A toda máquina, el Bloodhound producía en su proa unas ondas de tres metros de altura, y en su popa, una estela que se agitaba un cuarto de milla por detrás de su paso, una larga y tenue fosforescencia en la oscuridad.
A bordo del Blücher, un centenar de ojos se esforzaban por ver en la oscuridad esa fosforescencia. Detrás de las luces de combate, los hombres esperaban; en las torrecillas de los cañones, los artilleros esperaban; en el puente, en lo alto del mástil, en lo más hondo de las entrañas del barco, la tripulación del Blücher esperaba.
Von Kleine había reducido la velocidad, disminuyendo su propia estela, y había girado alejándose de la costa. Quería atrapar al inglés por el lado de estribor, fuera del alcance de los torpedos.
Se quedó mirando en dirección al mar oscuro, con el cuello de piel de su abrigo levantado hasta las orejas. La noche era fría; el mar, una negra inmensidad tan vasta como el cielo, delineada por el resplandor como de marfil de las estrellas.
Una docena de hombres la vio al mismo tiempo, pálida, etérea, como si flotara en el mar oscuro, semejante a una pluma de vapor iridiscente: la estela del inglés.
—¡Preparen los proyectiles! —Von Kleine dio la orden con violencia a los artilleros que esperaban. Estaba alarmado por la proximidad del destructor inglés. Había confiado en divisarlo a mayor distancia.
Muy alta sobre el océano, la bomba luminosa produjo una explosión de color blanco azulado, con un brillo tan intenso que podía quemar los ojos que la miraran directamente. Por debajo, la superficie del mar era de limpio ébano, esculpido y ahuecado con la silueta de las olas. Los dos barcos aparecían encrespados y rígidos bajo esa luz, lanzando vapor en sus rumbos convergentes, tan cercanos uno al otro que sus luces se unían, buscándose a tientas como las manos de amantes indecisos.
Casi en el mismo instante, ambos barcos abrieron fuego, pero los disparos de los pequeños cañones del Bloodhound se perdieron bajo la descarga del crucero.
El Blücher estaba disparando con los cañones abatidos. Sin embargo, la primera andanada fue lanzada un poco alta y la pesada descarga bramó sobre el puente abierto del Bloodhound.
La furiosa corriente de aire provocada por la explosión atrapó a Charles Little y lo arrojó contra la brújula. Sintió que las costillas, debajo de su axila, crujían.
La orden que gritó al timonel sonó ronca de dolor.
—¡Girar cuatro puntos a babor! ¡Dirección hacia el enemigo! —y el Bloodhound giró como un bailarín de ballet y cargó directamente contra el Blücher.
La siguiente andanada fue también alta, pero ahora el armamento secundario del crucero se había unido a la lucha y una descarga de cuatro libras estalló en la torre guía por encima del puente del Bloodhound. Arrasó la zona expuesta con una sonora granizada de metralla.
Mató instantáneamente al oficial de derrota, cortándole la cabeza. El hombre cayó sobre la cubierta.
Un pedazo de metralla penetró en el codo derecho de Herbert Cryer e hizo estallar el hueso en astillas. Jadeó por el golpe y cayó con los brazos y las piernas abiertas contra el timón.
—¡Mantenlo! ¡Mantenlo a nivel! —La orden del comandante Little fue confusa.
Herbert Cryer se levantó y con la mano izquierda hizo girar el timón para combatir el salvaje movimiento del Bloodhound, pero, con su mano derecha colgando inutilizada, su maniobra resultó desmañada y torpe.
—Mantenlo fijo, hombre. ¡Mantén el barco firme! —Otra vez la voz farfullante, y Cryer notó que Charles Little ya estaba a su lado, con las manos en el timón, ayudando a contener al Bloodhound.
—A la orden, señor. —Cryer lanzó una mirada a su comandante y jadeó otra vez. Esta vez horrorizado. Un agudo corte le había arrancado la oreja a Charles Little, cortando también su mejilla y dejando expuesto el hueso de su mandíbula y los blancos dientes que había debajo. Un jirón de carne colgaba sobre su pecho y la sangre oscura de una docena de vasos sanguíneos goteaba y se escurría con fuerza.
Los dos hombres heridos se inclinaban sobre el timón, con el muerto a sus pies, y dirigían el Bloodhound hacia la bodega del crucero alemán.
En ese momento, bajo el resplandor de las bengalas, el mar alrededor de ellos estaba agitado y revuelto. Altas columnas de agua blanca se elevaban majestuosamente a cortos intervalos sobre ellos; luego caían para dejar la superficie inquieta y movediza por la espuma.
Y el Bloodhound seguía impulsado hasta que repentinamente pareció chocar contra una muralla de granito. Por debajo de sus pies se sacudió con violencia. Un disparo había dado de lleno en la proa.
—Timón a toda marcha a babor. —La voz de Charles Little tenía un sonido débil, como humedecido por la sangre que salía de su boca, y juntos giraron totalmente el timón hacia la izquierda.
Pero el Bloodhound estaba muriéndose. Los disparos habían averiado sus costados, destrozando su revestimiento, dejándolo abierto como los pétalos de una macabra orquídea. El mar negro de la noche penetraba a través del barco. Sus costados se estaban hundiendo, sumergiéndose cansadamente, levantando la popa y dejando inutilizado el timón de dirección. Aun en su agonía, el Bloodhound se balanceaba quejosa, dolorosamente, y seguía meciéndose.
Charles Little abandonó el timón y se arrastró hacia la barandilla de estribor. Tenía las piernas insensibles y pesadas, y la debilidad causada por la pérdida de sangre le hacía zumbar los oídos. Llegó a la barandilla, se aferró a ella y miró hacia abajo, en dirección a los torpedos que se hallaban en la cubierta inferior.
Parecían un montón de gruesos puros y, con cansada alegría, Charles vio que todavía había hombres que se ocupaban de ellos; estaban agachados tras la plancha de blindaje, esperando que el Bloodhound girara y se colocara a estribor para atacar al Blücher.
—¡Gira muchacho! ¡Vamos! ¡Eso es! ¡Gira! —gritó Charles a través de la sangre que le cubría la cara.
Otro disparo alcanzó al Bloodhound y el buque se desplomó en agonía mortal. Quizás ese movimiento combinado con una ola fuera suficiente para hacerlo girar unos pocos grados.
Allí delante, justo en el radio de sus cañones, iluminado por sus propias bengalas y el fuego de sus torrecillas, a unos pocos cientos de metros sobre el agua negra, se hallaba el crucero alemán. Charles oía el zumbido de los disparos. Veía las largas formas de los torpedos, que se asemejaban a tiburones, saltando de la cubierta y golpeando contra el agua; vio cuatro olas blancas que surgieron como en formación militar y, detrás de él, oyó por el tubo de comunicación la voz triunfante y distorsionada del oficial de artillería que gritaba:
—¡Los cuatro disparados y funcionan!
Charles no llegó a ver sus torpedos en acción, ya que uno de los cañones de nueve pulgadas del Blücher alcanzó la estructura del puente a un metro por debajo de él. Durante un breve instante, Charles estuvo parado en el centro de un horno, que era tan caliente como las llamas del sol.