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Al amanecer, pequeños jirones de neblina del río se arremolinaban alrededor de las piernas del comisionado Fleischer mientras bajaba al improvisado muelle de troncos de la orilla.

Recorrió con la vista las dos lanchas, controlando las sogas que sujetaban el cargamento de madera. Las lanchas estaban muy hundidas en el agua y el pálido humo azul que despedían corría lánguido sobre la superficie del río.

—¿Está preparado? —gritó a su sargento de askaris.

—Los hombres están comiendo, Buana Mkuba.

—Diles que se den prisa —gruñó Fleischer. Era una orden inútil y se detuvo al borde del muelle, desabotonando sus pantalones. Orinó ruidosamente en el río, y el círculo de hombres que estaban en cuclillas alrededor de la olla de tres patas sobre el muelle lo observó atentamente, pero sin interrumpir su desayuno.

Con mantas de cuero sobre los hombros para protegerse del aire frío que venía del río, buscaban por turno en la olla y sacaban la mano llena de un espeso potaje de maíz que moldeaban en forma de bola del tamaño de un puño. Luego, con el pulgar formaban un hueco en la bola, la sumergían en un pequeño plato esmaltado y la depresión se llenaba con el jugo amarillo del plato, una tentadora mezcla de bagre guisado y gusanos.

Era la primera vez que Sebastian probaba aquella exquisitez. Se sentó con los otros e imitó toda la ceremonia de la comida, forzándose a sí mismo para llevarse un poco de la mezcla de maíz a la boca. Se atragantó; tenía un fuerte gusto a aceite de pescado y a grasa. Quizá no le hubiera parecido tan desagradable de no saber que contenía los gusanos amarillos. Pero como había estado comiendo bocadillos de jamón, su apetito no era voraz.

Tenía el estómago contraído por el recelo. Era un espía. Una palabra de uno de sus compañeros y el comisionado Fleischer ordenaría que lo colgaran. Sebastian recordaba los hombres que había visto ahorcados del baobab en la orilla de ese mismo río, recordaba las moscas amontonadas sobre sus lenguas que colgaban hinchadas. No era una imagen que lo ayudara a disfrutar de su desayuno.

Mientras fingía comer, observaba atentamente al comisionado Fleischer. Era la primera vez que podía hacerlo tan cómodamente. La voluminosa figura con uniforme gris de cordero, la cara regordeta y rosada con pestañas de un dorado pálido, la gordura petulante de los labios, las manos gordas y pecosas, todo ello le repugnaba. Sentía que lo inundaba un desasosiego al revivir las emociones que se apoderaron de él cuando permaneció ante la tumba recién cavada de su hija en las colinas de Lalapanzi.

—Negros puercos —gritó Herman Fleischer en swahili mientras se volvía a abotonar los pantalones—. ¡Ya basta! No hacen más que comer y dormir. Ahora es tiempo de trabajar. —Se balanceó entre las maderas del muelle en medio del pequeño círculo de cargadores. Su primer puntapié volcó la olla; el segundo golpeó a Sebastian en el trasero y lo hizo caer de rodillas.

—¡Deprisa! —Dio otra patada a uno de los hombres pero éste se escabulló y los cargadores se dispersaron en dirección a las lanchas.

Sebastian se incorporó. Lo habían pateado sólo una vez en su vida, y Flynn O’Flynn había aprendido a no volverlo a hacer. Para Sebastian no había nada más humillante que el contacto del pie de otro hombre contra su persona, y a la vez nada más doloroso.

Herman Fleischer había girado para perseguir a los otros, así que no vio el odio ni la furia con que Sebastian se incorporaba, gruñendo como un leopardo. Un segundo más y se hubiera lanzado sobre él. Hubiera podido matar a Fleischer antes de que un askari le disparara, pero no llegó a hacerlo.

Con una mano en su brazo, el primo de Mohammed se puso a su lado y le habló en voz muy baja.

—¡Vamos! Déjelo. Nos matará también a nosotros.

Y cuando Fleischer se dio vuelta, los dos hombres se dirigían ya hacia la lancha.

En el recorrido río abajo, Sebastian se acurrucó con los otros. Como todos ellos, estiró la capa sobre su cabeza para protegerse del sol, pero no se quedó dormido. Con los ojos entornados, continuaba observando a Herman Fleischer y sus pensamientos eran de terrible odio.

A pesar de la corriente, la travesía en las lanchas, excesivamente cargadas, llevaba casi cuatro horas, y era mediodía antes de que tomaran la última curva del canal y doblaran en dirección al bosque de mangles.

Sebastian vio cómo Herman Fleischer tragaba el último pedazo de salchichón y cuidadosamente guardaba el resto en su mochila. Se puso de pie y habló con el hombre que manejaba el timón y los dos escudriñaron hacia adelante.

—Hemos llegado —dijo el primo de Mohammed y se quitó la capa de encima de la cabeza. El pequeño racimo de cargadores se agitó despertándose y Sebastian se puso de pie con ellos.

Esta vez sabía hacia dónde debía mirar y vio la confusa silueta del Blücher acechando bajo su camuflaje. Desde el agua se veía monumental, y Sebastian sintió una especie de hormigueo en la columna vertebral cuando recordó la última vez que lo había visto desde ese ángulo, avanzando con impulso para embestirlos con aquella proa como un hacha afilada. Pero ahora flotaba de costado, pesadamente escorado.

—El barco está inclinado.

—Sí —confirmó el primo de Mohammed—. Los alemanes lo quieren así. Se ha cargado una gran cantidad de madera, han movido todo para que esté inclinado.

—¿Por qué?

El hombre se encogió de hombros y señaló con su mentón.

—Han levantado su panza del agua; mire cómo trabajan con fuego en los agujeros que tiene en la cubierta.

Como pequeños escarabajos, los hombres pululaban en el expuesto casco e, incluso en el brillante resplandor del mediodía, las lámparas soldadoras brillaban con su llama blanca azulada. El nuevo blindaje era claramente visible, con su revestimiento de óxido de zinc pintado de marrón en contraste con el gris de barco de guerra de la cubierta original.

Mientras la lancha se aproximaba, Sebastian estudió cuidadosamente el trabajo. Pudo ver que estaba a punto de terminarse; los soldadores trabajaban en las últimas juntas del nuevo blindaje. También había pintores cubriendo el óxido rojo con el gris mate de la última capa.

Las marcas como de viruela de los proyectiles en la obra muerta del buque estaban cubiertas y también allí había algunos hombres en andamios de tablones y sogas, subiendo y bajando los brazos mientras pintaban con brochas.

Un clima de animación e intensa actividad se había apoderado del Blücher. Por todos lados, los hombres se movían en miles de tareas diferentes; mientras los uniformes de los oficiales eran incansables puntos blancos yendo y viniendo por las cubiertas.

—¿Han conseguido cerrar todos los agujeros del casco? —preguntó Sebastian.

—Todos —confirmó el primo de Mohammed—. Mire cómo escupe el agua que tenía en las entrañas. —Por una docena de troneras de desagüe, las bombas del Blücher expelían gruesos chorros de agua marrón mientras vaciaba sus compartimientos inundados.

—Hay humo en las chimeneas —exclamó Sebastian, al darse cuenta por primera vez del débil resplandor de calor en las bocas de las chimeneas.

—Sí. Han prendido fuego en las cajas de hierro que tienen adentro. Mi hermano Walaka trabaja allí ahora. Está ayudando a atender el fuego. Al principio los fuegos eran pequeños, pero cada día los prenden más altos.

Sebastian asintió. Sabía que llevaba tiempo calentar los hornos sin resquebrajar la arcilla refractaria de su revestimiento.

La lancha avanzó y golpeó contra el alto costado del crucero.

—Vamos —le dijo el primo de Mohammed—. Debemos trepar y trabajar con la cuadrilla llevando la madera dentro del barco. Allá arriba verá más.

Una nueva ola de terror inundó a Sebastian. No quería subir allí arriba y encontrarse en medio del enemigo. Pero su guía ya estaba trepando por la escalerilla que colgaba de uno de los costados del Blücher.

Sebastian se ajustó la «vaina de pene», levantó su capa, inhaló profundamente y lo siguió.