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El sol se elevó redondo y feroz como oro derretido en las colinas de la cuenca del Rufiji. Su calor levantaba vapor en los pantanos y en los cañaverales que bordeaban el río Abati, que humeaban como las cenizas de un fuego moribundo.

Bajo los eucaliptos, el aire todavía era fresco con el recuerdo de la noche, pero el sol enviaba largas flechas amarillas que atravesaban las ramas para desparramar su calor.

Tres viejos antílopes machos venían desde el río, más grandes que las cabezas de ganado vacuno, de brillante color azul amarronado con débiles rayas como de tiza por todo el cuerpo. Caminaban en fila india, balanceándose pesadamente, con los cuernos erectos y el mechón de pelo oscuro de sus cejas claramente levantado. Alcanzaron el bosquecito de eucaliptos y el que dirigía la marcha se detuvo, súbitamente alerta. Durante unos segundos permanecieron totalmente inmóviles, observando el espacio abierto entre los troncos de los árboles, donde la luz era todavía incierta debajo de la cubierta de hojas y ramas entrelazadas.

El jefe macho olió suavemente con las narices dilatadas, y se balanceó en dirección al sendero de caza que se abría en el bosque. Caminando deprisa para unos animales tan grandes, los tres antílopes ladearon el bosque y se alejaron.

—Está aquí —susurró Mohammed—. El antílope lo ha visto y se ha marchado.

—Sí —coincidió Flynn—. Ésta es la clase de lugar que elige para pasar el día. —Se sentó en la horqueta de un árbol de M’banga, a tres metros del suelo y recorrió con la mirada los trescientos metros de campo abierto hacia la densa masa de eucaliptos. Las manos que levantaban los prismáticos hasta sus ojos temblaban por la ginebra y la excitación, y estaba sudando. Una gota de sudor salió de entre sus cabellos y bajó hasta las mejillas, golpeándolo como un insecto. Flynn no se inmutó. Escudriñó mediante los prismáticos, trazando un lento arco mientras buscaba.

—Debe de estar metido entre los árboles, desde aquí no lo veo. —Bajó del árbol y se acercó donde Mohammed lo esperaba. Tomó su rifle y comprobó la carga.

—Déjelo, Fini —lo apremió suavemente Mohammed—. No hay ganancia en hacerlo. No podremos llevar los colmillos.

—Quédate aquí —contestó Flynn.

—Fini, los alemanes pueden oírlo. Están cerca, muy cerca.

—No voy a disparar —dijo Flynn—. Quiero verlo otra vez, eso es todo. No voy a disparar.

Mohammed sacó la botella de ginebra de la mochila y se la alcanzó. Flynn bebió.

—Quédate aquí —repitió, con la voz ronca por el alcohol.

—Tenga cuidado, Fini. Es viejo y tiene mal carácter, tenga mucho cuidado. —Mohammed observó a Flynn mientras éste cruzaba el claro. Caminaba con la lenta deliberación de un hombre que va con tiempo a un encuentro que ha sido concertado mucho antes. Alcanzó el bosquecito de eucaliptos y se adentró en él sin detenerse.

El Arado de la Tierra estaba durmiendo de pie, con los ojos firmemente cerrados en sus arrugadas cavidades. Las lágrimas habían cavado profundos surcos oscuros en sus mejillas, y una fina nube de jejenes se movía alrededor. Sus orejas andrajosas caían sobre el lomo como viejas banderas en un día sin viento. Los colmillos eran horquillas que sostenían su torcida cabeza y la trompa colgaba entre ellos, gris, flácida y pesada.

Flynn lo vio y empezó a caminar en dirección al elefante entre los troncos de los eucaliptos. El lugar parecía irreal, porque la luz del alto sol a través de las ramas producía un efecto de rayos dorados que se reflejaban en el brillante verde brumoso de las hojas. El bosque resonaba con el chirrido de las chicharras.

Flynn caminó en círculo hasta que se encontró frente al elefante dormido y entonces se puso en marcha otra vez. A los seis metros se detuvo. Se quedó inmóvil, con los pies separados, el rifle sobre la cadera y la cabeza echada hacia atrás, mirando el increíble tamaño del viejo elefante.

Hasta ese momento Flynn todavía creía que no iba a disparar. Había venido para mirarlo una vez más, pero eso era tan vano como la promesa de un alcohólico de tomar sólo un trago más. Sintió que la locura se apoderaba de él, empezando desde la base de su columna; cálida y ardiente, se filtraba por su cuerpo llenándolo como si fuera un recipiente. El nivel llegó hasta su garganta y trató de controlarla, pero el rifle estaba levantado. Sintió la culata en su hombro. Entonces oyó con sorpresa una voz, una voz que resonaba por el bosquecito y acallaba el gemido de las chicharras. Era su propia voz, gritando el desafío de su consciente resolución.

—Ven, pues —gritaba. Y el viejo elefante salió de su total reposo para estallar en una arremetida. Fue hacia él como las rocas de una montaña dinamitada. Lo vio a través del punto de mira de su rifle, lo vio más allá de la diminuta circunferencia que se movía resueltamente hacia el centro de la ceja sobresaliente, entre los ojos, allí donde los pliegues de la piel en la base de la trompa eran un profundo surco.

El disparo fue atronador, estallando en miles de ecos contra los troncos de los árboles. El elefante murió en pleno frenesí de su carrera. Con las patas dobladas se vino abajo, arrastrado por su propio peso, una avalancha de carne, huesos y largos colmillos de marfil.

Flynn se echó a un lado, como un matador ante la embestida de un toro, tres rápidos pasos de danza, pero uno de los colmillos lo hirió. Lo golpeó en un tobillo con tal fuerza que lo arrojó a cinco metros del lugar, soltando el rifle de sus manos. Al caer, rodó sobre la blanda cama de humus y la parte inferior de su cuerpo se dobló quedando en un ángulo imposible. Sus viejos y frágiles huesos se habían quebrado como la porcelana; la articulación del fémur se salió de su sitio y la pelvis se fracturó limpiamente.

Con el rostro contra el suelo, Flynn estaba sorprendido por la ausencia de dolor. Sentía los bordes del hueso raspando la carne al menor movimiento, pero no le dolía.

Despacio, empujándose hacia adelante con los codos, mientras sus piernas, inútiles, se deslizaban detrás de él, se arrastró hacia el cuerpo sin vida del viejo elefante.

Llegó hasta el animal y con una mano agarró el amarillento colmillo que le había herido.

—Por fin —susurró, acariciando la pulida superficie de la misma manera que un hombre acariciaría a su primer hijo—. Ahora por fin eres mío.

Entonces le sobrevino el dolor y, cerrando los ojos, se cobijó junto al montículo de carne muerta que había sido el Arado de la Tierra. El dolor zumbaba en sus oídos como las chicharras, pero a través de él, oyó la voz de Mohammed.

—Fini. No ha sido prudente.

Abrió los ojos y vio la cara de mono de Mohammed observándole con preocupación.

—Llama a Rosa —farfulló—. Llama a la Pequeña Cabellos Largos. Dile que venga.

Luego cerró los ojos otra vez y lo derribó el dolor. El ritmo del dolor cambiaba constantemente. Primero eran tambores que latían y golpeaban dentro de él; luego era un mar, largas olas ondulantes de agonía. Después, era la noche, una negra noche fría que lo congelaba y lo hacía temblar y chasquear los dientes y, finalmente, la noche se alejaba dejando paso al sol. Un feroz e inmenso globo de dolor que quemaba, que disparaba rayos cegadores que estallaban en sus párpados apretados. Luego volvían otra vez los tambores. El tiempo no tenía ningún significado. Entre el redoble de los tambores de dolor oyó movimientos cerca de él. El sonido de pisadas sobre las hojas muertas, el rumor de voces que no eran parte de la angustia que lo consumía.

—Rosa —susurró—, ¡has venido! —Giró la cabeza y se esforzó por abrir los ojos.

Herman Fleischer estaba de pie ante él. Se reía. Su rostro brillaba como el pétalo de una rosa, el sudor colgaba de sus pálidas cejas, la respiración era rápida y pesada por el esfuerzo de la carrera, pero reía.

—¡Ajá! —resolló con dificultad—. ¡Ajá!

La impresión causada por su presencia enmudecía a Flynn desde la bruma de dolor en que yacía. Había manchas de polvo en las lustradas botas de Fleischer y oscuros parches de sudor bajo las axilas en la chaqueta gris de grueso cordero. Empuñaba una pistola Luger en la mano derecha y con la izquierda empujaba hacia atrás la visera de la gorra.

—¡Herr Flynn! —dijo y rió entre dientes. Era el cloqueo de un gordo y saludable bebé.

Flynn se preguntaba cómo le había podido encontrar Fleischer tan pronto en aquel terreno tan escabroso y lleno de espesos arbustos: «El disparo ha debido de alertarlo, pero ¿qué lo ha traído tan directamente al bosquecito de eucaliptos?»

Entonces oyó el murmullo de pájaros que revoloteaban en el aire por encima de él y miró hacia arriba. A través de las ramas vio a los buitres haciendo espirales contra el intenso azul del cielo. Daban vueltas y descendían agitando las alas negras, con los cuellos erguidos, las cabezas ladeadas, y los brillantes ojos fijos en el cadáver del elefante.

Ja! Los pájaros. Hemos seguido a los pájaros.

—Los chacales siempre siguen a los pájaros —susurró Flynn, y Fleischer soltó una carcajada. Echó hacia atrás la cabeza y se rió con genuino deleite.

—Muy bien. Oh, ja, ja. Eso está muy bien. —Y le dio una patada. Hundió la bota en el cuerpo de Flynn y éste aulló. La risa murió en la garganta de Fleischer y se inclinó rápidamente para examinar a Flynn.

Se dio cuenta por primera vez de que la parte inferior de su cuerpo estaba torcida de una forma grotesca y anormal, y se arrodilló junto a él. Tocó con suavidad la frente de Flynn y una profunda preocupación cruzó las gordas facciones ante la viscosa frialdad de la piel.

—¡Sargento! —Ahora su voz revestía un tono de desesperación—. Este hombre está muy mal herido. No va a durar mucho. ¡Dése prisa! ¡Traiga la soga! Debemos colgarlo antes de que pierda la conciencia.