Con las manos entrelazadas detrás de la espalda y el rostro agresivamente levantado, el contralmirante Sir Percy Howe se mordisqueaba el labio inferior.
—¿Cuándo fue avistado por última vez el Blücher? —preguntó finalmente.
—Hace un mes, señor. Dos días antes de que estallara la guerra. Un informe del SS Tygerberg. Latitud 0° 27 norte. Longitud 52º 16 este. Dirección oeste, velocidad estimada dieciocho nudos.
—Y una ventaja del demonio sobre nosotros. —Sir Percy interrumpió a su capitán de escuadra y lanzó una mirada al vasto diagrama del océano Índico del Almirantazgo—. Ahora puede estar de vuelta en Bremerhaven.
—Puede ser, señor. —El capitán hizo un gesto de asentimiento, y Sir Percy le echó una mirada y se permitió una fría sonrisa.
—Pero tú no lo crees, ¿verdad, Henry?
—No señor, no lo creo. Durante los últimos treinta días, ocho buques mercantes han desaparecido entre Adén y Lorenzo Marques. Casi un cuarto de millón de toneladas de embarque. Eso es trabajo del Blücher.
—Sí, es el Blücher; estamos de acuerdo —asintió el almirante y buscó en el diagrama para sacar la ficha negra con el nombre de Blücher situada en la ancha extensión verde del océano Índico.
El personal de la sala de planos del Atlántico sur y los océanos de la India mantenía un respetuoso silencio en espera de que el gran hombre llegara a una decisión. Tardó largo rato. Se quedó jugueteando con la ficha del Blücher en la palma de la mano, las cejas grises erizadas como espinas. Esperaron un minuto entero.
—Refresquen mi memoria sobre el tipo de barco que es y sobre su misión. —A Sir Percy, como a la mayoría de los hombres de éxito, no le gustaba tomar decisiones apresuradas cuando tenía tiempo para meditarlas, y el oficial de servicio, que se había anticipado a su petición, se adelantó con el catálogo de la Armada Imperial Alemana abierto en la página indicada.
«Blücher. Puesto en servicio activo el 16 de agosto de 1905. Crucero pesado, clase B, armamento principal, ocho cañones de nueve pulgadas. Armamento secundario, seis cañones de seis pulgadas.»
El oficial terminó de leer y esperó en silencio.
—¿Quién es su capitán? —preguntó Sir Percy, y el oficial consultó en un apéndice del catálogo.
—Otto von Kleine (conde). Con anterioridad fue comandante del crucero ligero Sturm Vogel.
—Sí —dijo Sir Percy—, he oído hablar de él —y colocó la ficha en el diagrama—. Un hombre peligroso para tenerlo aquí, en el sur de Suez —y empujó la ficha en dirección al mar Rojo y a la entrada del canal—, o aquí —y la empujó hacia el Cabo de Buena Esperanza, alrededor del cual se ceñía el mismo hilo rojo que unía Londres con Australia y la India. Sir Percy levantó su mano con la ficha negra y la dejó, amenazadora, sobre las rutas de los barcos.
—¿Qué fuerzas hemos desplegado contra ellos y qué zona cubrimos? —El capitán tomó un puntero de madera y tocó a su vez las fichas rojas que estaban desparramadas sobre el Océano Índico.
—Pegasus y Renounce, al norte. Eagle y Plunger rastreando las aguas del sur, señor.
—¿Cuántas fuerzas adicionales podemos economizar, Henry?
—Bueno, señor, el Orion y el Bloodhound están en Simonstown —y lo señaló con el puntero.
—El Orion. Lo tiene Manderson, ¿no es así?
—Sí, señor.
—¿Y quién tiene el Bloodhound?
—Little, señor.
—Bien. —Sir Percy hizo un gesto de satisfacción—. Un crucero de seis pulgadas y un destructor serán capaces de lidiar con el Blücher —y sonrió otra vez—. En especial con un demonio como Charles Little al mando del Bloodhound. Jugué al golf con él el verano pasado, ¡casi llegó hasta el hoyo dieciséis en St. Andrews!
El capitán lanzó una elocuente mirada al almirante y, dada la sólida reputación del capitán del destructor, decidió permitirse una frivolidad.
—Las jóvenes de Ciudad de El Cabo sentirán su partida, señor.
—Esperamos que el Kapitän zur See Otto von Kleine lamente su llegada —bromeó Sir Percy.
—Le gustas mucho a papá.
—Tu padre es un hombre de un gusto exquisito. —El teniente de navío, el honorable Charles Little, aceptó con galantería la frase y volvió el rostro para sonreír a la joven que yacía a su lado sobre una manta de viaje, bajo la moteada sombra de los pinos.
—¿Nunca puedes ser formal?
—Helen, querida, hay momentos en que puedo ser mortalmente formal.
—¡Tú! —y su acompañante se ruborizó al recordar algunas de las recientes acciones de Charles que habrían inducido a su padre a revisar sus opiniones.
—Valoro las buenas opiniones de tu padre, pero mi principal preocupación es que tú las apoyes.
La muchacha se incorporó despacio y, mientras lo miraba a la cara, sus manos estaban ocupadas sacándose las agujas de pino de su enmarañada cabellera, abrochándose la blusa y extendiendo la falda de su traje de montar para cubrir las bonitas piernas, calzadas con unas botas altas y oscuras de cuero brillante.
Contempló el rostro de Charles Little y se estremeció por la fuerza de su propio deseo. No era una necesidad sensual la que sentía, sino una obsesión de dominar, de tener a aquel hombre como una propiedad. Ser su dueña, de la misma manera que era dueña de diamantes, pieles, sedas, caballos y otras cosas bellas.
El cuerpo de Charles se extendía sobre una manta de viaje con toda la gracia inconsciente de un leopardo. Una misteriosa sonrisa estiraba los bordes de sus labios y sus párpados cerrados cubrían el centelleo de sus ojos. El reciente esfuerzo había humedecido su pelo, que caía hacia adelante sobre la frente.
Había algo satánico en él, un aire de perversidad, y Helen decidió que era la inclinación de sus cejas y la forma en que sus orejas se aplastaban contra la cabeza, unas orejas puntiagudas como las de un sátiro, aunque rosadas y suaves como las de un niño.
—Creo que tienes orejas de diablo —dijo la muchacha y entonces volvió a ruborizarse y se hizo a un lado evitando los brazos de Charles que la buscaban—. ¡Ya es suficiente! —Se rió y corrió hacia el pura sangre que estaba atado cerca de ellos en el bosque—. Vamos —le llamó mientras montaba.
Charles se puso en pie, desperezándose con indolencia. Metió los faldones de la camisa dentro de los pantalones, dobló cuidadosamente la manta de viaje en la que habían estado acostados y se dirigió hasta donde estaba su caballo.
En el límite del pinar, refrenaron sus caballos, y se quedaron mirando hacia el valle de Constantia.
—¿No es una belleza? —dijo la joven.
—Ciertamente —estuvo de acuerdo.
—Me refiero al paisaje.
—Y yo también. —Hacía seis días que se conocían y ya lo había hecho subir dos veces a esa montaña, sometiéndolo a la tentación. Debajo de ellos se extendían seis mil acres de la tierra más rica de toda África.
—Cuando mataron a mi hermano Hubert no hubo nadie para seguir con esto. Sólo mi hermana y yo, y sólo somos dos muchachas. Pobre papá; nunca ha vuelto a estar bien desde entonces y es un esfuerzo excesivo para él ocuparse de todo esto.
Charles dejó que sus ojos se movieran perezosamente desde las estribaciones de la Table Mountain, a su izquierda, en dirección al exuberante valle de viñedos más abajo de ellos y luego hacia donde la resplandeciente cuña de False Bay se metía entre las montañas.
—¿No se ve hermosa desde aquí la casa? —Helen atrajo su atención hacia la sólida construcción estilo holandés de la residencia, con las casas de los sirvientes agrupadas servilmente en la parte de atrás.
—Estoy verdaderamente impresionado por la magnificencia de las caballerizas —murmuró Charles, farfullando a propósito las dos últimas palabras; la joven lo miró sorprendida mientras refrenaba su caballo.
—¿Qué dices?
—Es verdaderamente un paisaje magnífico —se corrigió. Los esfuerzos de la joven por atraparlo estaban comenzando a aburrir a Charles. Había atormentado y evitado a cazadoras mucho más astutas que ella.
—Charles —susurró—. ¿Te gustaría vivir aquí? Quiero decir ¿para siempre?
Charles se sobresaltó. Aquella joven provinciana no había entendido absolutamente nada de las reglas que gobiernan el arte del flirteo. Estaba tan sobresaltado que echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.
Cuando Charles reía producía un estremecimiento de placer en todas las mujeres que tenía cerca. Era un sonido alegre con un trasfondo de sensualidad. Sus dientes eran muy blancos, en contraste con el bronceado de la cara, y los músculos del pecho y los antebrazos se pusieron tensos con un descarado relieve por debajo de la camisa de seda.
Helen era la única testigo de esta representación privada y estaba tan desamparada como un gorrión en medio de un huracán. Ansiosamente acortó el espacio entre los caballos y le tocó el brazo.
—¿Te gustaría, Charles? ¿No es verdad que sí?
No sabía que Charles tenía una renta privada de veinte mil libras al año y que cuando su padre muriera heredaría el título de vizconde de Sutherton y las posesiones que traía aparejadas. La muchacha no sabía que una de esas posesiones sobrepasaría tres veces las propiedades de su padre, como también ignoraba que Charles había dejado pasar a jóvenes muy dispuestas con el doble de su belleza y diez veces su fortuna.
—Te gustaría, Charles. ¡Sé que te gustaría!
Tan joven, tan vulnerable; eso impidió que una respuesta impertinente saliera de sus labios.
—Helen —le tomó la mano—. Soy una criatura del mar. Nosotros nos movemos con el viento y las olas —y se llevó su mano a los labios.
Ella no se movió sintiendo la presión de sus labios sobre la piel y las lágrimas que le quemaban los ojos. Luego retiró su mano e hizo dar vuelta a su caballo. Levantó el látigo y azotó los cuartos delanteros entre sus rodillas. Sobresaltado, el animal emprendió una brusca carrera por el camino hacia el valle de Constantia.
Charles sacudió la cabeza y sonrió con remordimiento. No había querido lastimarla. Era una aventura, algo para ocupar los días de espera mientras el Bloodhound recibía los últimos retoques de su puesta a punto. Pero Charles había aprendido a endurecerse ante el final de sus aventuras, ante las lágrimas y la tragedia.
—Avergüénzate, patán sin corazón —dijo en voz alta y, espoleando su cabalgadura, se lanzó en persecución de la muchacha.
Alcanzó el caballo justo fuera del establo. Un mozo lo llevaba hacia el interior; tenía manchas oscuras de sudor en su pelaje y su pecho se agitaba con una respiración trabajosa.
Helen no estaba a la vista, pero en cambio se encontraba allí su padre, un hombre grande, con una barba cuadrada y negra salpicada de canas.
—¿Ha disfrutado de la cabalgada?
—Muchas gracias, señor Uys. —Charles fue evasivo en su respuesta y el otro hombre miró expresivamente hacia el caballo agotado antes de seguir hablando.
—Uno de sus marineros lo está esperando desde hace una hora.
—¿Dónde está? —Las maneras de Charles se alteraron al instante, volviéndose de repente un hombre práctico.
—Aquí, señor. —Desde la profunda sombra de la entrada del establo, un joven marinero avanzó hasta la brillante luz del sol.
—¿Qué sucede? —Impaciente, Charles recibió su saludo.
—Con los saludos del capitán Manderson, señor, debe usted presentarse a bordo del barco de Su Majestad, el Orion, lo antes posible. Hay un coche esperando para llevarle a la base, señor.
—Un aviso intempestivo, capitán —Uys dio su opinión repantigado contra la elaborada piedra de la entrada—. Me temo que no volveremos a verlo en mucho tiempo.
Pero Charles ya no lo escuchaba. Su cuerpo parecía estremecerse con reprimido entusiasmo, de la misma manera que un buen perro de caza reacciona ante el olor de un pájaro.
—Órdenes de embarque —murmuró—, por fin. ¡Por fin!
Había una fuerte marejada suroeste en Cape Point, y la espuma del mar rodeaba los tablones del faro en la escollera. Una bandada de pájaros que volaba muy alto en dirección a tierra atrapó los últimos rayos del sol y las aves brillaron con un tono rosado contra el agua oscura.
El Bloodhound franqueó Cape Hangklip y recibió el apremio del Atlántico sur en su popa, tambaleándose con un oleaje de agua blanca que salpicaba las torres de los cañones de la cubierta de proa. Entonces, como en un desquite, el barco se arrojó contra la siguiente ola y Charles Little, en el puente, se regocijó con el vivificante movimiento.
—Ponga rumbo cero-cinco-cero.
—Rumbo cero-cinco-cero —repitió el oficial de derrota.
—Giro a diecisiete nudos, piloto.
Casi inmediatamente el sonido de los motores cambió y el movimiento del barco fue más calmado.
Charles cruzó por el ángulo del inestable puente y miró hacia abajo en la oscuridad, a las fauces de la montaña de False Bay.
—Vamos, muchacho. Debes tratar de mantenerte firme —murmuró Charles Little, con el desprecio que siente un hombre acostumbrado a un destructor por cualquier embarcación que no tenga una velocidad de crucero de veinte nudos. Entonces miró más allá del Orion en dirección a tierra. Más abajo de la mole de Table Mountain, cerca del valle de Constantia, se veía un único punto de luz.
—Va a haber niebla esta noche, señor —el piloto estaba detrás de Charles y éste se volvió en silencio para escudriñar con los prismáticos en la espesa noche.
—Sí, una buena noche para los piratas.