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La niebla se había condensado sobre el metal gris del puente y la planchada estaba resbaladiza. Penetraba en los capotes de los hombres acurrucados contra la baranda y resbalaba en forma de diminutas perlas de las cejas y de la barba del capitán Otto von Kleine. Ello le daba un aspecto temerario, un aire semejante al de un pirata filósofo.

A cada instante, el teniente Kyller dirigía ansiosas miradas a su capitán, preguntándose cuándo llegaría la orden de cambiar de dirección. Kyller detestaba la situación en la que se encontraban: tener que acercarse a la orilla a tientas y en la bruma con una corriente empujándolos en dirección a la costa enemiga.

—Paren las máquinas —dijo Von Kleine, y Kyller repitió enérgicamente la orden al timonel. El callado latido de debajo de su pies cesó y, después de un momento, el aire cubierto con un manto de bruma pasaba sobre ellos con un silencio sepulcral.

—Pregunten al vigía qué ve de la costa. —Von Kleine habló sin mover la cabeza y, después de una pausa, Kyller repitió la orden.

—El vigía está en medio de la niebla. No hay visibilidad. —Calló por un instante—. De la cubierta de proa informan que hay cincuenta brazas de profundidad y sigue disminuyendo rápidamente.

Von Kleine asintió. El sonido confirmaba su estimación de que se encontraban a cinco millas del rompeolas de la bahía de Durban. Una vez que el viento de la mañana hubiera barrido la niebla, Von Kleine tenía la esperanza de ver delante de él las colinas de Natal con sus jardines en forma de terrazas y sus casas de cal blanca, pero, sobre todo, esperaba ver por lo menos seis buques mercantes ingleses anclados fuera de la playa, esperando su turno para entrar en el congestionado puerto, seguros y dormidos bajo la protección de las baterías de la costa, ignorando lo débil que era la protección ofrecida por media docena de cañones de diez pulgadas manejados por viejos y muchachos de la milicia.

La Inteligencia Naval Alemana había presentado un informe muy detallado de las defensas y condiciones dominantes en Durban. Después de una lectura cuidadosa del mismo, Von Kleine decidió que podía traicionar su posición exacta ante los ingleses por un premio tan importante. Se corrían pocos riesgos reales. Una pasada por la entrada del puerto a alta velocidad, una simple andanada a los barcos mercantes anclados y podría estar otra vez al otro lado del horizonte antes de que los artilleros de la costa hubieran cargado sus armas.

El riesgo, por supuesto, era mostrar el Blücher a toda la población de la ciudad de Durban y, de esa manera, proporcionar a la Armada Real Británica la primera posición exacta desde la declaración de guerra. Minutos después de la primera andanada, los escuadrones ingleses que saldrían en su búsqueda podrían lanzarse a la carrera en todas direcciones para bloquearle todas las vías de escape. Confiaba en poder evitarlo girando en dirección al sur, internándose en el viento y el hielo más allá de latitud 40º para encontrarse con el Esther, su buque de aprovisionamiento. Luego hacia Australia o Sudamérica, según se ofreciese la oportunidad.

Se volvió para echar una mirada al cronómetro por encima de la brújula del barco. El sol saldría en tres minutos, entonces podrían esperar el viento de la mañana.

—El vigía informa que la niebla se disipa, señor.

Von Kleine miró hacia los bancos de niebla. Ahora se estaban moviendo, retorciéndose con agitación por el calor del sol.

—Máquinas adelante despacio —dijo.

—¡Vigía! —gorjeó una de los tubos de comunicación frente a Kyller—. Tierra rumbo cuatro-cero. Distancia, diez mil metros. Un gran promontorio.

Ése debía de ser el farallón de Durban, el macizo peñasco que protegía el puerto. Pero con la niebla, Von Kleine había calculado mal la distancia de la costa; estaba más lejos de lo que quería.

—Avance a toda máquina. Nuevo rumbo. Cero-cero-seis. —Esperó a que la orden fuera transmitida al timonel antes de pasar a los tubos de comunicación—. Cañones, Capitán.

—Cañones. —La voz desde la lejanía acusó recibo.

—Abrir fuego con munición explosiva en diez minutos. El blanco serán los barcos mercantes en marcación aproximada de trescientos grados. Distancia, cinco mil metros. Disparar en cuanto estén a tiro.

—Marcación trescientos grados. Distancia, cinco mil metros, señor. —Von Kleine cerró de un golpe la tapa del tubo y lo volvió a su posición original, colocándose de frente, con las manos blandamente cruzadas por detrás de la espalda.

Debajo de él, las torrecillas con la artillería giraban pesadamente y los largos cañones se levantaban un poco, apuntando amenazadores en la niebla.

Un resplandeciente sol iluminó el puente con tal intensidad que Kyller tuvo que alzar la mano para protegerse los ojos; pero la luz cesó inmediatamente cuando el Blücher penetró en un banco de niebla fría y pegajosa. Luego, como si se hubiera descorrido un telón sobre un escenario muy iluminado, navegaron hacia una alegre mañana de verano.

Detrás de ellos, la bruma se extendía como un muro gris de horizonte a horizonte. Delante de ellos se levantaban las verdes montañas de África, bordeadas por una playa blanca y por la espuma de las olas, y salpicadas de miles de manchas blanquísimas que eran los edificios de la ciudad de Durban. Los mástiles a lo largo de la bahía parecían armazones de patíbulos abandonados.

Encorvados sobre el liso espejo verde de agua entre el Blücher y la costa, se hallaban cuatro siluetas poco elegantes que parecían un grupo de hipopótamos calentándose al sol. Eran los barcos mercantes ingleses.

—Solamente cuatro —murmuró Von Kleine apenado—. Tenía la esperanza de que fueran más.

Los cañones de nueve pulgadas y doce metros de largo se movían nerviosamente, como si estuvieran oliendo su presa, y el Blücher partió velozmente, levantando a los lados una ruidosa ola blanca, silbando, vibrando y estremeciéndose al ritmo de sus máquinas mientras éstas desarrollaban su velocidad máxima.

—Timonel —se oyó en tono urgente en el tubo de comunicación al lado de Kyller.

—Puente —dijo Kyller, pero su respuesta se perdió, tapada por la ensordecedora detonación de la primera andanada de disparos de los cañones. Kyller, tomado por sorpresa, saltó involuntariamente y luego levantó los prismáticos con rapidez para enfocarlos sobre los buques de la Marina mercante inglesa.

Totalmente concentrados, todas las miradas de los hombres del puente estaban dirigidas hacia los barcos condenados, en espera de que se hundieran.

En el relativo silencio que siguió a las detonaciones, un aullido del timonel desde el tubo de comunicación desgarró el aire.

—¡Buques de guerra! ¡Buques de guerra enemigos dirigiéndose hacia nosotros por la popa!

—A estribor, diez. —Von Kleine levantó la voz en un tono algo más alto del que hubiera deseado y el Blücher, todavía con toda la fuerza de sus máquinas, se fue alejando de la costa, dejando una estela sobre la superficie del agua, y se apresuró a cobijarse bajo un manto de niebla abandonando el suculento premio de los barcos mercantes incólumes. Sobre el puente, Von Kleine y sus oficiales fijaban la vista hacia popa, olvidando a los barcos mercantes para enfrentarse a la nueva amenaza.

—Dos barcos de guerra. —El timonel daba su informe cuidadosamente—. Un destructor y un crucero. Marcación, noventa grados. Distancia, cinco-cero-siete-cero. Abre la marcha un destructor.

En el campo esférico de los prismáticos de Von Kleine, la neta estructura triangular del destructor apareció sobre el horizonte. Aún no se podía ver el crucero desde el puente.

—Si hubieran llegado una hora más tarde… —se lamentó Kyller—, habríamos terminado nuestra tarea y…

—¿Qué puede decirnos el timonel sobre el crucero? —interrumpió Von Kleine con impaciencia. No tenía tiempo de lamentarse por esta circunstancia del destino. Su única preocupación era la de evaluar con exactitud la fuerza que los perseguía, para luego tomar la decisión de si debían huir o enfrentarse a ellos y atacarlos inmediatamente.

El crucero es de tamaño mediano, de seis o nueve pulgadas. Es de clase O o R. Se encuentra a cuatro millas detrás de su escolta. Ambos buques se hallan todavía fuera del alcance de nuestro fuego.

El destructor carecía de importancia; Von Kleine podía embestirlo y convertirlo en despojos humeantes antes de que sus débiles cañones de 4,7 pulgadas pudieran disparar a una milla del Blücher, pero el crucero era un caso totalmente distinto. Al atacarlo, el Blücher estaría luchando contra un barco de su clase; la victoria sólo sería posible después de una lucha penosa, y el Blücher se encontraba a seis mil millas del puerto amigo más cercano donde poder hacer reparaciones importantes.

Había algo más a tener en cuenta. Esos dos buques ingleses podrían ser la vanguardia de todo un escuadrón de batalla. Si Von Kleine daba vuelta al barco y los desafiaba, podría llegar a encontrarse en una situación sin salida. Podría muy bien haber otro crucero, o dos más, o incluso tres; quizás un barco de guerra hacia el sur, más allá del horizonte.

Tanto su deber como las órdenes recibidas indicaban claramente que debía huir en el acto, evitando la batalla y prolongando de esa manera la vida útil del Blücher para la lucha.

—El enemigo está izando sus banderas, señor —informó Kyller.

Von Kleine levantó sus prismáticos de nuevo. Sobre la punta del mástil del destructor flotaban las pequeñas manchas blancas y rojas. Esta vez debía dejar sin respuesta el desafío a la batalla.

—Muy bien —dijo, y se volvió hacia su asiento en un rincón del puente. Se dejó caer, escondiendo la cabeza entre los hombros mientras reflexionaba. Había muchos problemas interesantes para ocupar su mente, uno de ellos, y no el de menor importancia, era saber cuánto tiempo podía navegar a máxima velocidad en dirección al norte, mientras sus calderas devoraban ávidamente el carbón y a cada minuto aumentaban la distancia entre el Blücher y el Esther.

Hizo girar su asiento y miró hacia atrás por encima de la popa. El destructor era ahora visible sin los prismáticos y Von Kleine frunció el ceño irritado. El destructor le pisaría los talones como un fox-terrier delatando con sus ladridos el rumbo y la velocidad del Blücher a las hambrientas escuadras británicas, que ya debían de estar rodeándolo en todas direcciones. De ahora en adelante, durante varios días, el destructor los perseguiría como a una presa.