38

—Quizá vuelvan esta noche a casa. —Rosa Oldsmith levantó la vista de la batita que estaba bordando.

—Esta noche o mañana o pasado mañana —contestó Nanny filosóficamente—. No se adelanta nada tratando de adivinar las idas y venidas de los hombres. Todos tienen lombrices en la cabeza —y otra vez empezó a mecer la cuna, en cuclillas cerca de la alfombra de piel de leopardo.

—Estoy segura de que será esta noche. Lo presiento, algo bueno va a suceder. —Rosa estaba cosiendo en un rincón, frente a la puerta que daba a la terraza. En los últimos minutos, el sol se había ocultado detrás de los árboles y la tierra estaba espectralmente tranquila en el breve crepúsculo africano.

Rosa salió a la terraza y, cruzando sus brazos sobre el pecho por el frío del anochecer, se puso a contemplar la oscura extensión del valle. Se quedó allí, aguardando impaciente y, cuando el día pasó velozmente a la oscuridad, su humor cambió de las buenas expectativas a un presentimiento indefinido.

Tranquila, pero con una impaciencia irritada en la voz, habló hacia la habitación.

—Prende las lámparas, por favor, Nanny.

Detrás de ella, oyó el sonido del metal al chocar contra el vidrio y luego el ruido del fósforo al encenderse; entonces, una débil luz amarilla se esparció fuera, hasta la terraza, para caer alrededor de sus pies.

La primera ráfaga del viento de la noche era fría para sus brazos desnudos. Reparó en el aire cortante al ponérsele la piel de gallina y tembló repentinamente.

—Ven adentro, Pequeña Cabellos Largos —le ordenó Nanny—. La noche es para los mosquitos y los leopardos y cosas por el estilo.

Pero Rosa se demoraba, entornando los ojos para mirar en la oscuridad hasta que ya no podía distinguir la silueta de las higueras en el centro del prado. Entonces se giró bruscamente y entró en el bungalow. Cerró la puerta y corrió el pasador.

Se despertó más tarde. Afuera no había luna y la habitación estaba completamente a oscuras. Al lado de su cama podía oír los leves sonidos que la pequeña María hacía al dormir.

Otra vez la intranquilidad que había sentido al atardecer volvía a su ánimo y se quedó en la cama intentando escuchar todos los sonidos en la profunda negrura. La oscuridad creció a su alrededor de manera que tuvo la sensación de encogerse, de alejarse de la realidad, de quedarse pequeña y aislada en medio de la noche.

Con miedo levantó el mosquitero y buscó a tientas la cuna. La criatura se quejó cuando la levantó y la llevó a su cama, pero los brazos de Rosa la tranquilizaron y pronto volvió a dormirse contra su pecho. Y el calor del pequeño cuerpo calmó la agitación de Rosa.

Un disparo la despertó, y abrió los ojos con una oleada de alegría, porque los disparos podían ser de los cargadores de Sebastian. Antes de estar totalmente despierta, había apartado las mantas y salido de debajo del mosquitero, y ahora se hallaba de pie, en camisón, con la niña apretada contra su pecho.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que la habitación ya no estaba a oscuras. Por la ventana del patio entraba un resplandor que vacilaba y se desvanecía.

Las últimas huellas del sueño habían desaparecido de su mente, así que pudo distinguir que los disparos venían desde afuera, no eran de bienvenida y, en un tono más bajo, escuchó unos susurros, unos murmullos y chasquidos que no pudo identificar.

Se dirigió hacia la ventana con lentitud, con terror, a causa de la incertidumbre, pero antes de llegar un grito la petrificó. Venía desde el patio de la cocina, un grito que siguió vibrando en el aire largo rato después de haber terminado, un grito de terror y dolor.

—¡Dios Misericordioso! —susurró y se decidió a mirar.

La zona de los sirvientes y las chozas exteriores estaban ardiendo. Desde los techos de paja las llamas se alzaban en retorcidas columnas amarillas, iluminando la oscuridad.

Había hombres en el patio, muchos hombres y todos ellos llevaban el uniforme caqui de los askaris alemanes. Todos iban armados con rifles y las lanzas de las bayonetas brillaban al resplandor de las llamas.

—Han cruzado el río. ¡No, oh no, Dios mío, por favor! —y Rosa apretó la criatura contra su seno, agachándose debajo del antepecho de la ventana.

El grito volvió a repetirse, pero ahora más débil, y vio a un grupo de cuatro askaris envalentonándose alrededor de alguien que se retorcía en el polvo del patio. Oyó sus risas, las risas excitadas de los hombres que matan por diversión, mientras herían al ser que se retorcía bajo sus bayonetas.

En ese momento, otro de los sirvientes emergió de entre las chozas incendiadas y corrió en la oscuridad intentando salir del círculo de llamas. Gritando de nuevo, los askaris dejaron al hombre moribundo y dieron caza al otro. Se volvieron hacia él como un grupo de galgos entrenados para atrapar una gacela; riendo y gritando y empujándolo de nuevo hacia la luz de las llamas.

Aturdido, acorralado, el sirviente se detuvo y miró confusamente alrededor con el rostro contraído por el terror. Entonces los askaris se lanzaron contra él, golpeándolo y destrozándolo con sus rifles.

—Oh, no, oh Dios, no —susurró Rosa con un quejido en la garganta, pero sin poder apartar la mirada.

De pronto, en medio de tanto alboroto oyó una nueva voz, un ladrido de autoridad. No pudo entender las palabras porque los gritos eran en alemán, pero por un recodo del bungalow apareció un hombre blanco, una figura maciza con el uniforme azul de piel de cordero del Servicio Alemán de las Colonias; con un sombrero echado hacia adelante y empuñando en su mano una pistola. Por la descripción que Sebastian le había dado, reconoció al comisionado alemán.

—¡Deténgalos! —Rosa no hablaba en voz alta, el ruego estaba sólo en su mente—. Por favor, haga que se detengan y dejen de matar e incendiar.

El hombre blanco iba con vehemencia hacia sus askaris, con el rostro vuelto hacia donde Rosa estaba agachada y lo que ella vio fue algo rosado y redondo, como la cara de un bebé demasiado gordo. A la luz del fuego, brillaba con una fina capa de sudor.

—Deténgalos. Por favor, deténgalos —rogaba Rosa silenciosamente, pero, bajo la dirección del comisionado, tres de los askaris corrieron hacia donde habían arrojado sus antorchas de hierba seca. Mientras las encendían con las llamas de las chozas, el otro askari dejó los cadáveres de los dos sirvientes y comenzó a correr alrededor del bungalow, con el rifle levantado. La mayoría de las bayonetas estaban manchadas de sangre.

—Quiero a Fini y al Inglés, ni cargadores ni fusileros. ¡Quiero a los hombres blancos! ¡Quémenlos! —gritó Fleischer, pero Rosa reconoció sólo el nombre de su padre. Quiso gritar que no estaba allí, que solamente estaban ella y la niña.

Los tres askaris seguían corriendo, ahora en dirección al bungalow, dejando caer chispas de fuego de las antorchas que llevaban. Por turno, cada hombre detenía su carrera, se colocaba como un lanzador de jabalina y entonces arrojaba su antorcha en un arco elevado que humeaba hacia el bungalow. Rosa oía los golpes sobre el techo de paja encima de su cabeza.

«Debo sacar a mi hija de aquí antes de que el fuego lo prenda todo», pensó y salió de la habitación en dirección al pasillo. Estaba oscuro y se movió a tientas por la pared hasta que encontró la entrada al cuarto principal. En la puerta de enfrente corrió con torpeza el pasador y la abrió con un crujido. Mirando a través del prado incendiado, más allá de la terraza, vio las oscuras formas de los askaris en actitud de espera y retrocedió.

«Las ventanas laterales de la cocina», se dijo. «Están muy cerca de los arbustos. Es la mejor opción», y volvió a tientas por el pasillo.

Debajo de ella, había ahora un sonido como de agua y viento fuertes, un sonido repentino mezclado con el que hacían los techos de paja al incendiarse y la primera humareda le llenó la nariz.

—Si tan sólo pudiera alcanzar los arbustos —murmuró desesperada, y la criatura que llevaba en sus brazos comenzó a llorar.

—Chist, querida, ahora estate calladita —pero su voz se quebraba por el miedo. María pareció sentirlo; su llanto se convirtió en un vigoroso grito mientras forcejeaba entre los brazos de su mamá.

Desde la ventana de un lado de la cocina, Rosa vio las conocidas figuras de los askaris que aguardaban, rondando en el límite del resplandor provocado por el fuego. Rosa sintió que la desesperación se aferraba a su estómago como una garra fría y le arrebataba la fuerza. De golpe sintió que sus piernas se debilitaban y que todo su cuerpo se tambaleaba.

Desde el bungalow, detrás de ella, vino un rugido semejante a un trueno cuando parte del techo incendiado se desplomó. Una ráfaga de aire abrasador atravesó la cocina y una columna de chispas y llamas arrojadas por la caída iluminó el entorno todavía más vivamente, y mostró a otra figura, más allá de la línea de los askaris, escabulléndose desde el límite de los arbustos como un pequeño monito negro y Rosa oyó la voz de Nanny.

—¡Pequeña Cabellos Largos! ¡Pequeña Cabellos Largos! —una queja lastimera y antigua.

Nanny se había escapado al bosquecito durante los primeros minutos del ataque. Había permanecido allí hasta que el techo del bungalow cayó, entonces no pudo contenerse más. A riesgo de su propia vida, preocupándose nada más que por las personas que tenía a su cargo y le eran tan queridas, había vuelto.

Los askaris también la vieron. La rígida y bien definida línea se rompió al salir todos ellos en su persecución. De pronto, el terreno entre Rosa y el borde del bosquecito estaba despejado. Ahora tenía una oportunidad para sacar de allí a la niña. Abrió la ventana de golpe y se lanzó al suelo a través de ella.

Por un momento vaciló y miró hacia donde los hombres corrían en confuso pelotón para atrapar a Nanny. En ese momento vio que uno de los askaris alcanzaba a la anciana y la embestía con la bayoneta. Nanny vaciló por la fuerza de la hoja en su espalda, involuntariamente sus brazos se abrieron y, por un breve instante, Rosa vio la punta de la bayoneta que, atravesándola de parte a parte, asomaba en el centro de su pecho.

Entonces Rosa corrió en dirección a la pared de matas y arbustos que se encontraba a unos cincuenta metros, mientras María lloriqueaba en sus brazos. El llanto atrajo la atención de los askaris. Uno de ellos gritó dando la voz de alarma y todo el grupo corrió tras ella a toda velocidad.

Los sentidos de Rosa estaban sobreexcitados por el terror, hasta que finalmente se adaptaron a un tiempo que parecía transcurrir en cámara lenta. Con el peso de la niña, cada paso que daba la arrastraba para abajo, como si estuviera vadeando aguas profundas que le llegaran hasta la cintura. El largo camisón le trababa las piernas y sentía duras piedras y espinas bajo sus pies desnudos. La pared de arbustos parecía no acercarse, y Rosa corría con la mano fría del miedo apretando su pecho y dificultando su respiración.

Entonces, se le acercó alguien por un costado, un askari, un hombre corpulento saltando con el mismo galope largo de un mandril macho, cruzándose en su camino con la boca abierta, una obscena fosa rosada en medio de la brillante mancha negra de su cara.

Rosa gritó y se alejó de él. Ahora corría paralelamente al borde del bosquecito y detrás oía los golpes de los pies sobre la tierra, acercándose rápidos, y el coro balbuceante de sus perseguidores.

Una mano le agarró la espalda y Rosa se balanceó para zafarse, sintiendo que le desgarraba el camisón.

Ciega de terror, se tambaleó unos pasos en dirección a la casa quemada. Sentía las vastas olas de calor que le quemaban la cara y el cuerpo a través del delgado camisón, y entonces un rifle la golpeó en la parte posterior y un estallido de agonía le paralizó las piernas. Cayó de rodillas, todavía sosteniendo a María.

La rodearon una empalizada de cuerpos humanos y rostros llenos de malévolo regocijo, manchados de sangre.

El descomunal askari que la había golpeado con el rifle se detuvo delante de Rosa antes de que ella adivinara su intención, le arrancó a María de los brazos y retrocedió otra vez.

Se quedó allí, riendo, sujetando a la criatura por los tobillos, cabeza abajo, mientras la pequeña cara se volvía morada por la sangre.

—¡No, por favor, no! —gritaba Rosa llena de dolor ante el hombre—. Devuélvame a mi hija. Mi niña. Por favor, devuélvamela —y elevaba los brazos ante él.

El askari balanceaba a la niña, atormentándola frente a ella, retrocediendo despacio mientras Rosa se arrastraba ante él. Los otros reían, carcajadas roncas y sensuales a su alrededor, con los rostros contorsionados por el regocijo, de un color ébano brillante por el sudor de la excitación, empujándose entre sí para poder disfrutar mejor del espectáculo.

Entonces, con un alarido salvaje, el askari balanceó a María en lo alto, haciéndola pasar dos veces por encima de su cabeza y lanzándola luego hacia el bungalow sobre el techo incendiado.

El pequeño cuerpo voló por el aire como una muñeca de trapo, con las mantillas flotando, y cayó sobre el techo ardiendo como una débil mancha. El fuego absorbió a María con su lengua feroz, lanzando chispas al devorarla. En ese instante, Rosa oyó la voz de su hija por última vez. Fue un sonido que no olvidaría jamás.

Los hombres que la rodeaban se quedaron en silencio y luego se agitaron un poco, con un sonido que era una mezcla entre un largo suspiro y un quejido.

Todavía de rodillas, de cara al bungalow incendiado, que ya era una pira, Rosa se echó violentamente hacia adelante y alzó las manos como si fuese a rezar.

El askari que había arrojado a la criatura recogió el rifle que tenía a sus pies y, acercándose a Rosa, lo levantó a la altura de su cabeza a la manera con que los arponeros sostienen su arma, apuntando la bayoneta a la base de la nuca de Rosa, donde el pelo se abría para dejar expuesta la pálida piel. En el momento en que el askari se detenía para apuntar, Herman Fleischer le disparó en la parte posterior de la cabeza con su Luger.

—¡Perro enloquecido! —gritó el comisionado al cadáver del askari—. Les he dicho que los dejaran con vida.

Entonces, respirando como si tuviera asma por el esfuerzo de la carrera para llegar a tiempo, se volvió hacia Rosa.

Fräulein, le pido disculpas. —Se quitó el sombrero con una ampulosa cortesía y habló en alemán, idioma que Rosa no entendía—. Nosotros no hacemos la guerra a las mujeres y los niños.

Rosa no levantó la vista para mirarlo. Estaba llorando calladamente con el rostro entre las manos.