—Kyller. Pregúntele al jefe cómo van las cosas. —Von Kleine estaba impaciente bajo la calma aparente de su rostro. La noche se acercaba y, en la oscuridad, incluso el frágil destructor inglés era un riesgo para él. El peligro estaba en todos lados, un peligro que se acercaba a cada minuto desde cualquier rincón del mar. Debía obtener fuerza en el motor del costado antes de que cayera la noche; el asunto era sobrevivir. Debía conseguir velocidad para dirigirse al sur a través de la jauría de cazadores ingleses, al sur donde el Esther lo esperaba para auxiliarlo, para reemplazar los proyectiles que había gastado, para llenar de carbón sus depósitos peligrosamente vacíos. Entonces, una vez más, el Blücher sería una fuerza a tener en cuenta. Pero primero tenía que recobrar la velocidad.
—Capitán —Kyller estaba otra vez a su lado—. El comandante Lochtkamper informa que han limpiado de aceite la parte principal de la línea de flotación. Han desmontado esa zona y no hay daños. Están poniendo nuevos revestimientos. El trabajo avanza, señor.
Las palabras produjeron en Von Kleine la imagen de unos hombres semidesnudos, sucios hasta los codos de grasa negra, sudando en el caluroso túnel donde estaban trabajando.
—¿Cuánto tiempo más van a tardar? —preguntó.
—Prometió que los motores estarían con toda su potencia dentro de dos horas, señor.
Von Kleine hizo un gesto de alivio y lanzó una mirada por encima de la popa al destructor que los venía siguiendo. Comenzó a sonreír.
—Espero, amigo mío, que seas valiente. Espero que cuando veas que aumento la velocidad, no seas capaz de controlar tu desilusión. Confío en que esta noche trates de usar tus torpedos para así poder aplastarte, porque eso de que me estés siguiendo continuamente es un problema para mí. —Hablaba tan despacio que sus labios casi no se movían; luego se volvió hacia Kyller—. Quiero que controlen todas las luces para la batalla y que me informen.
—A la orden, señor. —Von Kleine se dirigió hacia los tubos de comunicación.
—Oficial de artillería —dijo—. Quiero que los cañones estén cargados con bombas luminosas y preparados para la máxima elevación. —Continuó dando la lista de los preparativos y luego agregó—: Que toda la tripulación de artillería quede abajo. Déjenlos comer y descansar. Para la acción de esta noche en los puestos de avanzada deberán estar en plena forma.
—¡Comandante, señor!
La llamada urgente alarmó a Charles Little, que derramó su taza de chocolate. Era el primer rato de descanso que se había permitido en todo el día, y ahora lo interrumpían al cabo de diez minutos.
—¿Qué pasa? —abrió con fuerza la puerta de la sala de mapas, y corrió hacia el puente.
—El Blücher está aumentando su velocidad muy rápidamente.
—¡No! —La exclamación de protesta sonó como un quejido en la boca de Charles. Se arrojó precipitadamente sobre los tubos de comunicación.
—Oficial de artillería. Informe sobre su blanco. —Hubo un momento de espera y luego la contestación.
—Marcación, verde cero-cero. Distancia, uno-cinco-cero-cinco-cero. Velocidad, diecisiete nudos.
Era verdad. El Blücher iba otra vez a toda máquina, con todos sus cañones listos para funcionar. El Orion había perecido en vano.
Charles se frotó la boca con la palma de la mano y sintió que los pelos de su reciente barba le raspaban los dedos. Debajo de la piel tostada, su cara estaba enfermizamente pálida por la fatiga y el esfuerzo nervioso. Tenía unas ojeras de color azul oscuro y en sus córneas había pequeñas manchas de sangre; el mechón de pelo que escapaba de la gorra estaba pegado a su frente por las salpicaduras de agua salada. Escudriñaba en la concentrada oscuridad.
El deseo de combate que lo había invadido durante todo el día surgió despacio desde lo más profundo de su ser. Ya no lucharía más por reprimirlo.
—De nuevo dos puntos a estribor, piloto. Motores a toda máquina hacia adelante. —La máquina del telégrafo hizo un sonido metálico y el Bloodhound saltó como un pony de polo. Le llevaría unos treinta minutos alcanzar la velocidad máxima y para entonces ya habría anochecido.
—Señal de acción a la tripulación. —Charles quería atacar al anochecer, antes de que saliera la luna. En el barco sonaron las campanas de alarma y, sin apartar la vista del punto negro en un horizonte cada vez más oscuro, Charles escuchaba los informes que llegaban al puente, a la espera de uno en particular.
—¡Torpedos listos, señor!
Se volvió y se dirigió a los tubos de comunicación.
—¡Torpederos! —dijo—. Voy a darles la oportunidad de liquidar al Blücher con los cañones de babor y estribor. Voy a llevarlos lo más cerca que me sea posible.
Los hombres agrupados alrededor de Charles en el puente le oyeron decir «lo más cerca que me sea posible» y supieron que estaba pronunciando la sentencia de muerte para todos.
Henry Sargeant, el oficial de derrota, tenía miedo. A hurtadillas, buscó en el bolsillo de su abrigo la cruz de plata que Lynette le había dado. Estaba caliente por la temperatura de su propio cuerpo. La apretó con fuerza.
Recordó la cruz colgando de una cadena de plata entre los pechos de la joven, y la forma en que ella había colocado sus dos manos alrededor de la nuca cuando se la desabrochó. La cadena se había enganchado en su cabello mientras trataba de quitársela, arrodillada en la cama frente a él. Henry se había inclinado hacia adelante para ayudarla y la muchacha se había aferrado a él, presionando su cálido vientre contra el cuerpo de él.
—Dios te proteja, querido —le había susurrado—. Quiera Dios traerte de vuelta sano y salvo con nosotros.
Y ahora tenía miedo por ella y por la hija a la que nunca había visto.
—¡Mantenga el rumbo, maldita sea! —dijo impaciente a Herbert Cryer, el timonel.
—A la orden, señor —contestó Herbert Cryer con un dejo de ofendida inocencia en la voz.
Ningún hombre podía sujetar al Bloodhound cuando se arrojaba de marejada en marejada con tan desenfrenada violencia; debía desviarse de su línea y dar vuelta rápidamente antes de que el timonel pudiera corregir su rumbo. El reproche era injustificado, provocado por la tensión y el miedo.
—Déle tiempo para moverse, amigo —replicó Herbert calladamente—. Usted no es el único al que van a atrapar. Aguántese el trasero como un buen oficial y un caballero formal.
En ese cambio mudo de palabras con sus oficiales, Herbert Cryer nunca había sido superado. Era un maravilloso alivio para los resentimientos y las emociones.
—Suban a bordo, para un viaje solamente de ida en el expreso de Romeo, que vuela a la gloria. —La reputación del comandante Little con respecto a las damas le había valido entre la tripulación ese apodo, Romeo, irreverente pero cariñoso—. Vengan con nosotros. Vamos a desafiar al diablo mientras Charlie besa a su hija.
Herbert echó una mirada de soslayo a su comandante y rió. El miedo hizo que resultara una mueca y Charles lo vio y malinterpretó el gesto. Pensó que su timonel era presa de la misma furia que él. Los dos se sonrieron durante un instante en un total malentendido, antes de que Herbert volviera a enfocar su atención en la próxima embestida brusca del Bloodhound.
Charles también estaba atemorizado. Tenía miedo de encontrar alguna debilidad dentro de sí, pero ése era el temor que siempre había caminado a su lado en la vida, muy cerca, susurrándole: «¡Más fuerza, actúa con más dureza!» Ese temor era su eterna compañía, su único socio, en cada aventura en la que se embarcaba.
Había estado con él cuando Charles tenía trece años y en una cacería de patos le saltaban gruesas lágrimas de sufrimiento cada vez que la escopeta de calibre doce retrocedía golpeándole el brazo y el hombro magullados.
Una voz se había inclinado hacia él, que yacía en el barro apretándose el hueso roto. «Levántate», le susurró. «Levántate.» Lo había forzado a ponerse en pie y a montar el indómito potro otra vez y otra vez y otra vez.
Estaba tan condicionado a responder a esa voz, que cuando se agazapó a su lado, desfigurada en la cubierta del puente, con una presencia casi tangible, y susurró «¡Demuéstralo! ¡Demuéstralo!», de manera que sólo Charles pudo oírla, quedó un solo camino abierto para Charles Little, un peregrino arrojado contra un águila dorada, y lanzó su barco contra el Blücher.