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—Es muy pronto todavía para que haya incendios en la maleza —murmuró Flynn. Estaba sentado con una jarra esmaltada entre las manos de la que salía el vapor del café caliente. Tenía la manta sobre las piernas.

Al otro lado de la fogata, Sebastian estaba también sentado, adormecido sobre su lecho de paja, enfriando su jarra de café de antes del amanecer. Con las palabras de Flynn, levantó la cabeza de lo que estaba haciendo y miró hacia el oscuro sur.

Un incierto amanecer había descolorido el cielo lo suficiente como para dejar ver las colinas como una masa ondulante que parecía mucho más cercana de lo que se encontraba en realidad. Allí estaban Lalapanzi y Rosa y María.

Sin interesarse realmente, Sebastian miró el radiante resplandor en un punto de las colinas, un abanico de luz rosada no mucho más largo que la uña del pulgar.

—No es muy grande —dijo.

—No —estuvo de acuerdo Flynn—. Espero que no se extienda —y bebió con ruido de su jarra.

Mientras Sebastian observaba despreocupadamente, el resplandor disminuyó hasta hacerse insignificante con la salida del sol y detrás de él también palidecieron las estrellas.

—Mejor que nos pongamos en marcha. Es un largo día de camino y ya hemos perdido bastante tiempo en este viaje.

—Eres un vulgar farsante cuando se trata de volver a las comodidades del hogar. —Flynn fingió desinterés, aunque secretamente el pensamiento de volver a ver a su nieta lo llamaba con fuerza. Se apresuró un poco con el café y se quemó la lengua.

Sebastian tenía razón, habían perdido mucho tiempo en el viaje de regreso después del asalto a Mahenge.

Primero, tuvieron que dar un rodeo para evitar a una partida de askaris alemanes que se habían aposentado, según les previno uno de los jefes nativos, en la aldea de M’topo. Habían tenido que hacer una incursión aguas arriba durante tres días hasta encontrar un lugar seguro para cruzar y una aldea que les quisiera alquilar las canoas.

Después tuvieron una pelea con un hipopótamo que les llevó casi una semana. Como de costumbre, las cuatro canoas alquiladas, con Flynn, Sebastian, sus hombres y el botín a bordo y con muy pocos centímetros de cubierta libre, se deslizaron corriente abajo cruzando el río Rovuna y navegando muy cerca de la orilla portuguesa hacia su lugar de destino, en la orilla opuesta a la aldea de M’topo, cuando un hipopótamo les cerró el paso.

Era un viejo hipopótamo hembra, que unas pocas horas antes había dado a luz a su cría en una pequeña isla de cañas, separada de la orilla sur por seis metros de agua con plantas acuáticas. Cuando las cuatro canoas entraron en ese canal, con la popa en línea recta y los remeros cantando felices, la hipopótamo lo tomó como una directa amenaza a su vástago y tuvo un ataque de furia.

Dos toneladas de hipopótamo enfurecido tienen la fuerza de un huracán concentrado. Emergiendo violentamente por debajo de la canoa que encabezaba la navegación, había arrojado al agua a Sebastian, dos fusileros, cuatro remeros y todo su equipo, lanzándolos tres metros por el aire. La canoa, en mal estado por obra de los escarabajos, se rompió por la mitad y se hundió de inmediato.

La madre hipopótamo trató entonces a las otras tres canoas con la misma consideración y en el espacio de unos pocos minutos el canal quedó obstruido por restos flotantes y hombres que luchaban contra el pánico. Afortunadamente, no estaban a más de tres metros de la orilla. Sebastian fue el primero en salir del agua. De todos modos, ninguno de ellos estaba demasiado lejos de él y todos lograron salir para inmediatamente comenzar una carrera a campo traviesa cuando la hipopótamo emergió del río y demostró que, no satisfecha con haber destruido la flotilla, intentaba partir en dos a unos cuantos con las guillotinas de sus quijadas.

Unos cien metros más adelante el animal abandonó la persecución y volvió trotando al agua, agitando sus pequeñas orejas y bufando triunfal. Casi un kilómetro más adelante, los sobrevivientes detuvieron su carrera.

Acamparon allí esa noche, sin comida ni camas ni armas, y a la mañana siguiente, después de un caluroso consejo de guerra, Sebastian fue elegido para regresar al río y averiguar si la hipopótamo todavía controlaba el canal. Regresó a toda velocidad para informar que, en efecto, seguía allí.

Aguardaron durante tres días hasta que la bestia y su cría se alejaron. Durante ese tiempo sufrieron las miserias de las noches frías y los días con hambre, pero la mayor desgracia fue la infligida a Flynn O’Flynn, cuyo cajón de ginebra estaba bajo dos metros de agua, y a la tercera mañana tenía delirium tremens otra vez. Justo antes de que Sebastian fuera a hacer su reconocimiento matinal del canal, Flynn informó muy agitado que tenía tres escorpiones azules en la cabeza. Después de la alarma inicial, Sebastian tuvo que sacar los escorpiones imaginarios y aplastarlos hasta que murieron y Flynn se quedó tranquilo.

Sebastian regresó del río con las noticias de que la hipopótamo y su cría habían abandonado la isla y era posible empezar las operaciones de rescate.

Entre mansas protestas y comentarios sobre la posible presencia de cocodrilos, Sebastian fue desnudado y lanzado al agua. En su primera zambullida, recuperó el precioso cajón de ginebra.

—Dios te bendiga, hijo mío —murmuró Flynn lleno de fervor mientras sacaba el corcho de una botella.

Durante el resto de la mañana, Sebastian recobró casi todo el equipo y el botín, sin ser devorado por los cocodrilos, y se dirigieron hacia Lalapanzi a pie.

Ahora, en su último alto antes de llegar a Lalapanzi, Sebastian sentía crecer su impaciencia. Quería llegar a casa para estar con Rosa y María. Quería estar en casa ese atardecer.

—Venga, Flynn. Vámonos. —Revolvió los granos de café de su jarra, hizo a un lado la manta y gritó para llamar a Mohammed y los cargadores que estaban acurrucados alrededor de otra fogata.

—¡Safari! Nos ponemos en marcha.

Nueve horas más tarde, con la luz del día extinguiéndose, Sebastian acometió la última cuesta y se detuvo en lo alto.

Durante todo ese día el deseo que alargaba su paso hizo que Sebastian dejara a Flynn y a la columna de cargadores muy atrás. Estaba allí solo y contemplaba sin comprender las ruinas humeantes de Lalapanzi, de donde todavía salían pequeñas columnas de humo.

—¡Rosa! —Su nombre fue un áspero aullido de miedo que corrió desenfrenadamente.

—¡Rosa! —gritó mientras cruzaba las tierras chamuscadas y pisoteadas.

—¡Rosa! ¡Rosa! ¡Rosa! —el eco volvió hasta él.

—¡Rosa! —Vio a alguien en medio de los arbustos en el límite de las tierras y corrió hacia allí. La vieja Nanny yacía muerta con la sangre ennegrecida sobre su camisón de flores.

—¡Rosa! —Corrió de vuelta hacia el bungalow. Las cenizas se arremolinaron como una neblina bajo sus pisadas cuando cruzó la terraza.

—¡Rosa! —La voz sonaba hueca a través de la casa sin techo, mientras tropezaba contra las vigas caídas que estaban esparcidas por el cuarto principal. El olor fuerte y desagradable de ropa, cabello y madera quemados lo impresionó, de modo que su voz sonó ronca cuando llamó otra vez.

—¡Rosa!

La encontró en la parte quemada de la cocina, aplastada contra la pared resquebrajada y ennegrecida, y pensó que estaba muerta. Su camisón estaba rasgado y chamuscado, y el cabello enmarañado y lleno de blanca ceniza de madera le ocultaba la cara.

—Querida. Oh, querida. —Se arrodilló al lado de la joven y tocó su espalda con timidez. La carne estaba caliente y viva bajo sus dedos y sintió el alivio que le subía por la garganta, cerrándosela e impidiéndole hablar. Le apartó el mechón de pelo que le cubría la cara y la miró.

Debajo de las manchas de carbón y tierra, su piel estaba pálida como mármol gris. Los ojos, firmemente cerrados, tenían marcas azules y bordes rojizos. Tocó sus labios con la punta de los dedos y Rosa abrió los ojos. Pero miraban más allá de Sebastian, sin ver, eran unos ojos muertos. Lo asustaron. No quería mirar en ellos, y atrajo la cabeza de Rosa para apoyarla en su hombro.

Ella no opuso resistencia. Yacía inmóvil contra él, y Sebastian hundió su rostro en los cabellos de Rosa. Estaban impregnados de olor a humo.

—¿Estás herida? —le preguntó en un susurro, sin esperar respuesta. Rosa no contestó, aún inerte entre sus brazos.

—Dime, Rosa. Háblame. ¿Dónde está María? —Con la mención del nombre de la criatura, reaccionó por primera vez. Comenzó a temblar.

—¿Dónde está? —ahora había más urgencia en su voz.

Rosa movió la cabeza, apoyada contra el hombro de Sebastian, y miró en dirección al techo de la habitación. Él siguió su mirada.

Cerca de una de las paredes, una parte del techo se había convertido en escombros y cenizas. Rosa los había limpiado con las manos desnudas cuando todavía las cenizas estaban calientes. Tenía los dedos con ampollas y quemaduras en varias partes y los brazos ennegrecidos hasta la altura de los codos. En el centro del lugar limpio yacía un pequeño bulto carbonizado.

—¿María? —susurró apenas Sebastian, y Rosa tembló, apoyada contra él.

—¡Oh, Dios! —dijo y levantó a Rosa. Con ella contra su pecho, salió tambaleándose de las ruinas del bungalow al frío y dulce aire del atardecer, pero en su olfato persistía el olor del humo y la carne quemada. Quería escapar de allí. Corrió a ciegas por el sendero; Rosa no oponía ninguna resistencia en sus brazos.