Otto von Kleine contemplaba la explosión del destructor inglés. Del buque surgían llamas anaranjadas en forma de torre, mientras que una compacta bola de humo giraba sobre sí misma, levantándose sobre el océano oscuro como una flor de los jardines del infierno. La superficie del mar estaba salpicada de restos del naufragio y de los disparos, ya que los cañones del Blücher todavía llameaban.
—¡Alto el fuego! —dijo sin apartar los ojos del aterrador espectáculo de destrucción que había creado.
Estalló otra salva de cohetes luminosos y Von Kleine levantó la mano hacia sus ojos, presionando el pulgar y el índice sobre los párpados cerrados, protegiéndose del resplandor de la luz. Todo había terminado y estaba cansado.
Se sentía vacío de toda energía física y mental, vencido por el agotamiento fruto de la tensión nerviosa ininterrumpida de los dos últimos días con sus noches. Además estaba triste, apenado por los hombres valientes a los que había matado y por la terrible destrucción que había causado.
Todavía con los ojos tapados, abrió la boca para dar la orden que mandaría al Blücher rápidamente hacia el sur, pero antes de que las palabras alcanzaran sus labios, un grito salvaje del vigía lo interrumpió:
—¡Torpedos! ¡Cerca de la luz de estribor!
Durante un largo momento, Von Kleine vaciló; había permitido que su cerebro se relajara dejando que lo invadiera la somnolencia. La batalla había terminado y se permitió abandonar el estado de extrema alerta de estas últimas horas desesperadas. Para volver a tener la energía que la situación requería, era imprescindible hacer un esfuerzo físico consciente, y en esos segundos los torpedos disparados por el Bloodhound avanzaban como cuchillos para cumplir su venganza.
Por fin, Von Kleine pudo vencer la inercia que dominaba su mente. Saltó hacia la barandilla del puente de estribor y pudo observar, a la luz de las bengalas, la pálida y fosforescente estela de los cuatro torpedos. Contra las aguas oscuras, parecían estelas de meteoros en un cielo nocturno.
—¡Timón a babor! ¡A toda máquina! —gritó, con la voz quebrada por la consternación.
Sintió que su barco giraba con violencia, mientras las grandes hélices se aferraban al mar para sostener el barco y evitar la estela de los torpedos.
Descorazonado, se reprochó a sí mismo. «Tendría que haber previsto esto. Tendría que haber sabido que el destructor iba disparado.»
Indefenso, permaneció contemplando las cuatro líneas blancas que rápidamente se dibujaban sobre la superficie del agua en dirección al barco.
En el último momento, surgió en Von Kleine una violenta corriente de esperanza. Tres de los torpedos ingleses se perderían. Eso era seguro. Pasarían por un costado de la proa. Y quizás el cuarto torpedo también se perdiese.
Sus dedos se aferraban a la barandilla del puente, hasta que sintió que apretaba el metal. Su respiración se agolpaba en la garganta y lo sofocaba.
Pesadamente, el Blücher giró su proa. Si hubiera dado la orden de girar solamente cinco segundos antes…
El torpedo chocó contra el Blücher a un metro cincuenta por debajo de la superficie, en la punta de la curvada quilla.
La explosión levantó una montaña de agua blanca de unos cuarenta y cinco metros de altura. Golpeó al Blücher con tal violencia en sus costados, que Otto von Kleine y sus oficiales fueron arrojados pesadamente contra la cubierta.
Von Kleine se puso de rodillas y miró hacia adelante. Un fino velo de espuma, como un polvo de estrellas a la luz de las bombas luminosas, colgaba alrededor del Blücher. Mientras lo contemplaba, se fue sentando suavemente. Durante toda la noche lucharon sin descanso por mantener el Blücher a flote.
Sellaron las bodegas con las puertas blindadas de diez centímetros de grosor y, detrás de esas puertas, quedaron encerrados treinta marineros alemanes, cuyos puestos de combate estaban allí. A intervalos, durante la frenética actividad de esa noche, Von Kleine tuvo la visión de esos hombres, flotando boca abajo en los compartimientos inundados.
Mientras las bombas hidráulicas resonaban a través del barco, para librarlo de los cientos de toneladas de agua de mar que lo lavaban, Von Kleine abandonó el puente y, junto con su jefe de máquinas y el oficial de control de daños, hizo la lista de las averías que había sufrido el Blücher.
Al amanecer, se reunieron en la sala de planos debajo del puente y consideraron la situación.
—¿Cuál es la velocidad máxima que podríamos desarrollar, Lohchtkamper? —preguntó Von Kleine al jefe de máquinas.
—No más de cinco nudos. —Una magulladura de un rojo purpúreo cubría la mitad de la cara del hombre, producida por el golpe contra una válvula cuando el torpedo les embistió—. Cualquier velocidad superior a cinco nudos podría afectar la resistencia de las compuertas. Recibirían toda la furia del mar.
Von Kleine hizo girar su taburete y miró al oficial de control de averías.
—¿Qué reparaciones puede hacer en el mar?
—Ninguna, señor. Hemos fortalecido y apuntalado las compuertas. Hemos soldado y tapado los agujeros producidos por los cañones del crucero inglés. Pero no puedo hacer nada con las averías bajo el agua sin estar en dique seco o en aguas calmas donde puedan trabajar buzos. Debemos entrar en puerto.
Von Kleine se echó hacia atrás en su banquillo y cerró los ojos para pensar.
El único puerto amigo dentro de las seis mil millas era Dar es Salaam, la capital del dominio alemán en África del Este, pero sabía que los ingleses debían de haberlo bloqueado. Lo descartó de la lista de sus posibles refugios.
¿Una isla? ¿Zanzíbar? ¿Las Seychelles? ¿Mauricio? Todos eran territorios hostiles sin ningún lugar seguro para anclar a resguardo de los bombardeos del escuadrón británico.
¿La boca de un río? ¿El Zanbeze? No, ése era territorio portugués, navegable sólo durante unas cuantas millas.
De repente abrió los ojos. Había un fondeadero ideal situado en territorio alemán, navegable, incluso para un barco con el tonelaje del Blücher, durante veinte millas. Estaba protegido de cualquier aproximación desde tierra por una formidable extensión de campo y podría pedir ayuda al comisionado alemán para que le mandara trabajadores y protección.
—Kyller —dijo—. Hágame una ruta de la desembocadura del Kikunya, en el delta del Rufiji.
Cinco días más tarde, el Blücher se arrastraba penosamente, como un ciempiés tullido, en el canal más septentrional del delta del Rufiji. El barco estaba ennegrecido por el humo de la batalla, sus aparejos colgaban destruidos y en miles de puntos las esquirlas de los proyectiles lo habían agujereado. Sus costados estaban hinchados y deformados, y el mar pasaba a través de los compartimientos frontales y luego se agitaba en las horribles grietas de su blindaje.
Cuando pasó entre los bosques de mangles del canal, parecía que éstos lo abrazaran dándole la bienvenida.
Por uno de los lados, bajaron dos botes de guardia, que se lanzaron hacia adelante como laboriosos escarabajos de agua para sondear el canal y buscar un lugar seguro para anclar. Gradualmente, el Blücher iba culebreando y balanceándose cada vez más profundamente en la soledad del delta. En un lugar donde las inundaciones de las aguas del Rufiji habían producido una profunda bahía entre dos islas, formando un muelle en ambos lados, el Blücher encontró su descanso.