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Desde el puente del barco de Su Majestad el Renounce, los sobrevivientes parecían un racimo de embarradas ratas de agua. Al amanecer caminaron torpemente y chapotearon alrededor de la franja de agua inmunda y asquerosa donde el Rufiji los había arrojado; parecía el desagüe de una cloaca. El Renounce los encontró antes de que lo hicieran los tiburones, porque no había sangre. Sólo una pierna fracturada, un cuello y unas pocas costillas rotas pero, milagrosamente, ni una gota de sangre. Así que de una tripulación de catorce, el Renounce recuperó a todos los hombres, incluidos los dos pilotos.

Llegaron a bordo con los cabellos enredados, los rostros arañados y los ojos inflamados por el aceite de las máquinas. Con un hombre a cada lado para guiarlos, dejando muestras de la maloliente agua del Rufiji sobre la cubierta, se arrastraron hacia la enfermería, doloridos y empapados.

—Bien —dijo Flynn O’Flynn—, si no me dan una medalla por esto, volveré a mi antiguo trabajo, y al infierno con ellos.

—Esto —dijo el capitán Arthur Joyce, encorvado tras su escritorio— no ha sido precisamente un éxito. —No demostró ninguna inclinación a silbar Tipperary.

—Ni siquiera fue una buena prueba, señor —estuvo de acuerdo el comandante del torpedero—. Los boches estaban preparados desde el principio para cortarnos la cabeza.

—Una cadena de contención con troncos. ¡Santo Dios, usar métodos de la guerra napoleónica! —dijo Joyce, con un tono que implicaba que había sido víctima de una acción desleal.

—Es un método extraordinariamente efectivo, señor.

—Sí, debe haberlo sido —Joyce suspiró—. Bien, al menos sabemos que el ataque por el canal es impracticable.

—Poco antes de que la marea nos alejara de la línea de contención, miré detrás de ella y me pareció ver minas. Estoy completamente convencido de que los boches han colocado un campo de minas después de los troncos, señor.

—Muchas gracias, comandante —Joyce asintió—. Me encargaré de que nuestros superiores reciban un informe de su excelente actuación. —Después agregó—: Me interesaría su opinión sobre el mayor O’Flynn y su hijo. ¿Cree que son hombres de confianza?

—Bueno —el comandante vaciló; no quería ser injusto—, los dos saben nadar y el joven parece tener buena vista. Aparte de eso, realmente no estoy en situación de emitir un juicio.

—No, claro, supongo que no. De todos modos me gustaría saber más sobre ellos. Para el próximo paso de la operación voy a tener que contar casi totalmente con ellos —se puso de pie—. Creo que voy a hablarles ahora mismo.

—¡Quiere alguien que esté dispuesto a subir a bordo del Blücher…! —Flynn estaba consternado.

—Ya le he explicado, mayor O’Flynn, lo importante que es para mí saber con exactitud en qué condiciones está el barco. Necesito datos para poder calcular cuándo podrá salir del delta. Tengo que saber cuánto tiempo me queda.

—Es una locura —murmuró Flynn—. Una locura total y delirante. —Contempló a Joyce sin poder creer lo que oía.

—Usted me contó lo bien organizado que está su sistema de inteligencia en tierra, y lo fiables que son los hombres que trabajan con usted. Por otra parte, fue también por medio de usted que supimos que los alemanes cortan leña y la llevan a bordo. Sabemos que han reclutado un ejército de nativos para trabajar y que los están usando no sólo para cortar los troncos sino también en trabajos pesados a bordo del Blücher.

—¿Y entonces? —en esas simples palabras Flynn puso todo el peso de su desconfianza.

—Uno de sus hombres puede infiltrarse en el grupo de trabajadores y llegar a bordo del Blücher.

Flynn se envalentonó inmediatamente; había supuesto que Joyce sugeriría que Flynn Patrick O’Flynn debía ir personalmente a supervisar el Blücher.

—Puede hacerse. —Hubo una larga pausa mientras Flynn consideraba cada detalle de la operación—. Por supuesto, capitán, mis hombres no son patriotas que luchan como usted o como yo. Trabajan por dinero. Ellos son… —Flynn buscaba la palabra—. Son…

—¿Mercenarios?

—Sí —afirmó Flynn—. Eso es exactamente lo que son.

—Ajá —dijo Joyce—. Quiere decir que querrán que se les pague.

—Quieren que se les pague bien, y usted no puede culparlos por eso, ¿no?

—La persona que envíe tiene que ser un hombre de primera clase, de absoluta confianza.

—Lo será —le aseguró Flynn.

—En nombre del gobierno de Su Majestad puedo comprometerme a comprar un informe completo y detallado sobre el estado del crucero alemán Blücher, por la suma de —pensó en ello un momento—… mil libras.

—¿En oro?

—En oro —acordó Joyce.

—Eso estará muy bien —Flynn asintió; luego permitió que su vista recorriera el camarote hasta el lugar donde Sebastian y Rosa estaban sentados, uno junto al otro, en el sofá. Estaban tomados de la mano y demostraban mucho más interés en ellos mismos que en las negociaciones de Flynn y el capitán Joyce.

Era una gran ventaja, decidió Flynn, que los hombres de la tribu de Wakamba, entre los que el comisionado Fleischer había reclutado a la mayoría de sus trabajadores, tuvieran la cabeza rapada. Sería imposible para una persona de origen europeo arreglar su pelo lacio de modo que pareciera la lanuda cabeza de un africano.

También era una gran suerte que hubiera por allí árboles de M’senga. Con la corteza del árbol de M’senga, los pescadores del África Central elaboraban una sustancia con la que ablandaban sus redes. Daba flexibilidad a las fibras de la red y también teñía la piel. Una vez, Flynn había sumergido sus dedos en una vasija llena de aquel líquido y, a pesar de haberse lavado constantemente, pasaron por lo menos quince días antes de que la negra tintura desapareciera.

Y finalmente era una gran suerte lo ocurrido con la nariz de Sebastian. Su nueva forma era decididamente negroide.