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Herman Fleischer se secó la cara y el cuello con una toalla de mano y luego miró lo empapada que estaba.

Dios, cómo odiaba la cuenca del Rufiji. No bien llegaba a su húmedo y maloliente calor, miles de pequeños poros se abrían en su piel y brotaban de ellos las exudaciones de su cuerpo.

La perspectiva de una larga estancia acrecentaba en él un negro resentimiento hacia todas las cosas, pero en especial hacia ese joven esnob que estaba a su lado en la cubierta de proa. Herman le lanzó una mirada de soslayo. Se lo veía fresco, como si estuviese vagabundeando por Unter den Linden en el mes de junio. Su uniforme tropical estaba seco y sin arrugas; no así la gruesa gabardina de Herman, arrugada y húmeda debajo de los brazos y en la entrepierna. Suerte perra, iba a comenzar el sarpullido otra vez, podía sentir la picazón y se rascó de mal humor, luego controló su mano al ver la sonrisa del teniente.

—¿A qué distancia estamos del Blücher? —y entonces, como si se le hubiera ocurrido más tarde, pronunció el nombre del teniente sin su rango—. ¿A qué distancia, Kyller? —Era bueno que le recordara a ese joven que él tenía un cargo equivalente al de coronel, que era muy superior al suyo.

—Aproximadamente en el siguiente recodo, comisionado. —La voz de Kyller tenía una inflexión displicente que hacía pensar a Fleischer en champán y en la ópera, en la práctica del esquí y en cacerías de jabalí.

—Espero que el capitán Von Kleine haya hecho los preparativos adecuados para defender el barco contra el ataque del enemigo.

—El barco está a salvo. —Por primera vez hubo un medio tono frágil en la respuesta de Kyller y Fleischer se aferró a eso. Sintió que tenía una ventaja. Durante los dos últimos días, desde que se habían encontrado en la confluencia del río Ruhaha, Herman había estado aguijoneándolo para encontrarle un punto débil.

—Dígame, Kyller —llevó la voz a un tono íntimo y confidencial—, esto por supuesto es en estricta confidencia, pero ¿realmente cree que el capitán Von Kleine es capaz de manejar esta situación? Quiero decir, ¿piensa que otro podría haber obtenido mejor resultado? —¡Ah! ¡Sí! ¡Era eso! Mira cómo se ruboriza, mira cómo la ira le tiñe esas frías mejillas. Por primera vez la ventaja estaba del lado de Herman Fleischer.

—Comisionado Fleischer —Kyller habló con suavidad, pero Herman se alegró al percibir su tono—. El capitán Von Kleine es el más diestro, eficiente y valeroso oficial bajo el cual he tenido el honor de servir. Por otra parte, es un caballero.

—¿Entonces? —refunfuñó Herman—. Entonces, ¿por qué semejante elemento se esconde en la cuenca del Rufiji con el trasero lleno de plomo? —Giró la cabeza y soltó una carcajada en tono de triunfo.

—En otro momento, señor, y en diferentes circunstancias, le pediría que retirara esas palabras.

Kyller se volvió y se dirigió a la baranda delantera. Se quedó allí mirando mientras la chalupa traqueteaba por otra curva del río, dejando al descubierto la misma visión lúgubre de agua oscura y bosques de mangles. Kyller habló sin volver la cabeza.

—Allí está el Blücher —dijo.

No se veía más que el agua que se deslizaba y, en la orilla, las frondosas copas de los mangles por debajo de unos montecillos. La risa se marchitó en el rostro gordinflón de Herman mientras buscaba; luego frunció el ceño cuando se dio cuenta de que el teniente se estaba burlando de él. Con seguridad no había ningún crucero de guerra anclado en el canal.

—Teniente… —comenzó a decir enojado y luego se controló. Las tierras altas estaban divididas por un canal angosto, de no más de cien metros de ancho, cercado por el bosque de mangles, pero el canal se encontraba bloqueado por una informe maraña de vegetación. Se quedó mirando, sin comprender, hasta que súbitamente, por debajo de la malla formada por ramas de mangle, vio la confusa silueta de las torrecillas y la parte superior.

El camuflaje había sido realizado con fascinante habilidad. A una distancia de trescientos metros, el Blücher era invisible.