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—¡Adelante! ¡Vamos! —Charles Little, impaciente, golpeó con las manos el tapizado de los brazos de su sillón mientras observaba al Orion.

Durante una noche y un día había estado vigilando el acercamiento del Orion al Blücher, pero la distancia se acortaba en forma tan infinitamente escasa que tuvo necesidad de recurrir a su rastreador para confirmar que habían ganado treinta minutos.

La proa del Orion era descomunalmente alta y las olas que levantaba su casco, en su carrera a través del agua, eran como las blancas alas de una gaviota bajo el sol tropical, ya que Manderson, su capitán, había vaciado los tanques delanteros de agua fresca y hecho estallar la mitad de todas las municiones y explosivos que se hallaban en la santabárbara de proa. Todo hombre cuya presencia en la mitad delantera del buque no era imprescindible para su manejo había recibido la orden de pasearse por la popa, por la cubierta al aire libre, para ayudar al barco con el peso de su cuerpo, todo ello con la intención de levantar la proa del Orion y forzarlo, aunque fuera en una pulgada, a aumentar su velocidad. El Orion enfrentaba la hora más peligrosa de su vida, ya que se estaba acercando a una distancia considerable del terrible armamento de nueve pulgadas del Blücher y, teniendo en cuenta la diferencia de velocidad de ambos buques, transcurriría aún una hora antes de que los cañones de seis pulgadas del Orion pudieran alcanzar al barco enemigo. Mientras tanto estarían bajo la amenaza del fuego de las torrecillas posteriores del Blücher sin posibilidad de defenderse.

Para Charles era desgarrador observar esta cacería, ya que ni una sola vez le había pedido ayuda al Blood-hound. Tenían una reserva de velocidad que les hubiera permitido llegar a la altura del Blücher en cincuenta minutos de navegación, si no los destrozaban antes.

De este modo, los tres buques huían hacia el siempre lejano horizonte, en dirección al norte. Las largas siluetas de los dos cruceros volaban como flechas, mientras columnas compactas del humo del vapor surgían de las chimeneas triples y ensuciaban la radiante superficie del mar dejando una doble estela negra que era dispersada lentamente por la brisa del este. Mientras tanto, como un escarabajo de agua, el diminuto Bloodhound se acercaba en círculos al Blücher y desde allí, cuando llegara el momento, podría indicarle al Orion la correcta posición del blanco. Pero el Bloodhound, siempre cuidadoso, se mantenía fuera del radio de los cañones del Blücher.

—Ahora el Blücher puede abrir fuego en cualquier momento, señor. —El oficial de derrota hizo ese comentario mientras apartaba el sextante, con el cual había estado midiendo el ángulo que unía a los dos cruceros.

Charles asintió con un gesto.

—Sí. Von Kleine seguramente probará suerte abriendo fuego aunque sea a esta distancia.

—No va a ser un placer observar eso.

—Sencillamente tendremos que cruzar los dedos y esperar que el viejo Orion pueda… —Charles se interrumpió y saltó de su asiento como lanzado por un resorte—. ¡Miren! ¡El Blücher tiene un nuevo plan!

La silueta del crucero alemán había cambiado súbitamente en los últimos minutos. El espacio entre las chimeneas aumentó y Charles pudo ver el amenazante perfil de las torrecillas de los cañones delanteros.

—¡Dios mío! ¡El Blücher está cambiando de rumbo! ¡Ese maldito cerdo está apuntando con todos sus cañones!

El teniente Kyller observó el rostro de su capitán. Cuando dormía, su semblante transmitía una sensación de serenidad. Al mirarlo, Kyller recordó una pintura que había visto en la catedral de Nuremberg, un retrato de San Lucas pintado por Holbein. La misma elegancia en los rasgos, la barba y el bigote de un rubio dorado que enmarcaban unos labios inquietos y sensibles. Apartó de su mente ese pensamiento y se inclinó hacia su capitán, tocándole suavemente el hombro.

—Capitán. Mi capitán —y Von Kleine abrió los ojos. Presentaban un color azul brumoso por el sueño, pero la voz era firme.

—¿Qué pasa, Kyller?

—El oficial de artillería informa que el enemigo estará al alcance de nuestro fuego en quince minutos.

Von Kleine giró su asiento y echó una mirada a su buque. Por la boca de las chimeneas surgía constantemente un rojizo y centelleante volcán de chispas. La pintura que cubría el metal se había ampollado y descascarillado, y a la luz del sol aún se veía de un rojo ardiente. El Blücher estaba realizando un esfuerzo que excedía con mucho las posibilidades previstas por sus constructores. Sólo Dios sabía el daño que podía causarle navegar constantemente a la máxima velocidad, y Von Kleine se estremeció al sentir bajo sus pies las protestas y temblores del buque.

El capitán miró hacia el horizonte. El crucero británico se veía claramente. La diferencia de velocidad ya debía de haberse reducido a una pequeña fracción de nudo, pero la superioridad del Blücher en cuanto a capacidad de ataque era enorme.

Por un instante Von Kleine se permitió meditar sobre la soberbia de una nación que constantemente y casi como por libre elección colocaba a sus barcos y a sus hombres en una situación de desafío superior a sus fuerzas. Siempre mandaban foxterriers para luchar contra perros lobo. Luego sonrió; había que ser inglés, o un loco, para entender a los ingleses.

Echó una rápida mirada a estribor. El destructor inglés había avanzado hacia su flanco. Desde allí no podía hacerle mucho daño.

—Bien, Kyller… —Se puso en pie mientras hablaba.

—¡Puente-sala de máquinas! —sonó la voz por el aparato de comunicación.

—Nuestra principal línea de flotación de babor está sobrecargándose. ¡Debo cerrar las máquinas de babor!

Estas palabras hicieron el mismo efecto que un cubo de agua helada en la espalda de Von Kleine. Saltó hacia el tubo de comunicación.

—Habla el capitán. ¡Necesito máxima potencia durante una hora más!

—No es posible, señor. Quince minutos más y la chimenea principal se destrozará. Sólo Dios sabe qué daño puede causar.

Durante cinco segundos Von Kleine permaneció inclinado silenciosamente sobre el tubo de comunicación.

Su mente trabajaba febrilmente. El Blücher perdería diez nudos de velocidad. El enemigo tendría tiempo de maniobrar libremente alrededor, quizá retenerlo hasta la caída de la noche y entonces… No, debía atacar inmediatamente, dirigirse hacia ellos y emprender la batalla con todas sus armas.

—Déme la máxima potencia hasta cuando sea posible —dijo rápidamente. Y luego, tomando el tubo que comunicaba con el oficial de artillería, anunció—: Aquí el capitán, estoy girando el sextante cuatro puntos a estribor, dejaré al enemigo directamente en nuestro radio de estribor durante los próximos quince minutos. Después de eso estaré forzado a reducir la velocidad.

Abran fuego cuando estén a la distancia indicada. —Von Kleine cerró con un ruido seco la tapa del tubo y, dirigiéndose hacia el señalero, dijo—: ¡Ice la bandera de guerra!

Habló suavemente, sin vehemencia, pero había destellos en sus ojos como los de un zafiro azul.