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Al día siguiente Flynn enterró a sus muertos en el kopje de encima de Lalapanzi. Colocó una gruesa losa de granito sobre la pequeña tumba que estaba separada de las demás, y cuando hubo terminado, mandó a un sirviente en busca de Rosa y Sebastian.

Cuando llegaron, lo encontraron de pie, solitario, al lado de la tumba de María, debajo de los árboles de manrula. Su rostro estaba hinchado y presentaba un color purpúreo. El escaso cabello gris le colgaba lacio sobre las orejas y la frente, como las plumas mojadas de un viejo gallo. Su cuerpo parecía como derretido. El sudor le había empapado la ropa en la parte de los hombros, en las axilas y en la entrepierna. Estaba enfermo de dolor y de exceso de alcohol.

Sebastian se paró junto a Rosa y los tres rindieron un silencioso adiós a la niña.

—No hay nada más que podamos hacer. —Sebastian habló con la voz entrecortada.

—Sí —dijo Flynn. Se agachó despacio y tomó un puñado de tierra recién removida de la tumba—. Sí hay una cosa que podemos hacer. —Dejó caer la tierra entre sus dedos—. Todavía tenemos que encontrar al hombre que hizo esto y matarlo.

Al lado de Sebastian, Rosa se enderezó. Se volvió hacia Sebastian, levantó la barbilla y habló por primera vez desde que él había vuelto a casa.

—¡Mátalo! —repitió suavemente.