Sebastian asomaba por encima del borde de la cabina. El viento lo castigaba, haciendo flotar salvajemente su chaqueta alrededor de su cuerpo, revolviendo sus cabellos en una maraña negra. Con su habitual destreza, Sebastian se las había arreglado para tirar los prismáticos fuera de la cabina. Eran propiedad de Flynn Patrick O’Flynn y Sebastian sabía que se los haría pagar.
Esto estropeaba el placer del vuelo hasta cierto punto, porque ya le debía a Flynn la pequeña suma de trescientas libras. Rosa también tendría algo que decir. De todos modos, la pérdida de los prismáticos no era una desventaja ya que el aeroplano volaba muy bajo y era tan inestable, que el ojo solo resultaba mucho más efectivo.
Desde una altura de ciento cincuenta metros el bosque de mangles parecía como un colchón lleno de pelusa, una enfermiza fiebre de colores verdes, con los canales y los arroyos entre las vetas del oscuro metal de los cañones que reflejaban la luz del sol como un heliógrafo. Un águila colgaba suspendida en silencioso vuelo delante de ellos; el ancho espacio de sus alas fulguraba en las puntas como los dedos de una mano. Se zambulló en la lejanía, pasando tan cerca del borde de las alas del avión que Sebastian pudo ver los feroces ojos amarillos en la cabeza de penacho blanco.
Sebastian rió encantado y se aferró a un costado de la cabina para asegurarse mientras la máquina se balanceaba violentamente debajo de él. Ése era el método del piloto para atraer la atención de Sebastian y éste hubiera querido que pensara en alguna otra forma de hacerlo.
Miró hacia abajo castigado ferozmente por el viento y el rugido del motor.
—¡Mire! ¡Inglés estúpido!
Da Silva gesticulaba furiosamente, con la boca rosada moviéndose debajo del bigote negro, los ojos feroces detrás de las antiparras, con la mano derecha señalando con insistencia por encima del ala de estribor.
Sebastian la vio de inmediato en el ancho arroyo; la lancha era tan evidentemente notoria que se preguntó cómo no la había visto antes. Entonces recordó que su atención había estado concentrada en el terreno directamente debajo del aeroplano y se excusó a sí mismo.
Sin embargo, pensó, no era razón que justificara la excitación de Da Silva. Eso no era un crucero de guerra, sino una pequeña embarcación de quizá veinticinco pies. Rápidamente hizo correr su mirada a lo largo del canal, siguiendo su recorrido hasta el mar abierto en la dirección azul. Estaba vacío.
Echó una mirada hacia atrás, al piloto, y sacudió la cabeza. Pero la excitación de Da Silva había aumentado. Estaba haciéndole otra frenética señal con la mano que Sebastian no pudo entender. Para no discutir, Sebastian asintió demostrando que estaba de acuerdo e instantáneamente la máquina descendió alejándose de manera que el estómago de Sebastian fue echado hacia atrás y una vez más se aferró desesperadamente al costado de la cabina. En una profunda zambullida, Da Silva llevó la máquina hacia abajo y luego la equilibró con las ruedas de aterrizaje casi cepillando las copas de los mangles. Se lanzaron en dirección al canal y mientras los últimos mangles se alejaban bajo ellos, Da Silva bajó el morro del avión suavemente, todavía más adelante y se dejó caer a unos pocos centímetros de la superficie del agua.
Fue una demostración de maestría que dejó a Sebastian totalmente alterado. Maldecía a Da Silva calladamente con los ojos saliéndosele de las órbitas.
Un poco más de un kilómetro delante de ellos, cruzando el agua, se sacudía la lancha sobrecargada.
—¡Dios mío…! —La blasfemia salió de Sebastian fruto de su desesperación—. ¡Vuela derecho hacia ellos!
Esa opinión parecía compartida por la tripulación de la lancha. Cuando la máquina comenzó a volar en dirección a ellos, empezaron a abandonar la embarcación.
Sebastian vio a dos hombres brincar desde la pila de leña y caer al agua salpicando espuma blanca.
En el último segundo, Da Silva levantó con increíble pericia el aeroplano y pasaron por encima de la lancha. Durante un instante, Sebastian estuvo a unos cuatro metros y medio de distancia frente a la cara de un oficial de la Marina alemana que se agachó contra la cubierta de la lancha. Pasaron y se elevaron, hicieron un viraje y volvieron a pasar.
Sebastian vio la lancha en todos sus detalles y a los hombres de la tripulación que gateaban a bordo y se zambullían por los lados. Una vez más el aeroplano apuntó hacia abajo en dirección al canal pero Da Silva había reducido la velocidad y el motor funcionaba con la mitad de su fuerza. Lo niveló a quince metros por encima del agua y voló sosegadamente, alejándose y encaminándose hacia el lado norte del canal.
—¿Qué hace? —Sebastian formuló la pregunta a gritos. Como respuesta el piloto hizo un gesto con la mano derecha como abarcando la espesa arboleda de mangles al lado de la orilla.
Intrigado, Sebastian se detuvo a observar los mangles. Qué estaba haciendo ese loco, seguramente no pensaría que…
Había un promontorio de tierras altas en la orilla, como una joroba que se alzaba unos cuarenta metros por encima del nivel del río. Se dirigieron hacia allí.
Como un cazador persiguiendo un búfalo herido, moviéndose descuidadamente a través de la maleza que no alcanza a ocultar a un animal tan grande, y entonces, de repente, se encuentra cara a cara con él, tan cerca que ve los minúsculos detalles de los cuernos, la sangre goteando de las húmedas y negras cavidades de la nariz y el opaco brillo de los pequeños ojos de cerdo, del mismo modo Sebastian descubrió el Blücher.
Estaba tan cerca que pudo ver las marcas de los remaches en el blindaje, las distintas junturas de la cubierta de proa y las hebras separadas del techo que le servía de camuflaje. Vio a los hombres en el puente, y a la tripulación detrás de los cañones antiaéreos y los cañones Maxim. Desde allí, agazapadas, las torrecillas de los grandes cañones abrían sus bocas y con gesto hambriento se movían para seguir el vuelo de la máquina.
Era monstruoso, gris y siniestro entre los mangles, escondido en su madriguera. Sebastian profirió, lleno de sorpresa y alarma, un sonido incoherente. En el mismo momento el motor del aeroplano rugió con toda su potencia, mientras Da Silva impulsaba violentamente el acelerador y tiraba de la palanca de mando hacia atrás.
Mientras el avión se balanceaba hacia arriba, la cubierta del Blücher irrumpía en un volcán de llamas que se elevaban desde las bocas de los cañones de nueve pulgadas, los cañones antiaéreos y las ametralladoras.
Alrededor del pequeño aeroplano el aire hervía y silbaba, agitado por la violenta turbulencia del paso de los grandes proyectiles.
Algo chocó contra el avión, que fue dando vueltas como una hoja incendiada que se desprende de una fogata. El aeroplano giraba con el motor sacudiéndose salvajemente y las distintas piezas quejándose y rechinando por el esfuerzo.
Sebastian fue empujado hacia adelante y se golpeó la nariz contra el borde de la cabina. Inmediatamente dos chorros de sangre brotaron de sus fosas nasales y le empaparon la chaqueta.
El aeroplano se mantuvo penosamente mientras las hélices arañaban ineficazmente el aire y el motor gemía. Entonces cayó sobre un ala precipitándose hacia abajo.
Da Silva luchó con el avión, sintiendo cómo los controles de mando parecían volver a la vida a medida que la máquina recuperaba velocidad. Las copas de los mangles parecían acercarse al encuentro con el avión y, desesperado, intentó disminuir la velocidad. El avión trataba de responder; la armazón a lo largo de sus alas se contraía por la enorme presión. Da Silva sintió que se sacudía otra vez cuando tocaba las copas de los árboles, oyendo por encima del aullido del motor el débil crujido de las ramas debajo de la panza del aeroplano. Entonces, de repente, milagrosamente, el avión se liberó volando derecho y nivelado, subiendo despacio y alejándose del hambriento pantano.
El avión volaba perezosamente; había algo desvencijado en su interior. La corriente de aire lo sacudía, haciendo trepidar todo el fuselaje. Da Silva no podía arriesgarse a hacer maniobras. Lo mantuvo en el rumbo que el avión había elegido, aflojando el morro ligeramente hacia arriba, ganando despacio la apreciada altitud.
A unos trescientos metros lo hizo girar suavemente en dirección al sur, y sacudiéndose y agitándose, con un ala más pesada, haciendo eses como un borracho, atravesó el cielo en dirección a su cita con Flynn O’Flynn.