—Sabe, capitán Joyce, ésta es una ginebra endiabladamente buena. —Flynn O’Flynn vació su copa de manera que el fondo apuntó hacia el techo. En su avidez también tragó con el líquido la rodaja de limón que el camarero había colocado en el vaso. Se atragantó, como un géiser sin aire, rápidamente su rostro tomó una coloración aún más morada; luego expulsó el limón junto con un chorro fino de ginebra e Indian Tonic en un explosivo ataque de tos.
—¿Está usted bien? —El capitán Joyce se precipitó ansiosamente sobre Flynn y empezó a golpearlo entre los omoplatos. Tenía la premonición de que el instrumento clave de esa empresa se asfixiaría antes de haberla comenzado.
—¡Semillas! —exclamó Flynn jadeante—. Malditas semillas de limón.
—¡Camarero! —gritó el capitán Joyce, girando la cabeza hacia atrás sin interrumpir el tam-tam que ejecutaba sobre la espalda de Flynn—. Tráigale al mayor un vaso de agua. ¡Desee prisa!
—¿Agua? —exclamó Flynn, con expresión de horror; el impacto fue lo suficientemente fuerte como para disminuir la potencia de su paroxismo.
El camarero, que por experiencia sabía detectar a un bebedor en cuanto lo veía, cumplió dignamente con su deber. Atravesó la habitación rápidamente llevando una copa. Un solo trago del fuerte brebaje tuvo el efecto de una cura casi milagrosa. Flynn se quedó recostado sobre su silla, con el rostro todavía color púrpura brillante, pero con la respiración normalizándose, y Joyce se alejó hacia el otro lado de la cabina para inhalar con alivio el aire húmedo y tropical que entraba perezosamente por el ojo de buey. Después de un rápido acercamiento al cuerpo de Flynn, este aire, en comparación, era tan grato, tan dulce, como un ramo de tulipanes.
Flynn había estado en el campo de batalla durante seis semanas y en todo ese tiempo no se le había ocurrido cambiarse de ropa. Despedía un olor a queso Roquefort.
Hubo una pausa durante la cual todos recuperaron el aliento y Joyce prosiguió desde donde había sido interrumpido:
—Estaba diciéndole, mayor, qué amable fue de su parte el venir tan rápidamente para encontrarse conmigo aquí.
—Vine en cuanto recibí su mensaje. El mensajero me estaba esperando en la aldea de M’topo. Dejé mi compañía acampada cerca del Rovuna y avancé a marchas forzadas. ¡Doscientos cuarenta kilómetros en tres días! ¿No está mal, no?
—¡Está increíblemente bien! —estuvo de acuerdo Joyce y, para confirmar su juicio, miró a los otros dos hombres que estaban en la cabina. Con el ayudante de campo del gobernador portugués se encontraba un joven teniente del ejército. Ninguno de los dos entendían ni una palabra de inglés. El ayudante de campo lucía una amable expresión de no compromiso, y el teniente se había desabrochado el botón de arriba de su chaqueta y estaba recostado en el sofá con un pequeño puro negro colgándole perezosamente de los labios. Se las había arreglado para tener la gracia insolente de un torero.
—El capitán inglés les pide que me recomienden para la Estrella de San Pedro —Flynn tradujo las palabras del capitán Joyce al ayudante de campo. Flynn quería una medalla. Había estado persiguiendo sin tregua al gobernador por esa causa durante los últimos seis meses.
—Por favor, dígale al capitán inglés que estaré encantado de entregar su petición por escrito al gobernador. —El ayudante de campo esbozó una vaga sonrisa. Por medio de sus asociaciones comerciales con Flynn sabía muy bien cómo debía tomar sus traducciones literales. Flynn lo miró con ceño fruncido y Joyce sintió la tirantez que crecía dentro de la cabina. Continuó hablando con rapidez.
—Le he pedido que se encuentre conmigo para discutir un asunto de gran importancia. —Hizo una pausa—. Hace dos meses, sus exploradores atacaron una columna con provisiones de los alemanes cerca de la aldea de Kibiti.
—Así es —dijo Flynn enderezándose en la silla—. Una lucha del demonio. Peleamos como locos. Fue un asunto que se resolvió cuerpo a cuerpo.
—Efectivamente —estuvo de acuerdo Joyce con prontitud—. Así fue. Con esa columna iba un oficial de la Armada alemana.
—Yo no lo hice —lo interrumpió Flynn, alarmado—. Yo no fui. Intentaba escapar. No puede acusarme por eso. —Joyce lo miró asombrado.
—No lo entiendo.
—Le dispararon porque trataba de escapar, y trate de probar que fue de otra manera —lo desafió con ardor.
—Sí, ya lo sé. Tengo en mi poder una copia de su informe. Una pena, una gran pena. Nos hubiera gustado mucho poder interrogar a ese hombre.
—¿Me está llamando mentiroso?
—Por Dios, mayor O’Flynn. Nada más alejado de mis pensamientos. —Joyce se daba cuenta de que aquella conversación con el mayor Flynn O’Flynn era como querer encontrar el camino con los ojos vendados a través de arbustos con espinas—. Su vaso está vacío. ¿Puedo ofrecerle otro trago?
La boca de Flynn se abrió de inmediato para emitir una truculenta negativa, pero el ofrecimiento de hospitalidad lo tomó desprevenido y se rindió.
—Muchas gracias. Es una ginebra condenadamente buena. Hace años que no probaba una así. Supongo que a usted no le sobrarán una o dos cajas, ¿no?
Otra vez Joyce estaba atónito.
—Estoy seguro de que el encargado del cuarto de oficiales podrá arreglar algo para usted.
—Es una mezcla condenadamente buena —dijo Flynn y bebió de su vaso que estaba nuevamente lleno. Joyce se decidió por otro método de aproximación.
—Mayor O’Flynn, ¿oyó hablar de un barco de guerra alemán, un crucero llamado Blücher?
—¡Claro que sí, diablos! —aulló Flynn con tal vehemencia, que Joyce no tuvo la menor duda de que había tocado otra nota discordante—. ¡El hijo de puta me hundió!
Estas palabras suscitaron en la imaginación del capitán una breve pero macabra escena de Flynn flotando de espaldas, mientras un crucero de batalla lo atacaba con cañones de ocho pulgadas.
—¿Le hundió a usted? —preguntó Joyce.
—¡Me atacó! Yo estaba navegando pacíficamente en ese dhow, y ¡bang!, me atacaron con todo.
—Ya veo —murmuró Joyce—. ¿Fue intencionalmente?
—Puede estar seguro de que sí.
—¿Por qué?
—Bueno… —Flynn se detuvo y luego cambió de idea—… es una larga historia.
—¿Dónde sucedió eso?
—A unos ochenta kilómetros de la boca del río Rufiji.
—¿El Rufiji? —Joyce se inclinó hacia adelante con ansiedad—. ¿Lo conoce? ¿Conoce el delta del Rufiji?
—¿Si conozco el delta del Rufiji? —bromeó Flynn—. Lo conozco como usted conoce el camino a su casa. Allí hice un montón de negocios antes de la guerra.
—¡Excelente! ¡Maravilloso! —Joyce no pudo evitar el juntar los labios y silbar los primeros compases de Tipperary. Para él eso era una expresión de verdadera alegría.
—¿Sí? ¿Qué tiene eso de maravilloso? —Flynn inmediatamente comenzó a sospechar.
—Mayor O’Flynn. Basado en su informe, el Departamento de Inteligencia Naval considera altamente probable que el Blücher esté anclado en algún lugar del delta del Rufiji.
—¿A quién quiere engañar? El Blücher fue hundido hace unos meses, todo el mundo lo sabe.
—Presumiblemente hundido. Ese barco y otros dos barcos de guerra de la Marina inglesa que lo perseguían desaparecieron de la faz de la tierra o, más correctamente, del océano. Ciertas piezas de restos que fueron recobrados indicaban sin lugar a dudas que se había librado una batalla entre los tres barcos. Se pensó que los tres se habían hundido. —Joyce hizo una pausa y se alisó los mechones de pelo gris en las sienes—. Pero ahora parece seguro que el Blücher fue muy dañado durante el encuentro y que lo llevaron hasta el delta.
—¡Esas ruedas! ¡Blindaje para repararlo!
—Precisamente, mayor, precisamente. Pero —Joyce sonrió a Flynn— gracias a usted no consiguieron el blindaje.
—Sí que lo consiguieron —Flynn gruñó al contradecirle.
—¿Lo consiguieron? —preguntó Joyce severamente.
—Ajá. Lo dejamos en campo abierto. Mis espías me dijeron que después que nos fuimos, los alemanes mandaron otra partida de cargadores que se lo llevaron.
—¿Por qué no lo impidieron?
—¿Para qué diablos? No tenía ningún valor —le replicó Flynn.
—La insistencia del enemigo les debería haber demostrado su valor.
—Sí. El enemigo fue tan insistente que envió un par de cañones Maxim con el siguiente grupo. Según mis reglas, cuantos más Maxim vigilan algo, menos valor tiene.
—Bueno, ¿por qué no lo destruyeron mientras tenían la oportunidad?
—Escuche, amigo, ¿cómo sugiere que destruyamos veinte toneladas de acero, tragándolas quizá?
—¿Usted es consciente de la amenaza que ese barco representará cuando esté otra vez a salvo en el mar? —Joyce vaciló un instante—. Le voy a decir en estricta confidencia que va a haber muy pronto una invasión en el África oriental alemana. Se puede imaginar el estrago si el Blücher saliera del Rufiji y atacara al convoy de tropas.
—Ajá, todos nosotros tenemos problemas.
—Mayor. —La voz del capitán estaba ronca por el esfuerzo de contener su furia—. Mayor. Quiero que usted haga un reconocimiento y localice el Blücher para nosotros.
—¿Era eso? —bramó Flynn—. Usted quiere que yo vaya a galopar por el delta, donde tienen un Maxim detrás de cada mangle. Llevaría un año buscar en ese delta, usted no tiene ni idea de cómo es eso.
—Eso no va a ser necesario. —Joyce giró sobre su silla e hizo un gesto al teniente portugués—. Este oficial es aviador.
—¿Eso qué quiere decir?
—Que vuela.
—¿Ah, sí? ¿Es tan bueno eso? Cuando yo era joven también andaba revoloteando por ahí… todavía lo hago de vez en cuando.
Joyce tosió.
—Vuela en un aeroplano. Una máquina de volar.
—¡Oh! —dijo Flynn, vivamente impresionado—. ¡Caramba! ¿Era eso? —contempló al teniente portugués con respeto.
—Con la cooperación del Ejército portugués tengo la intención de hacer un reconocimiento aéreo del delta del Rufiji.
—¿Quiere decir ir volando por encima en un aeroplano?
—Exactamente.
—Es una maldita buena idea. —Flynn estaba entusiasmado.
—¿Cuándo puede estar preparado?
—¿Para qué?
—Para el reconocimiento.
—¡Vamos, pare un poco, amigo! —Flynn estaba horrorizado—. Usted no me va a meter en esa cosa que vuela.
Dos horas más tarde todavía discutían en el puente del barco de Su Majestad el Renounce, mientras Joyce lo comandaba en dirección a tierra para depositar a Flynn y a los dos portugueses en la playa donde la lancha los había recogido esa mañana. El crucero inglés navegaba por un mar que estaba calmo como el aceite y de un color azul purpúreo, y la tierra era una oscura línea irregular en el horizonte.
—Es imprescindible que alguien que conozca el delta vuele con el piloto. Acaba de llegar de Portugal y evidentemente no conoce el territorio. Por otra parte, va a estar totalmente ocupado piloteando el aeroplano. Debe acompañarlo un observador. —Joyce insistía otra vez.
Flynn había perdido todo interés en la discusión; ahora estaba ocupado en asuntos de mayor importancia.
—Capitán —comenzó a decir y Joyce reconoció el nuevo tono de voz y se volvió lleno de esperanza.
—Capitán, del otro asunto… ¿Qué hay de ello?
—Lo siento, no sé de qué me habla.
—Esa ginebra que me prometió. ¿Qué hay de eso?
El capitán Arthur Joyce de la Armada Real Británica era un hombre de buen talante. Su rostro era suave y sin arrugas; su boca, carnosa pero seria; sus ojos, pensativos; los mechones de pelo gris en las sienes le daban un aire de dignidad. Había una sola señal de su verdadero temperamento: sus cejas, que formaban una sola línea continua que le cruzaba el rostro. Eran tan gruesas y peludas sobre el puente de la nariz como sobre los ojos. A pesar de su apariencia, era un hombre de un temperamento sombrío y violento. Diez años en su propio puente, esgrimiendo los ilimitados poderes de un capitán de la Armada Real, no lo habían ablandado, pero le habían enseñado cómo usar y refrenar su temperamento. Desde esa mañana temprano cuando estrechó la larga y peluda zarpa de Flynn O’Flynn, Arthur Joyce había estado ejercitando todas sus posibilidades de contención, ahora había logrado ganarlas todas.
Flynn se encontró completamente mudo ante el incendio de ira del capitán Joyce. En un staccato, en un tono bajo, Arthur Joyce le dijo su opinión sobre el coraje de Flynn, su carácter, su formalidad, sus hábitos con la bebida y su sentido de la higiene personal.
Flynn estaba conmocionado y profundamente herido.
—Escuche… —balbuceó.
—Escuche usted —dijo Joyce—. Nada me dará más placer que verlo alejarse de este barco. Y cuando lo haga puede descansar con la tranquilidad de saber que un informe completo sobre su conducta será entregado a mis superiores con copias para el gobernador de Mozambique y la oficina de guerra portuguesa.
—¡Espere! —gritó Flynn. No sólo iba a abandonar el barco sin la ginebra, sino que también podía imaginar que el informe de Joyce iba a asegurar que nunca podría conseguir una medalla. Incluso podría privarlo de su misión. En ese momento de terrible conmoción la solución apareció en su mente.
—Existe un hombre… solamente un hombre, que conoce el delta tan bien o mejor que yo. Es joven, lleno de coraje y tiene la vista de un lince.
Joyce lo miró fijamente, respirando con fuerza, luchando por contener su violencia.
—¿Quién? —preguntó.
—Mi propio hijo —contestó Flynn; eso le pareció mejor que hijo político.
—¿Querrá hacerlo?
—Lo hará. Yo me encargaré de ello —le aseguró Flynn.