El único ventilador suspendido sobre la mesa de la sala de oficiales zumbaba suavemente. Sus aletas batían el aire, que era tan húmedo y caliente como la cama de un enfermo de malaria.
Con excepción del repiqueteo de la loza, el único sonido que se podía oír era el producido por el comisionado Fleischer al beber su sopa. Era una sopa espesa, de guisantes verdes, hirviendo, por lo que Fleischer necesitaba soplarla groseramente antes de tomar cada cucharada y beberla ruidosamente; no con el mismo volumen de ruido, pero sí con la delicada tonalidad del correr del agua de un inodoro. Durante una pausa, mientras mojaba un pedazo de pan negro en la sopa, Fleischer miró a través de la mesa al teniente Kyller.
—¿Entonces no encontraron el aeroplano del enemigo?
—No. —Kyller siguió jugueteando nerviosamente con su copa de vino sin levantar la vista para mirarlo. Durante cuarenta y ocho horas había estado buscando con su patrulla entre los pantanos y canales y el bosque de mangles para tratar de encontrar los restos del avión. Estaba extenuado y tenía el cuerpo cubierto de picaduras de insectos.
—Ajá. —Fleischer hizo un gesto solemne—. Cayó durante un corto trecho, pero no golpeó contra los árboles. Estaba seguro. He visto hacer lo mismo a los urogallos cuando se les dispara. ¡Puf! Vienen desplomándose hacia abajo así… —agitó la mano en el aire, dejándola caer en dirección a la sopa—… y entonces súbitamente hacen así. —La mano voló otra vez hacia el rostro ceñudo de hombre de Neanderthal del jefe de máquinas, Lochtkamper. Todos lo miraron—. El pajarito voló hacia su casa. Es malo disparar desde tan cerca —dijo Fleischer y terminó su demostración tomando su cuchara y, una vez más, el húmedo y caliente silencio se apoderó de la sala de oficiales.
El comandante Lochtkamper cargó su boca como si fuera una de sus calderas. Los nudillos de sus manos estaban duramente desgastados por el contacto con el acero y los alambres. Incluso cuando la mano de Fleischer se agitó delante de su cara, no se había distraído de sus pensamientos. Su mente estaba totalmente ocupada con el acero y las maquinarias, con las pesas y las agujas de la balanza. Quería alcanzar veinte grados de inclinación a estribor en el Blücher, así un área mayor de su centro estaría expuesta para los soldadores. Eso significaba desplazar unas mil toneladas de peso muerto; parecía imposible, a menos que inundara la cámara de babor, pensó, y sacara los cañones de las torrecillas y los moviera. Entonces quizá podría improvisar un andamiaje.
—No fueron disparos mal hechos —dijo el teniente de artillería—. Volaba muy cerca, la velocidad de seguimiento del blanco era… —Se interrumpió; ese gordo civil no entendería, no iba a gastar su energía con explicaciones técnicas. Se contentó con repetir—: No fueron disparos mal hechos.
—Creo que debemos aceptar que el aeroplano enemigo volvió a salvo a su base —dijo el teniente Kyller—. Por lo tanto debemos esperar que el enemigo realice alguna acción ofensiva contra nosotros en un futuro muy cercano. —Kyller gozaba de una posición de privilegio en la sala de oficiales. Ningún otro de los oficiales jóvenes se animaría a expresar sus opiniones con tanta libertad. Y por otra parte ninguno tendría tanto sentido común como Kyller. Cuando él hablaba, sus oficiales superiores lo escuchaban, si no respetuosamente por lo menos con atención. Kyller se sabía recibido con honores en la Academia Naval de Bremerhaven, en 1910. Su padre era barón, amigo personal del káiser y almirante de la flota imperial. Kyller era el favorito de la sala de oficiales no sólo por su buena presencia y sus maneras corteses, sino también por su ansiedad por hacer los trabajos duros, su meticulosa atención por los detalles y su mente rápida. Era un buen oficial para tener a bordo, una garantía para el barco.
—¿Qué puede hacer el enemigo? —preguntó Fleischer con desprecio. No compartía con los demás la opinión de Ernest Kyller—. Aquí estamos a salvo. ¿Qué pueden hacer?
—Un estudio superficial de la historia de la Marina, señor, le revelaría que los ingleses pueden hacer lo último que usted esperaría que hicieran. Y eso lo harán con rapidez, eficiencia y con propósitos de destrucción. —Kyller espantó los insectos rojos que le estaban picando la oreja izquierda.
—¡Bah! —dijo Fleischer y salpicó un poco de sopa con la violencia de su disgusto—. Los ingleses son unos locos y unos cobardes y lo peor que puede pasar es que quieran acechar en la desembocadura del río. No se atreverán a venir tras nosotros.
—No dudo de que el tiempo probará su afirmación, señor. —Ésta era la frase que Kyller usaba para expresar su violento desacuerdo ante un oficial superior, y el capitán Von Kleine y sus comandantes la reconocieron por experiencia propia. Sonrieron un poco.
—Esta sopa está amarga —dijo Fleischer satisfecho de haber conducido la discusión—. El cocinero debe de haber usado agua de mar.
La acusación era tan ultrajante, que hasta Von Kleine lo miró levantando la vista desde el plato.
—No deje que nuestra humilde hospitalidad lo retrase, Herr comisionado. Debe de estar ansioso por regresar río arriba para seguir sus obligaciones con la leña.
Y Fleischer lo demostró abalanzándose sobre su comida. Von Kleine transfirió su mirada sobre Kyller.
—Kyller, usted no irá esta vez con el comisionado Fleischer. Voy a mandar al subteniente Proust en este viaje. Usted se quedará al mando de la primera línea de defensa que tengo intención de colocar en la desembocadura, para estar preparados para el ataque inglés. Tendrá una reunión en mi cabina después de la comida, por favor.
—Gracias, señor. —Su voz sonaba ronca de gratitud por el honor que le confería el capitán. Von Kleine miró a su teniente de artillería.
—Usted también, por favor. Quiero relevarlo de sus amados cañones antiaéreos.
—¿Quiere decir sacarlos de sus montajes, señor? —El teniente de artillería preguntó mirando lúgubremente a Von Kleine por encima de su larga y triste nariz.
—Lamento que tenga que ser así —le contestó Von Kleine con simpatía.