Cuando el gobernador de Mozambique ofreció a Flynn una capitanía en el Ejército de Portugal, hubo una escena terrible. Flynn sentía que merecía por lo menos el rango de coronel. Incluso llegó a sugerir que terminaran sus relaciones comerciales. El gobernador lo contentó con la oferta de hacerlo mayor y con una indicación a su ayudante de campo para que llenara el vaso de Flynn. Flynn aceptó las dos ofertas, pero una de ellas bajo protesta. Eso había sucedido siete meses atrás, unas pocas semanas después de la matanza de Lalapanzi.
Desde entonces, el ejército de Flynn había estado operando casi continuamente en el territorio alemán.
Hubo un ataque por sorpresa al ferrocarril de Songea, en una vía muerta donde Flynn quemó cinco mil toneladas de azúcar y casi mil de mijo que estaban en los almacenes esperando un barco para Dar es Salaam. Eran provisiones que necesitaban con urgencia el gobernador Schee y el coronel Lettow von Vorbeck, que habían reunido un ejército en el área de la costa.
Tuvieron otro brillante éxito cuando realizaron una emboscada y destruyeron una banda de treinta askaris en el cruce del río. Flynn puso en libertad a los nativos que los askaris escoltaban y, usando como argumento tangible los cadáveres de los askaris que cubrían las orillas del vado, les aconsejó que mandaran al diablo sus ambiciones de gloria militar y regresaran a sus aldeas.
Además de cortar todas las líneas de telégrafo y volar las vías del ferrocarril que encontraban en su camino, llevaron a cabo otros tres ataques por sorpresa con resultados variados. En dos ocasiones capturaron columnas de cargadores que llevaban alimentos al grueso de las fuerzas alemanas. En ambas ocasiones tuvieron que correr cuando llegaron los refuerzos alemanes para ahuyentarlos. La tercera acción constituyó un rotundo y vergonzoso fracaso. Lo vergonzoso del caso estribaba en que la operación consistía en apoderarse de la persona del comisionado Fleischer.
Traídas por los veloces pies de los corredores que formaban parte del sistema de inteligencia de Flynn, llegaron las noticias de que Herman Fleischer y una partida de askaris habían dejado el cuartel de Mahenge y marchaban a la confluencia de los ríos Ruhaba y Rufiji. Allí habían subido a bordo de una lancha a vapor y habían desaparecido en la veloz corriente del delta del Rufiji con un rumbo misterioso.
—Lo que sube debe bajar —señaló Flynn a Sebastian—. Y lo que va aguas abajo por el Rufiji debe volver otra vez. Debemos ir al Ruhaba y esperar el regreso de Herr Fleischer.
Por una vez no hubo discusión ni por parte de Sebastian ni por parte de Rosa. Entre los tres hubo tal entendimiento, que no cabía discutir; el ejército de Flynn actuaba principalmente como vehículo de castigo. Habían hecho un juramento en la tumba de la niña y peleaban no tanto por su sentido del deber o por patriotismo, sino por un ardiente deseo de venganza. Querían la vida de Herman Fleischer como parte del pago por la de María Oldsmith.
Se armaron para ir al río Ruhaba. En esos días Rosa marchaba muy a menudo a la cabeza de la columna. Lo único que revelaba que era una mujer era su larga cabellera oscura colgándole por la espalda, ya que iba vestida con una chaqueta y unos largos pantalones de algodón color caqui que escondían sus curvas femeninas. Caminaba a largas zancadas y al hombro llevaba el pesado máuser pendiendo de una correa.
El cambio en ella había sido tan pasmoso que dejó a Sebastian aturdido. La nueva línea dura de su boca, los ojos con el brillo ardiente de los fanáticos, la voz que había perdido la ondulación de la risa. Hablaba pocas veces, pero cuando lo hacía, tanto Sebastian como Flynn se veían forzados a escucharla con respeto. Algunas veces, al oír ese tono neutro y sin vida, Sebastian sentía un estremecimiento de horror bajo su piel.
Alcanzaron el lugar del desembarcadero y el muelle del río Ruhaba y esperaron el regreso de la lancha. Tres días después, ésta proclamaba su llegada con el sordo murmullo de sus motores. Cuando se aproximó por la curva del río, empujando con fuerza contra la corriente, en dirección hacia el muelle de madera, ellos estaban esperándolo.
—¡Allí está Fleischer! —La voz de Sebastian sonaba trémula por la emoción al reconocer la regordeta figura gris—. ¡Maldito cerdo! —y abrió el cargador de su rifle y lo cerró para disparar.
—¡Espera! —la mano de Rosa se cerró sobre su muñeca antes de que pudiera apoyar la culata en su hombro.
—¡Puedo dispararle desde aquí! —protestó Sebastian.
—No. Quiero que nos vea. Quiero decírselo primero. Quiero que sepa por qué debe morir.
La lancha se balanceó a causa de la corriente, perdiendo su rumbo, antes de volver suavemente para tocar el muelle. Dos de los askaris saltaron, sosteniendo las sogas para cuando el comisionado desembarcara.
Fleischer se quedó en el muelle durante un minuto, mirando hacia atrás, río abajo. Ese gesto debería haber prevenido a Flynn, pero no se dio cuenta de su significado. Luego el comisionado se encogió de hombros y se dirigió lentamente hacia el cobertizo de botes.
—Diga a sus hombres que tiren sus armas al río —dijo Flynn en su mejor alemán mientras se incorporaba desde el terreno cubierto de juncos al lado del muelle.
Herman Fleischer se quedó helado a mitad de camino; pero su barriga temblaba cuando volvió lentamente la cabeza en dirección a Flynn. Sus ojos azules parecían salírsele de las órbitas y ocupar toda la cara, e hizo un ruido gutural.
—Dígaselo rápido o le dispararé en el estómago —dijo Flynn, y Fleischer recuperó la voz. Repitió la orden de Flynn a los askaris; se produjeron una serie de chapuzones alrededor de la lancha cuando los hombres obedecieron arrojando las armas.
Un movimiento a un lado de su campo visual hizo que Fleischer girara la cabeza y se encontrara frente a frente con Rosa Oldsmith. Más atrás, en semicírculo, estaban Sebastian y una docena de africanos armados, pero algo instintivo previno a Fleischer de que era la mujer el principal peligro. Había algo de falta de compasión en ella, un indefinido aire de que sus propósitos eran mortales. Y a ella dirigió su pregunta.
—¿Qué es lo que quiere? —tenía la voz ronca por el miedo.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Rosa a su padre.
—Pregunta qué es lo que quieres.
—Dile si me recuerda.
Cuando oyó la pregunta, Fleischer la recordó en camisón, arrodillada a la luz del fuego y, con el recuerdo, le llegó el verdadero miedo.
—Fue una equivocación —susurró—. Yo no lo ordené.
—Dile… —dijo Rosa—… dile que voy a matarlo. —Y sus manos se movieron deliberadamente hacia el máuser, corriendo el seguro sin apartar los ojos del rostro de Fleischer.
—Fue una equivocación —repitió Herman y retrocedió, levantando las manos para resguardarlas de la bala que sabía que iban a dispararle.
En ese momento, Sebastian gritó una sola palabra:
—¡Mirad!
Por la curva del río Ruhaba, sólo a doscientos metros de donde estaban, otra lancha apareció en el paisaje. Venía silenciosamente, muy rápida, y en la punta de su mástil ondeaba la insignia de la Marina alemana. Había un grupo de hombres con ligeros uniformes blancos alrededor de una ametralladora Maxim colocada en la proa.
El grupo de Flynn se quedó mirándolos con total incredulidad y, en los largos segundos que permanecieron paralizados, la lancha se acercó rápidamente al muelle.
Herman Fleischer rompió el hechizo, abrió la boca y, desde el fondo de su pecho, lanzó un alarido que sonó claramente a través del agua.
—¡Kyller, son los ingleses!
Luego se movió; con tres ligeros pasos como de baile se hizo a un lado y, con increíble velocidad para su cuerpo rollizo, se zambulló en el remolino de agua verde bajo los tablones del muelle.
El ruido de su zambullida fue seguido de inmediato por la ráfaga de la ametralladora y el aire se llenó de silbidos y cientos de detonaciones. La lancha se abalanzó en línea recta en dirección a ellos con la ametralladora Maxim lanzando llamas desde la proa. Alrededor de Flynn, Rosa y Sebastian, la tierra parecía una rápida sucesión de surtidores de barro; el rebote de las balas aullaba demencialmente. Entonces, el grupo petrificado en la orilla estalló en vehemente movimiento. Flynn y su tropa negra se agacharon y se escabulleron alejándose de la orilla, pero Rosa corrió hacia adelante. Alcanzó el borde del muelle, ilesa en medio de la granizada de fuego, y allí preparó su máuser apuntando al cuerpo de Herman Fleischer que chapoteaba en el agua debajo de ella.
—¡Mató a mi niña! —Rosa lanzó un grito agudo y Fleischer levantó la vista para mirarla y supo que iba a morir. Una bala de la Maxim golpeó en el metal del rifle arrancándolo de las manos de Rosa; quedó desequilibrada, agitando los brazos en el aire mientras se tambaleaba en el borde del muelle. Sebastian la alcanzó cuando caía. La levantó y se la cargó al hombro, dándose vuelta y alejándose resueltamente con todas las reservas de su fuerza aguzadas por el terror.
Con diez de sus fusileros, Sebastian tomó la retaguardia. A lo largo de aquel día y el siguiente se produjeron varias escaramuzas, resistiendo brevemente en cada punto natural de defensa hasta que los alemanes ponían en funcionamiento la ametralladora. Luego retrocedían, retirándose despacio mientras Flynn y Rosa corrían directamente. En la segunda noche, Sebastian perdió definitivamente el contacto con los perseguidores y voló en dirección hacia el norte, al lugar de la cita, en el arroyo que discurría por debajo de las ruinas de Lalapanzi.
Cuarenta y ocho horas más tarde llegó allí. A la luz de la luna, entró tambaleándose en el campamento, y Rosa apartó violentamente sus mantas y fue corriendo a recibirle con gritos de alegría. Se arrodilló ante Sebastian y gentilmente le sacó las botas. Mientras el joven bebía una taza de café con ginebra caliente que Flynn le preparó, Rosa le curó las ampollas de los pies. Luego se secó las manos, se puso de pie y levantó sus mantas.
—Ven —le dijo, y caminaron juntos por la orilla del arroyo. Debajo de una cortina de enredaderas, en un nido de hierba seca y mantas, mientras la noche de un cielo enjoyado brillaba en lo alto, se dieron uno al otro el consuelo de sus cuerpos por primera vez desde la muerte de la niña. Luego se durmieron abrazados hasta que el sol les despertó. Entonces se levantaron y se metieron desnudos en el arroyo. El agua estaba fría cuando se zambulleron, y Rosa se reía como una niña y corría por los bancos de arena del bajío con el agua formando espuma alrededor de sus piernas, con las gotas brillando como lentejuelas sobre su piel; su talle era como el cuello de un vaso veneciano, ensanchándose hacia abajo, en la parte inferior de su cuerpo, en dos círculos llenos.
Sebastian la atrapó y cayeron juntos de rodillas enfrentándose, riendo y balbuceando, y con cada carcajada los pechos de Rosa se balanceaban. Sebastian se inclinó hacia adelante con la risa secándole la garganta y los tomó entre sus manos.
La risa de la joven cesó instantáneamente, lo miró un instante y luego su rostro se endureció y apartó las manos de Sebastian.
—¡No! —le dijo, se puso de pie de un salto y se fue a buscar su ropa, que estaba en la orilla. Rápidamente se vistió y cuando colocó la pesada correa con las municiones alrededor de su cuerpo, el último recuerdo enternecedor del amor se había esfumado de su rostro.