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Se encontraban uno junto al otro en el momento en que el sol moría, desangrándose entre las nubes. Estaban sentados sobre una piel de mono, en un matorral de silvestre ébano, en la cabecera de uno de los arroyos que serpenteaban en el valle del Rufiji. En silencio, Rosa se inclinaba sobre su labor, mientras cosía un bolsillo en la capa de cuero que tenía sobre la falda. El bolsillo debía esconder la caja de puros. Sebastian la contempló y su mirada fue como una caricia. Dio la última puntada apretada, hizo un nudo y luego se inclinó hacia adelante para cortar el hilo con los dientes.

—¡Ya está! —dijo—. Terminado —y levantó la vista mirándolo a los ojos.

—Muchas gracias —le respondió Sebastian. Siguieron allí tranquilamente, y Rosa se incorporó para tocarle la espalda. Los músculos debajo de la piel teñida de negro eran fuertes, elásticos y cálidos.

—Ven —dijo Rosa, y le bajó la cabeza hasta que las mejillas de ambos se tocaron y entonces se abrazaron mientras caían las últimas luces del atardecer. El crepúsculo africano salpicaba las sombras en el ébano silvestre y más abajo del arroyo un chacal gemía lastimero.

—¿Estás listo? —Flynn se detuvo cerca de ellos, con la voluminosa y oscura figura de Mohammed al lado.

—Sí —Sebastian se desprendió de sus brazos. Se irguió y colgó la capa sobre sus hombros desnudos. La caja de puros colgaba pesadamente entre los pliegues de la espalda.

—Espérame —dijo Sebastian y se alejó.

Flynn Patrick O’Flynn se movía inquieto bajo la manta y eructaba ruidosamente. Tenía un gusto ácido en la garganta y hacía frío. La tierra debajo de él había perdido hacía tiempo el calor que recibiera durante el día. Un pequeño gajo de luna daba algo de luz plateada a la noche.

Sin poder dormir, Flynn yacía escuchando el suave sonido del sueño de Rosa cerca de él. El sonido lo irritaba; buscaba una excusa para despertarla y poder hablar. En vez de eso, metió la mano en la mochila que le servía de almohada y sus dedos se cerraron sobre el vidrio liso y frío de una botella.

Un pájaro nocturno cantó dulcemente, abajo, en el arroyo, y Flynn dejó la botella y se incorporó con rapidez. Colocó los dedos entre los labios y repitió el grito del pájaro nocturno.

Unos minutos más tarde, Mohammed se arrastró como un gran fantasma negro por el campamento y se acercó a la cama de Flynn.

—Ya lo veo, Fini —saludó.

—Yo también te veo, Mohammed. ¿Ha ido todo bien?

—Ha ido bien.

—¿Manali ha entrado al campamento alemán?

—Ahora duerme al lado del hombre que es mi primo y al amanecer van a ir corriente abajo por el Rufiji, una vez más al gran bote de los alemanes.

—¡Bien! —gruñó Flynn—. Lo has hecho muy bien. —Mohammed tosió suavemente para demostrar que había algo más que quería decir.

—¿Qué pasa? —preguntó Flynn.

—Después de dejar a salvo a Manali al cuidado de mi primo, he venido por el valle y… —dudó—… quizá no es el momento de hablar de estas cosas cuando nuestro señor Manali va desarmado y solo al campamento alemán.

—Habla —dijo Flynn.

—Mientras caminaba sin ruido, llegué al lugar en donde el valle cae en el río llamado Abati. ¿Conoce ese sitio?

—Sí, cerca de dos kilómetros arroyo abajo.

—Ése es el lugar —Mohammed asintió—. Fue allí donde vi algo moviéndose en la noche. Era como una montaña caminando.

Flynn sintió que se le helaba la espina dorsal y que la respiración se volvía dificultosa en su garganta.

—¿Sí? —jadeó.

—Era una montaña armada con dientes de marfil que crecían de su cara y tocaban la tierra al caminar.

—El Arado de la Tierra. —Flynn susurró el nombre y su mano cayó sobre el rifle que yacía a su lado, junto a su lecho.

—Era él —Mohammed volvió a asentir con un gesto—. Comía tranquilamente, moviéndose en dirección al Rufiji. Pero la voz de un rifle podría llegar a oídos de los alemanes.

—No voy a disparar —susurró Flynn—. Sólo quiero verlo. Sólo quiero verlo una vez más. —Y la mano que sostenía el rifle tembló como si tuviera una fiebre muy alta.