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El capitán Arthur Joyce de la Armada Real era un hombre feliz. Estaba inclinado sobre el escritorio de su cabina, con una mano a cada lado del desplegado mapa del Almirantazgo. Miraba fijamente y con satisfacción el círculo dibujado a mano en lápiz azul, como si fuera la firma del presidente del Banco de Inglaterra en un cheque por un millón de libras.

—¡Bien! —dijo—. Oh, muy bien —y juntó los labios como si fuera a silbar Tipperary. En vez de eso, hizo un ruido como si chupara y sonrió a Sebastian. Detrás de su nariz aplastada y sus ojos rodeados de azul, Sebastian le devolvió la sonrisa.

—¡Una muy buena demostración, Oldsmith! —La expresión de Joyce cambió, unas pequeñas luces de reconocimiento brillaron súbitamente en sus ojos—. ¿Oldsmith? —repitió, frunciendo el ceño—. ¿No fue usted el tipo que abrió por Sussex en el partido de críquet en la temporada de 1911?

—Así es, señor.

—¡Santo Dios! —Joyce se lanzó hacia él—. Nunca olvidaré su apertura sobre Yorkshire en el primer partido de la temporada. Usted batió a Graham y Penridge por dos vueltas. ¿Dos por dos, no?

—Dos por dos, así fue. —A Sebastian le gustaba ese hombre.

—¡Nada fácil! ¿Y después usted hizo cincuenta y cinco vueltas?

—Sesenta y cinco —Sebastian le corrigió—. Un récord de nueve metas compartido con Clifford Dumont de ¡ciento ochenta y seis!

—¡Sí! ¡Si! Lo recuerdo muy bien. ¡Algo increíble! Usted tuvo muy mala suerte de no jugar con Inglaterra.

—Oh, no sé —dijo Sebastian, reconociéndolo con modestia.

—Sí, sí, debería haber sido así. —Joyce juntó los labios de nuevo—. Muy mala suerte.

Flynn O’Flynn no había entendido una palabra de todo aquello. Había estado removiéndose en su silla como un viejo búfalo en una trampa, aburriéndose dolorosamente. Rosa Oldsmith no entendía más que su padre, pero estaba fascinada. Era evidente que el capitán Joyce sabía algo sobresaliente de la vida de Sebastian, y si un hombre como Joyce lo conocía, entonces Sebastian era famoso. Sentía que el orgullo le invadía el pecho y también sonrió a su marido.

—Yo no lo sabía, Sebastian. ¿Por qué no me lo has contado? —lo miró ardientemente.

—Lo haré en otro momento —interrumpió Sebastian rápidamente—. Ahora debemos ocuparnos de otros asuntos. —Y volvió su atención al mapa que estaba sobre el escritorio.

—Ahora quiero que retroceda en su mente. Cierre los ojos y trate de ver nuevamente todo. Cualquier detalle que pueda recordar, cualquier detalle por mínimo que sea puede ser muy importante. ¿Vio algunas señales de las averías?

Sebastian cerró los ojos obedientemente y se sorprendió de cuán vívidamente se le había grabado en la mente, por efectos del miedo, la figura del Blücher.

—Sí —dijo—, tenía agujeros. Cientos de agujeros, como pequeñas manchas negras. Y en los costados del frente había como trapecios colgando de sogas, cerca del agua, de los que se utilizan cuando se pinta un edificio alto…

Joyce hizo un gesto a su secretario para que tomara nota de cada palabra.