Herman Fleischer decidió que eran las apestosas aguas del Rufiji y se movió penosamente en su litera cuando otro calambre hizo presa de su cuerpo.
La garra caliente de la disentería se cerraba sobre su estómago agregando a su ánimo un oscuro resentimiento. Su actual malestar se hallaba directamente relacionado con la llegada del Blücher a su territorio, con la humillación que había experimentado de la mano de su capitán, con el peligro que había corrido en su enfrentamiento con los bandidos ingleses al comienzo de su expedición y, desde entonces, con el constante y agotador trabajo y el temor siempre presente de otro ataque, y con los sermones del encargado de máquinas que Von Kleine había mandado con él. Odiaba todo lo que tenía que ver con aquel maldito barco de guerra y detestaba a todos los hombres que estaban a bordo.
El movimiento de trote de la litera ocasionado por los que la llevaban le revolvía el estómago haciéndole quejarse y murmurar. Debía detenerse otra vez y miró hacia adelante buscando un lugar donde tuviera intimidad.
Delante de él, la caravana de cargadores se movía con dificultad a lo largo del poco profundo centro del valle, entre dos salientes de pizarra y rocas quebradas.
La columna se extendía diseminada a lo largo de casi un kilómetro, compuesta por unos mil hombres.
En la vanguardia, un centenar de ellos, despojados de sus ropas y brillantes de sudor, empuñaban sus largas pangas de monte. Las hojas relucían mientras las levantaban y las dejaban caer, y el sonido seco del golpe se enmudecía en el aire caliente de la tarde. Bajo la supervisión de Gunther Raube, el oficial encargado de las máquinas del Blücher, cortaban el estrecho camino, ensanchándolo para favorecer el paso de los voluminosos objetos que lo seguían.
Los hombres, que se agitaban como un enjambre, parecían enanos moviendo esos cuatro objetos, acunándolos y balanceándolos a través de los tramos de terreno desigual. De vez en cuando se detenían contra un tronco de árbol o la cresta de una roca, hasta que los esfuerzos animales de doscientos negros pudieran volverlos a poner en movimiento.
Tres semanas antes habían varado el carguero Rheinlander en la bahía de Dar es Salaam y desmontado ocho planchas de su blindaje. Luego, de los marcos de metal del casco, Raube hizo construir ocho enormes ruedas, de cuatro metros de diámetro, y en cada una de ellas soldaron una hoja de blindaje de tres centímetros y medio de espesor y tres metros cuadrados. Usando los bolardos del carguero como ejes, habían unido esos ocho discos en cuatro pares. Así, cada uno de esos artefactos parecía como una rueda y los ejes de un gigantesco carro romano.
Herman Fleischer había efectuado un rápido viaje de reclutamiento, y consiguió novecientos robustos voluntarios de la ciudad de Dar es Salaam y de las aldeas vecinas. Esos novecientos hombres estaban ahora ocupados en hacer rodar los cuatro pares de ruedas en dirección al sur, hasta el delta del Rufiji. Mientras trabajaban, los askaris de Herman permanecían allí con sus máusers cargados con el fin de desalentar a cualquiera de los voluntarios de sucumbir a un ataque de nostalgia del hogar, una enfermedad que rápidamente podía alcanzar proporciones de epidemia, agravada por las espaldas en carne viva a causa del continuo contacto con el metal recalentado por el sol y de las palmas de las manos, destrozadas por las sogas de cáñamo. Hacía unas dos semanas que trabajaban en eso y todavía faltaban cuarenta y ocho torturantes kilómetros hasta alcanzar el río.
Herman Fleischer se quejó otra vez en su litera mientras la disentería le carcomía los intestinos.
—¡Maldita sea! —se lamentó y luego gritó a los cargadores—. Rápido, llévenme a esos árboles. —Señaló un grupo de ébanos salvajes que cubrían uno de los lados del valle.
Con presteza, los cargadores de la litera salieron del sendero y trotaron hacia arriba. Al amparo de un ébano se detuvieron mientras el comisionado se bajaba de la litera y se apresuraba a internarse entre los arbustos para estar a solas. Todos los hombres se abandonaron a un estado de alivio y comenzaron una sesión de calistenia africana.
Cuando el comisionado volvió de su retiro, estaba hambriento. A la sombra se estaba fresco y propiciaba un agradable descanso, un lugar ideal para tomar el refrigerio de media tarde. Raube podría ocuparse de sí mismo durante más o menos una hora. Herman hizo un gesto a sus sirvientes personales para que colocaran la mesa del campamento y abrieran la canasta de la comida. Su boca estaba llena de salchicha cuando el primer disparo de rifle resonó en el aire seco y polvoriento.