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—Algunas veces sucede así. Al comienzo todo es un repugnante desorden; nada que no sean obstáculos, accidentes y retrasos. Luego súbitamente todo se encuentra en su sitio y el trabajo está terminado. —De pie sobre el toldo de la cubierta de proa, el comandante de máquinas Lochtkamper contemplaba el barco—. Hace dos semanas parecía que tendríamos que seguir arreglándolo hasta que terminara la guerra, ¡pero ahora…!

—Lo ha hecho francamente bien —Von Kleine subestimaba los hechos—. Otra vez ha justificado mi confianza. Pero ahora tengo otra tarea que agregar a sus preocupaciones.

—¿Qué es, capitán? —Lochtkamper mantuvo su voz en un tono neutro, pero había cautela en sus ojos.

—Quiero cambiar el aspecto del barco, un cambio que lo haga asemejarse a un pesado crucero británico.

—¿Cómo?

—Una chimenea falsa en la popa, detrás de la oficina de radio. Lona y estructura de madera. Luego cubrir la torrecilla y disimular el combés. Si navegamos hacia el escuadrón de bloqueo inglés durante la noche, eso podría darnos los pocos minutos extra que marcarán la diferencia entre el éxito y la derrota. —Von Kleine volvió a hablar mientras se daba vuelta—. Venga, le mostraré lo que quiero decir.

Lochtkamper se dejó caer de donde estaba y se encaminaron en dirección a la popa. Formaban una pareja un tanto estrafalaria. El comandante, enfundado en un mono sucio, balanceando los largos brazos, caminaba pesadamente al lado de su capitán como un mono de circo. Von Kleine, alto y espigado, con su uniforme tropical de un blanco terso y esterilizado, con las manos tomadas detrás de la espalda y con la barba dorada cayendo sobre el pecho.

Habló con precaución.

—¿Cuándo podré navegar, comandante? Debo saberlo exactamente. ¿Está el trabajo tan avanzado como para que pueda contestarme con certeza?

Lochtkamper permaneció en silencio, considerando su respuesta. Iban buscando el camino para pasar a través del enjambre de marineros y cargadores nativos.

—Voy a tener toda la presión en los hornos mañana por la noche, pasado mañana completaré el trabajo en el casco, dos días más para ajustar el equilibrio del barco y para hacer los cambios en la superestructura —meditó en voz alta. Luego levantó la cabeza. Von Kleine le estaba mirando—. Cuatro días —dijo—. Estaré listo en cuatro días.

—Cuatro días. ¿Está seguro de eso?

—Sí.

—Cuatro días —repitió Von Kleine y se detuvo a mitad de camino para pensar. Esa mañana había recibido un mensaje del gobernador Schee de Dar es Salaam, un mensaje retransmitido que provenía del Almirantazgo en Berlín. El Departamento de Inteligencia Naval informaba que hacía tres días un convoy de doce barcos, con infantería de la India y del sur de África, había abandonado el puerto de Durban. No se conocía su destino pero era lógico suponer que los ingleses estaban a punto de abrir un nuevo frente de guerra. La campaña en el África occidental alemana había sido terminada de manera drástica por los sudafricanos. Botha y Smuts habían lanzado una ofensiva en forma de pinza, introduciéndose a lo largo de las vías de ferrocarril hasta la capital alemana de Windhoek. La capitulación del Ejército alemán de África occidental había puesto en libertad a las fuerzas sudafricanas para poder trabajar en otra parte. Era casi seguro que esos buques de transporte de tropas estaban remontando la costa oriental en ese mismo instante, intentando desembarcar en alguno de los pequeños puertos del este de África, quizá Tanga o Kilwa Kvinje, incluso, posiblemente, el mismo Dar es Salaam.

Debía tener el barco listo para navegar y para la batalla, para poder pasar entre el escuadrón de bloqueo y destruir ese convoy.

—El trabajo mayor será reajustar el equilibrio del barco. Hay mucho que hacer. Cargar los pertrechos, municiones para los depósitos, volver a montar los cañones. —Lochtkamper interrumpió sus pensamientos—. Vamos a necesitar trabajadores.

—Voy a ordenar a Fleischer que nos dé todos sus trabajadores para ayudar —murmuró Von Kleine—. Pero debemos estar navegando dentro de cuatro días. La luna nos será favorable la noche del tercer día; debemos partir entonces. —El rostro, con aspecto de santidad, estaba descompuesto por el esfuerzo de la concentración; Von Kleine iba y venía despacio, pensativo, con la barba dorada hundida sobre su pecho mientras formulaba sus planes hablando en voz alta—. Kyller ha puesto boyas en el canal. Deberá comenzar a quitar las minas de la entrada. Podemos romper la barrera de contención en el último momento y la corriente la empujará hacia el costado.

Habían llegado al combés del crucero. Von Kleine estaba tan abstraído en sus pensamientos que necesitó que Lochtkamper lo tomara del brazo para volver a la realidad.

—Cuidado, señor.

Con un sobresalto, Von Kleine levantó la vista. Estaban caminando en medio de un grupo de cargadores africanos, salvajes hombres de tribu, desnudos bajo sus capas de cuero, con los rostros pintados de amarillo ocre. Estaban acarreando los haces de leña que habían llegado a bordo desde la lancha que estaba al lado del Blücher. Uno de los pesados fardos estaba suspendido de la soga de la grúa, meciéndose a seis metros sobre la cubierta, y Von Kleine había estado a punto de pasar debajo de él. El aviso de Lochtkamper lo detuvo.

Mientras esperaba que sacaran el fardo, Von Kleine contempló ociosamente al grupo de cargadores nativos.

Uno de los cargadores atrajo su atención. Era más alto que sus compañeros, con el cuerpo algo más blando, sin esos músculos abultados y nudosos. Sus piernas también eran más finas. El hombre levantó la cabeza de su trabajo y Von Kleine le miró la cara. Sus facciones eran delicadas, los labios no eran tan gruesos, la frente ancha y más amplia que la típica frente del africano.

Pero fueron los ojos los que atrajeron la atención de Von Kleine, apartándolo de sus pensamientos sobre el convoy de tropas. Eran marrones, de un marrón oscuro y cauteloso. Von Kleine había aprendido a reconocer la culpa en los rostros de sus subordinados, se veía en los ojos. Ese hombre era culpable. Aquel juego de miradas transcurrió en un solo instante; luego el cargador bajó la vista y comenzó a cargar un fardo de leña. El hombre lo preocupó, dejándole un sentimiento de vaga inquietud, quería hablar con él, interrogarlo. Se encaminó hacia el nativo.

—¡Capitán! ¡Capitán! —El comisionado Fleischer venía resoplando por la escalerilla desde la lancha. Regordete y sudoroso, se aferró al brazo de Von Kleine.

—Debo hablar con usted, capitán.

—Ah, comisionado. —Von Kleine lo recibió con frialdad, tratando de evitar la mano empapada—. Un momento por favor, quisiera…

—Es un asunto de la mayor importancia, el subteniente Proust…

—En un momento, comisionado —Von Kleine lo hizo a un lado, pero Fleischer estaba decidido. Se paró delante de Von Kleine impidiéndole el paso.

—El subteniente Proust, ese pequeño cobarde petulante —y Von Kleine se encontró embarcado en un largo informe sobre las faltas de respeto del subteniente Proust a la dignidad del comisionado. Se había insubordinado, había discutido con Herr Fleischer y, además, le había dicho que lo consideraba gordo.

—Voy a hablar con Proust —dijo Von Kleine. Era un asunto sin importancia y no quería verse envuelto en ello. En ese momento el comandante Lochtkamper, que estaba al lado de ellos, intervino. ¿Querría el capitán hablar con el comisionado sobre los trabajadores para que cargaran los lastres? Se sumergieron en una larga discusión y, mientras hablaban, la fila de cargadores empezó a arrastrar los fardos de leña hacia popa y fue absorbida por el tumulto de trabajadores.

Sebastian sudaba de miedo, temblaba y se agitaba. Había sentido claramente la sospecha del oficial alemán. Esos fríos ojos azules se habían encendido como hielo seco. Se escondió bajo su carga, tratando de pasar desapercibido, intentando vencer ese pegajoso sentimiento de terror que amenazaba con aplastarle.

—Le ha visto —susurró el primo de Mohammed, resoplando al costado de Sebastian.

—Sí —Sebastian se encorvó más—. ¿Todavía está mirando?

El viejo lanzó una mirada sobre sus hombros.

—No. Está hablando con Mafuta, el gordo.

—Dios —Sebastian sintió una oleada de alivio—. Debemos volver a la lancha.

—La carga está casi terminada, pero primero debemos hablar con mi hermano. Nos está esperando.

Dieron la vuelta por las torrecillas de los cañones de popa. En la cubierta había una montaña de leña, amontonada cuidadosamente y atada con sogas. Hombres negros pululaban sobre ella, extendiendo un inmenso lienzo alquitranado por encima de la pila.

Llegaron hasta el montón de maderas y descargaron los fardos que traían. Luego, como era costumbre en África, se detuvieron para descansar y charlar. Un hombre bajó de la pila de madera para unirse a ellos, un desenvuelto anciano con pelo lanudo y grisáceo, impecablemente vestido con su capa y su protector de pene. El primo de Mohammed lo saludó con afectuosa cortesía y aspiraron rapé juntos.

—Este hombre es mi hermano —dijo a Sebastian—. Su nombre es Walaka. Cuando era joven mató a un león con una lanza. Era un león grande con melena negra. —A Sebastian esta información le pareció totalmente fuera de lugar; el miedo de que lo descubrieran le hacía estar nerviosamente impaciente. Había alemanes por todos lados, grandes y rubios alemanes dando órdenes mientras acosaban a los trabajadores; alemanes mirando hacia abajo desde la alta superestructura por encima de ellos; alemanes con los que se codeaban al pasar. A Sebastian le resultó difícil concentrarse.

Sus dos cómplices se enfrascaron en una discusión familiar. Parecía que la hija menor de Walaka había dado a luz un hijo, pero que durante su ausencia un leopardo había atacado la aldea de Walaka y matado a tres de sus cabras. El nuevo nieto no parecía compensar la pérdida de las cabras de Walaka. Estaba angustiado.

—Los leopardos son excrementos de leprosos muertos —dijo, y se habría extendido en el asunto si Sebastian no lo hubiera interrumpido.

—Hábleme de las cosas que ha visto en esta canoa. Dése prisa, tenemos muy poco tiempo. Debo irme antes de que los alemanes vengan y nos cuelguen a todos con sus sogas.

La mención de las sogas los llamó al orden y Walaka se lanzó a dar su informe.

Había fuegos ardiendo en las cajas de acero de la barriga de la embarcación. Fuegos de tal calor que lastimaban los ojos, fuegos con el aliento de cien hogueras, fuegos que consumían…

—Sí, sí —Sebastian cortó la poética descripción—. ¿Qué más?

Se había acarreado gran cantidad de madera, colocada a un lado de la embarcación para hacer que se recostara sobre el agua. Habían transportado cajas y balas, maquinarias y cañones. Sacaron de los cuartos de debajo de la cubierta un gran número de inmensas balas y también bolsas blancas de pólvora para los cañones, y las colocaron en otros cuartos, en un lugar más alejado.

—¿Qué más?

Había más, mucho más que contar. Walaka se entusiasmó con la carne que salía de pequeñas latas, las antorchas que daban luz sin mecha ni llama ni aceite, las grandes ruedas que giraban y las cajas de acero que chirriaban y zumbaban, el agua fresca y clara que salía de las bocas de grandes tubos de goma, algunas veces fría y otras caliente, como si la hubieran hervido en el fuego. Había maravillas tan numerosas que confundían al hombre.

—Esas cosas las conozco. ¿No me puede decir nada más?

Por supuesto que podía. Los alemanes habían disparado sobre tres cargadores nativos, poniéndolos en fila y tapándoles los ojos con unos trozos de tela blanca. Los hombres habían saltado retorciéndose y cayendo de forma cómica y los alemanes habían limpiado la sangre de la cubierta con el agua de los largos tubos. Después de eso ninguno de los otros cargadores se había apropiado de mantas y baldes y otras pequeñas cosas, porque el precio era muy alto.

La descripción de la ejecución tuvo un efecto estremecedor en Sebastian. Había hecho lo que debía y ahora su urgencia por abandonar el Blücher lo dejaba sin fuerzas. Un oficial alemán que se unió al grupo sin que le hubieran invitado le devolvió a la realidad.

—Haraganes, monos negros —aulló—. Esto no es una escuela dominical, ¡muévanse, cerdos, muévanse! —Y sus botas volaron. Sebastian y el primo de Mohammed dejaron a Walaka sin despedirse y se escabulleron por la cubierta. Justo antes de que alcanzaran la puerta de entrada, Sebastian se dio vuelta para mirar. Los dos oficiales alemanes estaban donde los habían dejado, pero ahora miraban hacia el humo de las altas chimeneas. El oficial alto con la barba dorada hacía movimientos con la mano extendida, hablando, mientras el más bajo lo escuchaba atentamente.

El primo de Mohammed se escurrió entre ellos y desapareció por un costado entrando en la lancha, dejando a Sebastian dudando y reticente antes de huir de esos pálidos ojos azules.

—Manali, venga rápido. ¡El bote se desliza, debe venir! —El primo de Mohammed lo llamaba desde abajo; su voz sonaba débil pero llena de urgencia entre el sonido del motor de la lancha.

Sebastian comenzó a avanzar otra vez con el estómago hecho un nudo bajo sus costillas. Una docena de pasos y alcanzaría la puerta.

El oficial alemán se dio vuelta y lo vio. Discutía en voz alta y se acercó en dirección a Sebastian, con un brazo extendido como si fuera a agarrarlo.

Sebastian giró y se abalanzó sobre la escalerilla. Debajo de él, la lancha estaba soltando amarras, con el agua agitándose a causa de las hélices.

Sebastian alcanzó la reja al final de la escalerilla. Había un espacio de tres metros entre él y la lancha. Saltó, quedando colgado por un momento en el aire y luego golpeó en la regala de la lancha. Sus dedos se aferraron como garras mientras sus piernas se agitaban en el agua caliente.

El primo de Mohammed lo levantó por los hombros y lo arrastró a bordo. Se desplomaron juntos en la cubierta de la lancha.

—Maldito hereje —dijo Herman Fleischer y se agachó para darles una fuerte bofetada en las orejas. Luego volvió a su asiento en la popa, y Sebastian le sonrió con algo parecido al afecto. Después de aquellos mortales ojos azules, Herman Fleischer parecía tan peligroso como un osito de peluche.

Luego miró hacia atrás en dirección al Blücher. El oficial alemán estaba en la escalerilla, viéndolos alejarse y seguir corriente arriba. Luego se dio vuelta, alejándose de la barandilla, y desapareció.