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Con la mirada fija en el enorme barco de guerra, Herman Fleischer examinaba los daños causados por la batalla con la curiosidad y la falta de comprensión de un hombre de tierra. Vio las úlceras de los disparos producidos por el Orion, los negros manchones donde las llamas habían bailado, las irregulares erupciones donde las esquirlas lo habían acribillado, y luego dejó caer la vista hacia los costados. Algunas plataformas estaban suspendidas unos pocos centímetros fuera del agua y, por encima, se veía un grupo de marineros iluminados por el resplandor azul de los soldadores.

—¡Dios de los cielos, qué castigo! —habló con sádico alivio.

Kyller ignoró el comentario. Estaba dirigiendo al nativo que conducía el timón de la lancha hacia la escalerilla lateral del Blücher. Ni siquiera la presencia del sudoroso pasajero, Fleischer, podía arruinar el placer de ese momento, su regreso a «casa». Para Ernest Kyller, el Blücher era su casa en el más profundo sentido de la palabra; contenía todo lo valioso que había en su vida, incluyendo al hombre por el que sentía una devoción comparable a la de un hijo por su padre. Estaba paladeando por anticipado la sonrisa de Von Kleine y las palabras de elogio por otra tarea bien hecha.

—¡Ah, Kyller! —Von Kleine apareció en la parte posterior de la cubierta y se acercó para recibir a su teniente—. ¿Ya de vuelta? ¿Ha encontrado a Fleischer?

—Está afuera, señor.

—Bien, bien. Hágalo entrar.

Herman Fleischer vaciló en la escalera y parpadeó con suspicacia, mirando alrededor de la cabina. Su mente iba convirtiendo automáticamente los muebles en marcos alemanes; las alfombras eran de seda de Teherán, en azul, dorado y rojo; las sillas, de cuero oscuro; los muebles, de brillante caoba. Los apliques eran de cobre; las copas de la vitrina, de un cristal que brillaba como el diamante, estaban flanqueadas por un grupo de botellas con las etiquetas de las grandes casas de Champagne, Alsacia y el Rhin. Frente al escritorio había un cuadro al óleo con dos mujeres, dos hermosas mujeres rubias, claramente madre e hija. Las portillas estaban cubiertas de cortinas de terciopelo verde, con cordones y bordados en oro.

Herman decidió que el conde debía de ser un hombre rico. Sentía el debido respeto por la riqueza y lo demostró por la forma en que se inclinó hacia adelante, se enderezó, juntó los talones y hundió su gorda barriga en una reverencia.

—Capitán, he venido nada más que a recibir su mensaje.

—Estoy encantado, comisionado —Von Kleine devolvió el saludo—. ¿Querría tomar algún refresco?

—Un vaso de cerveza y… —Herman vaciló, estaba seguro de que a bordo del Blücher alguien debería tener un tesoro de alimentos variados—… algo para comer. No he comido nada desde mediodía.

En ese momento era mediada la tarde; Von Kleine no veía nada anormal en un período de dos horas de abstinencia, pero dio la orden a su ayudante mientras abría una botella de cerveza.

—Lo felicito por su victoria sobre los dos barcos de guerra ingleses. ¡Magnífico, realmente magnífico!

Recostado en una de las sillas de cuero, Fleischer estaba ocupado enjugándose la cara y el cuello y Kyller sonreía con cinismo mientras le escuchaba hablar con ese nuevo tono.

—Una victoria que se pagó muy cara —murmuró Von Kleine, llevando el vaso hasta donde estaba Fleischer—. Y ahora necesito su ayuda.

—¡Por supuesto! Sólo tiene que pedirla.

Von Kleine fue hasta su escritorio, se sentó y sacó una serie de papeles con anotaciones. De un cofre de cuero con el interior tapizado en gamuza sacó un par de anteojos con montura de oro y se los colocó.

—Comisionado… —comenzó, pero en ese momento perdió por completo la atención de Fleischer, porque tras llamar discretamente a la puerta, el ayudante del capitán entró con una larga y pesada bandeja que colocó en una mesa cerca de la silla de Fleischer.

—¡Santa Madre de Dios! —susurró Herman, con los ojos brillando y un nuevo sudor de excitación brotando de su labio superior—. ¡Salmón ahumado!

Ni Von Kleine ni Kyller habían tenido el privilegio de ver comer a Fleischer con anterioridad. Ahora lo hicieron en reverente silencio. Era un trabajo de especialista hecho con destreza y dedicación. Después de un rato, Von Kleine hizo otro esfuerzo para atraer la atención de Herman, tosiendo y agitando sus papeles, pero los resoplidos y suspiros de placer sensual del comisionado continuaron. Von Kleine miró a su teniente y levantó una de sus cejas doradas; Kyller sonrió a medias, un tanto incómodo. Era como observar a un hombre en pleno orgasmo; algo tan íntimo que Von Kleine se vio obligado a encender uno de sus cigarrillos y concentrar su atención en el retrato de su mujer y su hija que estaba frente a él. Un hondo suspiro señaló el fin del clímax de Herman, y Von Kleine lo miró otra vez. Estaba recostado en la silla con una vaga y soñadora sonrisa en su cara regordeta. El plato estaba vacío y, con la dulce pesadumbre de un hombre que recuerda el amor perdido, Herman se llevó a la boca el último pedacito de carne rosada.

—Éste es el mejor salmón que he probado en mi vida.

—Me alegro de que lo haya encontrado así. —La voz de Von Kleine se quebró un poco. Sentía náuseas ante aquella exhibición.

—Me pregunto si no será demasiada molestia pedirle otro vaso de cerveza, capitán.

—Comisionado, necesito por lo menos doscientos cuarenta metros cuadrados de metal para blindaje de una pulgada y media de espesor, que deberán traer aquí. Lo necesito dentro de seis semanas —dijo Von Kleine, y Herman Fleischer rió. Se reía de la misma manera que un hombre se ríe de los cuentos de hadas y brujas para niños; de repente notó la mirada de Von Kleine… y se interrumpió bruscamente.

—Descansando en el puerto de Dar es Salaam a causa del bloqueo británico está el Rheinlander. —Von Kleine continuó hablando en forma suave y concisa—. Usted deberá proceder lo más rápido que le sea posible. Voy a mandar a uno de mis maquinistas con usted. Deberá varar el Rheinlander y desmantelar su casco. Después hará los arreglos para que me traigan aquí el blindaje.

—Dar es Salaam está a cien kilómetros —Herman estaba horrorizado.

—De acuerdo con los mapas del Almirantazgo está a setenta y cinco kilómetros —lo corrigió Von Kleine.

—¡El blindaje debe de pesar muchas toneladas! —gritó.

—En el África oriental alemana hay muchos cientos de miles de indígenas. No dudo de que usted podrá persuadirlos de que sirvan de cargadores.

—El camino es imposible… y, lo que es peor, hay una banda de guerrilleros enemiga operando hacia el norte de aquí. Son guerrilleros dirigidos por esos mismos bandidos que usted dejó escapar del dhow, fuera de la desembocadura de este río. —En estado de agitación, Fleischer se había levantado de la silla y alzaba un regordete dedo acusador señalando a Von Kleine—. Usted les permitió escapar. Ahora están saqueando toda la provincia. Si yo trato de traer una carga pesada, moviéndonos despacio con una caravana de cargadores desde Dar es Salaam, nos encontrarán antes de que hayamos recorrido cinco kilómetros. Es una locura… ¡No lo haré!

—Entonces tendrá que elegir. —Von Kleine sonrió sólo con la boca—. Los ingleses merodeadores o una fiesta a tiros en la cubierta de este barco.

—¿Qué quiere decir? —bramó Fleischer.

—Quiero decir que mi petición ya no es una petición, ahora es una orden. Si usted se niega, voy a formar inmediatamente una corte marcial.

Von Kleine sacó su reloj de oro y controló la hora.

—Estaremos listos para disponer todas las formalidades y ejecutarlo antes de que oscurezca. ¿Qué piensa de eso, Kyller?

—Andaremos un poco justos de tiempo. Pero creo que podremos arreglarlo.