Por el valle quedaban desparramadas las cargas que habían dejado caer los nativos en su ansiedad por marcharse hacia lugares lejanos y climas más benignos. Muchos de los paquetes se habían abierto y todo había sido pisoteado en la huida precipitada, mientras que algunas ropas colgaban abandonadas de las ramas más bajas de los espinos.
Los hombres de Flynn se dedicaban al saqueo, un pasatiempo para el que demostraban una notable aptitud y habilidad. Tan ocupados como chacales alrededor de un león muerto, rebuscaban entre los despojos y peleaban por ellos.
El oficial alemán permanecía sentado, quieto contra la rueda de metal. Frente a él estaba Rosa, con la pistola Luger entre sus manos. Se contemplaban fijamente y sin expresión. Flynn exploraba el contenido de los bolsillos del alemán y Sebastian, a su lado, estaba listo para brindarle ayuda.
—Es un oficial naval —dijo Sebastian mirando al alemán con interés—. Tiene un ancla en la insignia de la gorra.
—Hazme un favor, Bassie —le suplicó Flynn.
—Por supuesto —Sebastian siempre estaba ansioso por complacerle.
—¡Cierra la boca! —dijo Flynn sin levantar la vista del contenido de la billetera del oficial, que había apilado en el suelo frente a él. En sus frecuentes peleas con Flynn, Sebastian había aprendido a formar una costra en su sensibilidad, de modo que no cambió de tono ni de expresión.
—Me pregunto qué diablos estará haciendo un oficial naval en medio del bosque empujando esa cosa tan graciosa —Sebastian examinó la rueda con interés, antes de dirigirse al alemán—. Bitte, was is das? —y señaló la rueda. El joven oficial no le contestó, ni siquiera le dirigió la mirada. Observaba a Rosa con una concentración casi hipnótica.
Sebastian repitió su pregunta, y cuando se dio cuenta de que seguía sin hacerle el menor caso, se encogió de hombros y se inclinó sobre la pila de papeles y tomó una hoja.
—Déjalo. —Flynn agitó la mano—. Estoy leyendo.
—¿Puedo mirar esto, entonces? —Tocó una fotografía.
—No la pierdas —le previno Flynn y Sebastian se la colocó en las rodillas y la examinó. Mostraba a tres hombres jóvenes con monos blancos y gorras navales con visera. Sonreían ampliamente a la cámara, con los brazos entrelazados. Al fondo se veía la estructura de un barco de guerra, con las torrecillas de los cañones claramente visibles. Uno de los hombres era el prisionero que ahora estaba sentado contra la rueda.
Sebastian dio vuelta a la foto y leyó la inscripción.
Bremerhaven. 6-8-1911.
Tanto Sebastian como Flynn estaban absortos en sus investigaciones y Rosa y el alemán habían quedado solos. Completamente solos, aislados por una relación íntima.
Gunther Raube estaba fascinado, con la vista clavada en el rostro de la muchacha; nunca había conocido esa sensación de mezcla de terror y júbilo que ella le producía. A pesar de que su rostro parecía inexpresivo y neutral, podía sentir en ella el odio y una promesa. Sabía que estaban unidos por algo que él no comprendía, que entre ellos iba a suceder algo muy importante. Eso lo excitaba, lo sentía hormiguear como algo vivo en su espalda, caminando como un fantasma por su columna vertebral, a lo largo de sus vértebras, y su respiración era entrecortada y penosa. Sin embargo, al mismo tiempo sentía miedo, un miedo que le llenaba como aceite caliente el estómago.
—¿Qué pasa? —susurró roncamente como un enamorado—. No lo entiendo. Dímelo.
Y se dio cuenta de que, aunque ella no entendiera su lengua, le cambió la expresión de los ojos. Se le oscurecieron como nubes sombrías en un mar verde y vio que era hermosa. Con angustia pensó en lo cerca que había estado de dispararle con la Luger que ahora la joven empuñaba.
«Hubiera podido matarla», pensó y quiso tocarla. Lentamente avanzó hacia ella y Rosa le disparó al centro del pecho. El impacto de la bala lo tiró hacia atrás contra el marco metálico de la rueda. Allí quedó tirado, mirándola.
Con deliberación, haciendo una pausa entre los disparos, vació el cargador de la pistola. La Luger se estremeció, se detuvo y saltó de nuevo en su mano. Cada disparo era escandalosamente ruidoso y las heridas aparecían como por arte de magia sobre el blanco de la camisa como lágrimas de sangre, mientras el alemán caía de costado, hasta que finalmente quedó inmóvil con los ojos fijos en la cara de Rosa.
La pistola hizo un sonido indicando que estaba vacía y Rosa la dejó caer de su mano.