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Sebastian estaba sentado en el sofá del camarote principal del barco de Su Majestad el Renounce, apoyado contra el respaldo; y luchaba contra las grises olas de agotamiento que inundaban su mente. No había dormido durante treinta horas. Después de escaparse del Blücher, había tenido la larga jornada río arriba en la lancha, durante la cual permaneció despierto e intranquilo bajo los efectos posteriores de la tensión nerviosa.

Cuando desembarcaron, se escabulló del campamento de Fleischer, evitando a los guardias askaris, y trotó a la luz de la luna para encontrarse con Flynn y Rosa.

Una comida apresurada y luego los tres subieron a las bicicletas provistas con los distintivos de la Armada Real Británica y anduvieron toda la noche a lo largo de una difícil senda de elefantes hasta donde habían dejado una canoa escondida entre el cañaveral de la orilla, en uno de los afluentes del Rufiji.

Al amanecer remaron por uno de los canales sin vigilancia del delta y se encontraron con el pequeño ballenero del Renounce.

Dos largos días de actividad sin descanso. Sebastian estaba extenuado. Rosa se hallaba sentada a su lado en el sofá. Se inclinaba y le tocaba los brazos, con los ojos nublados por la preocupación. Ninguno de ellos tomaba parte en la conferencia en la que estaban enfrascadas las demás personas que abarrotaban el camarote.

Joyce estaba sentado presidiendo la reunión y a su lado se encontraba un hombre mayor y grueso, con unas cejas grises y muy pobladas, una truculenta mandíbula y el cabello peinado hacia un lado en una infructuosa tentativa de ocultar su calvicie. Era Armstrong, el capitán del Pegasus, el otro crucero inglés del escuadrón de bloqueo.

—Bien, parece que el Blücher está reparado. Si ha puesto en funcionamiento sus calderas, cabe esperar que en cualquier momento se ponga en marcha, ya que Von Kleine no malgastaría buen combustible para mantener calientes a sus fogoneros —dijo con alivio, como un hombre de guerra que anticipa una dura y buena batalla—. Tengo un mensaje que quiero darle de parte del Bloodhound y el Orion, una vieja cuenta que saldar.

Pero Joyce también tenía un mensaje, que provenía del escritorio del almirante sir Percy Howe, comandante en jefe del océano Atlántico sur y del Índico. Parte del mensaje era el siguiente:

«La seguridad de su escuadrón queda relegada ante la importancia de detener al Blücher. El riesgo de esperar a que el Blücher salga del delta para atacarlo es demasiado grande. Es absolutamente imperativo que sea destruido o inmovilizado en el lugar en que se encuentra anclado ahora. Las consecuencias de que el Blücher traspase el bloqueo y ataque al convoy que provee fuerzas efectivas para el desembarco e invasión en Tanga, serían catastróficas. Estamos haciendo esfuerzos para mandarles dos vapores que actúen como barcos de bloqueo, pero si no llegasen a tiempo o fallasen en una acción ofensiva contra el Blücher antes del 30 de julio de 1915, por la presente recibe la orden de echar a pique el Renounce y el Pegasus en el canal del Rufiji para impedir la salida del Blücher

La orden dejó al capitán Joyce enfermo de espanto. ¡Hundir sus espléndidos buques! Una idea tan repulsiva para él como el incesto, el parricidio o el asesinato. Era el 26 de julio; le quedaban cuatro días para encontrar otra alternativa antes de cumplir la orden.

—¡Evidentemente saldrá de noche, tendrá que ser así! —La voz de Armstrong vibraba con ansias de lucha—. Esta vez no tendrá que enfrentarse con una solterona y un bebé como el Orion y el Bloodhound. —Su tono cambió ligeramente—. Tendremos que estar alerta. Hay luna nueva dentro de tres días, de manera que el Blücher tendrá noches oscuras. Podría haber un cambio en el tiempo. —Armstrong parecía un poco preocupado—. Tendremos que actuar con precisión y eficacia.

—Lea esto —dijo Joyce, pasándole el delgado papel del informe. Lo leyó.

—¡Dios Santo! —exclamó—. Hundirlos. ¡Oh, Dios mío!

—Hay dos canales que puede utilizar el Blücher —Joyce habló con calma—. ¡Tendremos que bloquear los dos, con el Renounce y el Pegasus!

—¡Por Dios! —murmuró Armstrong horrorizado—. Debe de haber otra posibilidad.

—Pienso que hay otra —dijo Joyce, dirigiendo su mirada a Sebastian—. Señor Oldsmith, ¿le sería posible subir a bordo del crucero alemán otra vez?

En los ángulos de los enrojecidos ojos de Sebastian había pequeñas manchas amarillas de mucosidad, pero la tintura que oscurecía su piel disimulaba las ojeras provocadas por la fatiga.

—Preferiría no hacerlo. —Pensativamente se pasó la mano sobre el cráneo rasurado y el pelo que comenzaba a crecer crujió bajo sus dedos—. Fueron de las peores horas de mi vida.

—Ciertamente —dijo el capitán Joyce—. Sin duda alguna. No se lo pediría si no lo considerara de vital importancia. —Joyce hizo una pausa, frunció los labios para silbar suavemente las primeras notas de la Marcha fúnebre de Chopin, luego suspiró y meneó la cabeza—. Suponiendo que le diga que está en sus manos la posibilidad de salvar a los dos cruceros de este escuadrón de la destrucción y de proteger las vidas de quince mil soldados y marineros británicos, ¿qué me contestaría entonces?

Sebastian se dejó caer sobre el respaldo y cerró los ojos.

—¿Puedo dormir antes unas pocas horas?