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—¡Mil libras! —exclamó Flynn O’Flynn como si fuera una bendición, llenó otro jarro del líquido negro y lo vació sobre la cabeza rapada de Sebastian Oldsmith—. ¡Piensa en eso, Bassie, muchacho, mil libras! Podrás pagarme hasta el último penique que me debes. Por fin estarás libre de deudas.

Habían acampado en el río Abati, uno de los afluentes del Rufiji. Diez kilómetros río abajo estaba el campamento de los cortadores de leña del comisionado Fleischer.

—Es una cantidad de dinero como para atragantarse —opinó Flynn, sentado cómodamente junto a la tina de hierro galvanizado en la que estaba Sebastian Oldsmith. Tenía el aspecto afligido de un perro spaniel tomando un baño de champú contra las pulgas. El líquido en el que se bañaba tenía el color y la viscosidad de un café fuerte a la turca, y su cara y su cuerpo ya tenían el oscuro tinte del color del chocolate.

—A Sebastian no le interesa el dinero —dijo Rosa Oldsmith. Estaba arrodillada al lado de la tina y con la ternura de una madre que baña a su hijo le tiraba cucharadas del jugo de M’senga sobre los hombros y la espalda.

—¡Ya lo sé, ya lo sé! —estuvo de acuerdo rápidamente Flynn—. Todos estamos cumpliendo con nuestro deber. Todos recordamos a la pequeña María, quiera el Señor bendecir y cuidar su almita. Pero el dinero tampoco nos viene mal.

Sebastian cerró los ojos cuando le vaciaron otro jarro sobre la cabeza.

—Frótate en las arrugas de debajo de los ojos y bajo el mentón —dijo Flynn, y Sebastian obedeció—. Ahora vamos a repasar todo de nuevo, Bassie, así no te equivocarás. Uno de los primos de Mohammed es el capataz de la cuadrilla que carga la madera en las lanchas. Están acampados en la orilla del Rufiji. Mohammed te va a pasar esta noche y mañana su primo te llevará en una de las lanchas que llevan carga al Blücher. Lo único que has de hacer es mantener los ojos bien abiertos. Joyce sólo quiere saber qué trabajos de reparación están haciendo; si las calderas funcionan o no, y cosas por el estilo. ¿Has entendido?

Sebastian asintió, enojado.

—Volverás río arriba mañana por la tarde y te escabullirás del campamento rápidamente cuando oscurezca; nos encontrarás aquí. Es muy sencillo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —murmuró Sebastian.

—Entonces, sal de ahí y sécate.

En cuanto el viento de las colinas sopló sobre su cuerpo desnudo, el tinte purpúreo se convirtió en un color chocolate. Rosa se había alejado recatadamente hasta el bosquecito de árboles de marulla detrás del campamento. Cada cinco minutos Flynn se acercaba a Sebastian y le tocaba la piel.

—Está quedando muy bien —decía—. Muy bien hecho. —Y luego finalmente en swahili—: Muy bien, Mohammed, píntale la cara.

Mohammed se agachó frente a Sebastian con una pequeña calabaza de cosméticos, una mezcla de grasa de animal y ceniza y almagre… Con los dedos embadurnó las mejillas, la nariz y la frente de Sebastian con los dibujos propios de la tribu. Con la cabeza inclinada de costado y la concentración de un artista, emitía sonidos con la boca mientras trabajaba, hasta que finalmente estuvo satisfecho.

—Está listo.

—Toma la ropa —dijo Flynn. Eso era una exageración; el atavío de Sebastian difícilmente podía llamarse ropa.

Una fibra de corteza alrededor del cuello de la que colgaba un cuerno agujereado y relleno de polvo de tabaco y, sobre los hombros, una capa de piel de animal que olía a humo y a sudor humano.

—¡Apesta! —dijo Sebastian retrocediendo ante el contacto con la prenda—. Y probablemente tiene piojos.

—Eso es bueno —replicó Flynn jovialmente—. Muy bien, Mohammed, muéstrale cómo debe colocarse el protector, el sombrero.

—No voy a ponerme eso —protestó Sebastian, mirando con horror a Mohammed, que se le aproximaba con una mueca burlona.

—Por supuesto que tienes que llevarlo. —Con impaciencia, Flynn hizo a un lado las protestas.

El sombrero tenía quince centímetros de largo, cortado del cuello de una calabaza hueca. Un antropólogo lo hubiera llamado «vaina de pene». Tenía dos propósitos; en primer término, proteger al portador de las espinas y de las picaduras de insectos y, en segundo lugar, hacer alarde de su masculinidad.

Una vez puesto en su lugar se veía impresionante, realzando el ya considerable desarrollo muscular de Sebastian.

Rosa no dijo nada cuando volvió a donde estaban ellos. Lanzó una larga mirada de asombro hacia el protector y luego, rápidamente, desvió los ojos, pero sus mejillas y su garganta brillaban con un rubor escarlata.

—Por el amor de Dios, Bassie. Compórtate como si estuvieras orgulloso. Ponte derecho y saca las manos de ahí —aconsejaba Flynn a su hijo político.

Mohammed se arrodilló para colocar las sandalias de cuero sin curtir en los pies de Sebastian y luego le alcanzó la pequeña manta envuelta firmemente en una cuerda de corteza. Sebastian se la puso en un hombro y luego recogió la larga lanza.

Automáticamente afirmó en tierra el asta de la lanza y se apoyó sobre ella, levantando la pierna izquierda y colocando la planta del pie contra la pantorrilla de la pierna derecha y permaneció en la postura de descanso de la cigüeña.

En cada detalle era un hombre de la tribu de Wakamba.

—Lo lograrás —dijo Flynn.