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En las colinas de Sania, al calor del día, se encontraba un elefante bajo las anchas ramas de una higuera silvestre. Estaba dormido de pie, pero su cabeza quedaba sostenida por dos largas columnas de embarrado marfil. Dormía como lo hacen los ancianos, a intervalos, sin perder del todo la conciencia. De vez en cuando las orejas grises se agitaban y una tenue bruma de moscas surgía alrededor de su cabeza produciendo un sordo zumbido. Luego quedaban un instante suspendidas en el aire caliente y se posaban de nuevo. Los bordes de las orejas del elefante estaban despellejados; allí las moscas se habían alimentado de la espesa piel. Las moscas estaban por todas partes. La húmeda sombra verde bajo la higuera salvaje susurraba con el sonido de sus alas.

A seis kilómetros del lugar donde dormía el viejo macho, tres hombres avanzaban a lo largo de una hondonada rebosante de maleza.

Mohammed era el jefe. Se movía ligero, medio agachado para estudiar el terreno, levantando de vez en cuando la vista para anticipar el recorrido de las huellas que estaban siguiendo. Se detuvo en un lugar donde un bosquecito de árboles de mapundu cubría la tierra con una apestosa masa de moras maduras. Miró hacia los dos hombres blancos y les señaló las marcas en la tierra y una pirámide de estiércol amarillo brillante que allí había.

—Se detuvo aquí la primera vez por el calor, pero no era de su agrado y se alejó.

Flynn transpiraba. Le corría el sudor por las mandíbulas y le goteaba por su ya empapada camisa.

—Sí —asintió—. Debe de haber cruzado la colina.

—¿Qué le hace estar tan seguro? —Sebastian habló con el mismo susurro sepulcral que los demás.

—La brisa fresca del atardecer viene del este; cruzará por el otro lado de la colina para esperarla. —Flynn hablaba con irritación y se enjugó la cara con la manga de su camisa—. Bien, debes recordarlo, Bassie, ése es mi elefante, ¿lo entiendes? Trata de agarrarlo y te pegaré un tiro.

Flynn hizo un gesto a Mohammed y bajaron la cuesta, siguiendo las huellas que serpenteaban entre crestas de granito gris y árboles achaparrados.

La cresta de la colina estaba bien definida, aguda como el filo de un hacha. Se detuvieron un poco más abajo, acuclillándose para descansar en la hierba. Flynn abrió el estuche de sus binoculares que le colgaba del pecho, los sacó y comenzó a limpiarlos.

—¡Deténganse aquí! —ordenó Flynn a los otros dos, mientras se arrastraba en dirección al horizonte. Después, escondido tras un tocón, levantó la cabeza cautelosamente y espió.

Debajo de él, las colinas de Sania caían a lo lejos con un suave declive. Estaban quebradas y dentadas, hendidas por miles de hondonadas y zanjas; cubiertas por todos lados de un manto de árboles achaparrados color marrón y punteadas por grupos de árboles muy grandes.

Flynn se apoyó sobre los codos y alzó los binoculares. Sistemáticamente, comenzó a examinar cada uno de los bosquecitos que veía abajo.

—¡Sí! —susurró, arrastrándose mientras observaba el rompecabezas que formaban abajo las ramas de los árboles. En la sombra había formas que no tenían sentido, una masa demasiado difusa para ser el tronco de un árbol.

Dejó caer los binoculares y se secó el sudor que le cubría las cejas. Cerró los ojos para que descansaran del resplandor, luego los abrió nuevamente y volvió a mirar.

Durante dos largos minutos permaneció observando antes de que súbitamente el rompecabezas cobrara sentido. El elefante estaba de pie, confundiéndose con el tronco de la higuera silvestre; la cabeza y la mitad del cuerpo oscurecidos por las ramas más bajas del árbol, y lo que él había confundido con el tronco de un árbol era en realidad un colmillo de marfil.

Un espasmo de excitación le contrajo el pecho.

—¡Sí! —dijo—. ¡Sí!

Flynn planeó su cacería con cuidado, tomando todas las precauciones contra la intervención del destino que le habían enseñado veinte años cazando elefantes.

Volvió hacia donde lo esperaban Sebastian y Mohammed.

—Está allí —les dijo.

—¿Puedo ir con usted? —suplicó Sebastian.

—Puedes venir en un barril —refunfuñó Flynn mientras se sentaba y se libraba de sus pesadas botas para sustituirlas por las livianas sandalias que Mohammed le entregó—. Te quedarás aquí hasta que oigas mi disparo. Si asomas la nariz por la colina antes, te mataré.

Mientras Mohammed se arrodillaba frente a Flynn y le ajustaba a las rodillas las protecciones de cuero contra las rocas y las espinas, Flynn se fortalecía con la botella de ginebra. Mientras lo hacía volvió a mirar enfurecido a Sebastian.

—¡Es una promesa! —dijo.

En la cima de la colina, Flynn se detuvo otra vez, alzó los ojos hacia el horizonte, mientras tramaba su plan de caza, fijando en su memoria una procesión de mojones, un hormiguero, un promontorio de cuarzo blanco, un árbol con nidos de tejedores; así, cuando llegara a cada uno de estos lugares, sabría su posición exacta con relación a la del elefante.

Entonces, con el rifle entre los brazos, se deslizó boca abajo para comenzar la cacería.

Una hora más tarde, había dejado la colina y vio delante de él, a través de la hierba, una losa de granito como una lápida de un cementerio antiguo. La había marcado desde la colina como el punto desde donde debía disparar. Estaba a unos cincuenta metros de la higuera, en ángulo a la derecha desde la posición del viejo macho. Le serviría de protección cuando se incorporara para efectuar el disparo.

En un estado de ansiedad, súbitamente agobiado por la premonición del desastre, sintiendo que de alguna manera la copa podría estallar antes de llegar a sus labios, Flynn comenzó a avanzar. Deslizándose hacia la lápida de granito, con el rostro endurecido por la nerviosa anticipación, alcanzó la roca.

Giró cuidadosamente hasta ponerse de costado y, con la pesada arma apretada contra su pecho, accionó el seguro y la abrió, enmudeciendo de esa manera el clic del mecanismo. De su cinturón, eligió dos grandes cartuchos y examinó las cápsulas para buscar herrumbre o manchas en el bronce; comprobó con alivio que sus dedos estaban firmes. Deslizó los cartuchos en los ojos ciegos de la recámara, donde se quedaron empotrados con un suave sonido metálico. Ahora su respiración era débilmente ronca al final de cada inspiración. Cerró el arma y, con el pulgar, empujó el seguro a la posición de «fuego».

Con la espalda contra la áspera piedra de granito quemada por el sol, recogió las piernas contra el estómago y rodó suavemente sobre las rodillas. Con la cabeza inclinada y el rifle apretado contra el cuerpo, se arrodilló detrás de la roca y levantó la cabeza con deliberada lentitud. Luego, repentinamente, miró el terreno abierto hasta una distancia de cincuenta metros y al elefante.

El animal estaba parado de costado frente a él, con la cabeza oculta por las hojas y ramas de la higuera. Desde allí era imposible dispararle a la cabeza. Flynn bajó los ojos al lomo y vio el contorno de los huesos debajo de la gruesa piel grisácea. Sus ojos se movieron hacia el voluminoso pecho. Podía verle el corazón latiendo suavemente entre las costillas, rosado, húmedo y vital, palpitando como un gigantesco mar de anémonas.

Levantó su rifle y lo apoyó sobre la roca que tenía delante. Miró hacia los cañones del arma y vio la marca de grasa seca que manchaba la mira, oscureciéndola. Bajó el rifle y con la uña del pulgar quitó la grasa. Levantó el rifle otra vez y apuntó en dirección a la espalda del elefante, bajándolo luego hacia el pecho. Ahora estaba listo para matar, y quitó el seguro del gatillo, suavemente, amorosamente, con su dedo índice.

El grito fue débil, un leve sonido en la inmensa modorra del aire africano. Venía de los altos arbustos por encima de él.

—¡Flynn! —Y otra vez—: ¡Flynn! —Con una explosión de movimientos bajo la higuera, el viejo macho balanceó su cuerpo con una increíble velocidad; con sus grandes colmillos levantados, se alejó de Flynn en una desmañada carrera, cubriendo su huida con el tronco de la higuera.

Durante unos instantes, Flynn permaneció agazapado detrás de las piedras, asombrado, y viendo cómo a cada segundo las posibilidades de disparar disminuían. Flynn se puso de pie de un salto y corrió hacia un lado de la higuera, abriendo su línea de fuego con un violento disparo al elefante mientras éste huía, un intento dirigido al espinazo en el punto donde se curva hacia abajo, entre las ancas y la cola raída.

Una punzada de dolor le atravesó un pie al apoyarlo sobre una mata de espinas de ocho centímetros de largo. Flynn cayó de rodillas gritando de dolor.

Doscientos metros más allá, el viejo elefante penetró en uno de los bosquecitos y desapareció.

—¡Flynn! ¡Flynn!

Con el pie lastimado, agitándose, gimiendo de dolor y frustración, Flynn se sentó en la hierba y esperó a que Sebastian Oldsmith se acercara.

—Voy a dejarlo que se acerque —dijo Flynn para sí mismo.

Sebastian se estaba aproximando con las largas zancadas propias de un hombre que baja una pendiente. Había perdido su sombrero y sus oscuros cabellos rizados le bailaban sobre la cabeza a cada paso. Todavía gritaba.

—Le voy a disparar en el estómago —decidió Flynn—. ¡Con los dos cañones! —y buscó a tientas el arma caída junto a él.

Sebastian lo vio y cambió de rumbo.

Flynn sopesó el rifle.

—Le había avisado. Le tenía dicho que lo haría —y su mano derecha se colocó alrededor del percusor del rifle, con el dedo índice buscando instintivamente el gatillo.

—¡Flynn! ¡Alemanes! Todo un ejército; justo al otro lado de la colina. Vienen hacia este lado.

—¡Dios! —exclamó Flynn, abandonando inmediatamente sus intenciones homicidas.