el campamento a tiempo para la comida si nos damos prisa.

Cuando se fueron de allí, la litera con su contenido todavía colgaba del eucalipto. Se balanceaba un poco, girando levemente en el extremo de la soga. Cerca de allí yacía el cadáver del elefante y un buitre planeaba suavemente en descenso, volando torpemente sobre las copas de los árboles. Se detuvo, encorvado y como si desconfiara; luego, de repente se elevó en un ruidoso vuelo, porque acababa de ver que se acercaba un hombre.

El pequeño anciano cojeaba despacio por el bosque. Se detuvo al lado del elefante muerto y miró hacia arriba al hombre que había sido su maestro y su amigo.

—¡Ve en paz, Fini! —dijo Mohammed.