Flynn envió a sus exploradores a lo largo del río y, cuando informaron que las orillas lejanas estaban limpias de patrullas alemanas, les ordenó cruzar.
Esta expedición era muy distinta de los vagabundeos amables y sin rumbo de Sebastian en territorio alemán. Flynn era un profesional. Cruzaron el río durante la noche. Lo hicieron en estricto silencio y desembarcaron a tres kilómetros río abajo de la aldea de M’topo. No hubo demoras en la playa, sino una marcha apresurada que comenzó inmediatamente y continuó en un inflexible silencio hasta una hora antes del amanecer; una marcha que los llevó veinticuatro kilómetros tierra adentro desde el río y terminó en una arboleda cuidadosamente elegida, teniendo en cuenta las colinas y hondonadas de los alrededores que proporcionaban múltiples vías de escape.
Sebastian estaba impresionado por las estudiadas precauciones que Flynn tomaba antes de acampar; las contramarchas, la cuidadosa eliminación de las huellas con manojos de hierbas secas y los centinelas en el campamento.
Durante los diez días que aguardaron allí, no se rompió ni una sola rama de árbol, ni una sola hacha hundió su filo en los oscuros arbustos. La pequeña hoguera nocturna se alimentaba con basura seca y restos de leña meticulosamente seleccionada, y antes del amanecer era apagada con arena, así no quedaban señales de humo que los descubrieran durante el día.
Las voces nunca alcanzaban el tono de una conversación e incluso el simple sonido de un balde al chocar provocaba en Flynn feroces reprimendas, por lo que todos estaban expectantes, esperando el peligro, con los nervios y el cuerpo templados para la acción.
Durante la octava noche, los exploradores que Flynn había mandado comenzaron a regresar al campamento. Llegaron con toda la cautela y el sigilo de animales nocturnos y se pusieron en cuclillas alrededor del fuego para contar lo que habían visto.
—… anoche tres viejos machos bebían en la charca de la hiena enferma. Tenían unos dientes de este tamaño —mostraban con el brazo la medida de los colmillos de marfil—… Aparte de ellos, diez hembras dejaron sus huellas en el barro, seis de ellas jóvenes, con crías. Ayer, en el lugar donde la colina de Inhosana se quiebra y dobla sus brazos, donde habíamos visto cruzar otra manada, vimos moverse, hacia el amanecer, cinco machos jóvenes, veintitrés hembras y…
Los informes eran embarullados, ininteligibles para Sebastian, que no tenía un mapa de la región en su cabeza. Pero Flynn, sentado al lado del fuego, escuchando, recomponía los fragmentos y construía con ellos un cuadro exacto de la situación. Enseguida dedujo que los grandes machos todavía estaban separados de la manada de sus hembras, ya que se demoraban en las tierras altas, mientras que las hembras habían comenzado a moverse hacia atrás en dirección a los pantanos que se formaron con la inundación, ansiosas por alejar a sus crías de los peligros que los bosques de la pradera ofrecerían una vez que comenzara la temporada de sequía.
Tomó nota sobre el espesor y tamaño estimados de los colmillos. El marfil imperfecto no valía la pena acarrearlo, ya que sólo servía para bolas de billar y teclas de piano. El mercado estaba lleno de marfil de ese tipo.
Por el contrario, un colmillo joven, de cincuenta kilos de peso, de dos metros de largo y con un espesor del doble de un muslo de mujer gorda, podría venderse a cincuenta chelines la libra por el sistema de peso inglés. Un animal que ostentara colmillos como ésos valdría cuatrocientas o quinientas libras en buenas monedas de oro.
Una por una, Flynn descartó las posibles áreas de cacería. Ese año no habría elefantes en las colinas de M’bahora. Había buenas razones para ello: treinta montones de grandes huesos blanqueados por el sol yacían esparcidos por la colina, marcando el sendero por el que los rifles de Flynn habían pasado dos años antes. El recuerdo de los disparos estaba demasiado fresco y las manadas evitaban el lugar.
No había elefantes en el acantilado de Tabora. Una plaga había abatido el bosquecito de árboles de mapundu, marchitando las bayas antes de que pudieran madurar. Los elefantes apreciaban mucho el fruto del mapundu y marchaban hacia otro lugar para encontrarlo.
Se habían ido a las colinas de Sania, a Kilombera y a las colinas de Salito.
Salito estaba a un día de marcha fácil desde el destacamento alemán de Mahenge. Flynn lo borró de su lista mental.
Cuando los exploradores terminaron su informe, Flynn hizo la pregunta que influiría en su decisión final.
—¿Qué pasa con el Arado de la Tierra?
Y le contestaron:
—No hemos visto nada. No hemos oído nada.
El último explorador llegó dos días después que los otros. Se lo veía avergonzado y con algo más que sentimiento de culpa.
—¿Dónde diablos has estado? —le preguntó Flynn; el hombre tenía su disculpa preparada.
—Seguro de que el Gran Señor Fini preguntaría sobre ciertas cosas, fui además a la aldea de Yetu, donde está mi tío. Mi tío es un fundi. No hay una sola cosa salvaje que camine, ni un solo león que se mate, ni un elefante que rompa una rama sin que mi tío lo sepa. Por eso fui a preguntar a mi tío sobre esas cosas.
—Tu tío es un famoso fundi, y es también famoso hacedor de hijas —hizo notar secamente Flynn—. Concibe hijas como la luna tiene estrellas.
—Realmente mi tío Yetu es un hombre de fama. —Rápidamente el explorador volvió a llevar a Flynn a su línea de discusión—. Mi tío envía sus saludos al señor Fini y me ordena hablar así: «Esta temporada muchos buenos elefantes en las colinas de Sania. Van de a dos y de a tres. Con mis propios ojos he visto doce que mostraban colmillos tan largos como una lanza torcida y he visto señales de que hay muchos más». Mi tío me obliga también a dar otros informes: «Hay uno entre ellos que el señor Fini conoce porque ha preguntado por él muchas veces. Es un macho entre los grandes machos. Uno que se mueve con tal majestad que los hombres lo han llamado el Arado de la Tierra».
—¿No te estarás inventando esa historia para apaciguar mi furia contra ti? —le preguntó Flynn con aspereza—. ¿Soñaste con el Arado de la Tierra mientras estabas arando las panzas de las numerosas hijas de tu tío? —Su anhelo estaba agriado por el escepticismo. Muchas veces había emprendido alocadas expediciones llevado por su deseo de cazar al gran macho. Se inclinó hacia adelante en dirección al fuego para observar los ojos del explorador cuando le contestaba.
—Es la verdad, señor. —Flynn lo miró atentamente, pero no encontró rastros de engaño en su rostro; luego dirigió su mirada a las llamas de la fogata.
Fue al cabo de diez años de su llegada a África cuando Flynn oyó por primera vez la leyenda del elefante cuyos colmillos tenían tal tamaño que sus puntas tocaban el suelo y dejaban una doble zanja a su paso. Se había reído de la historia, como lo había hecho de la historia del rinoceronte que mató a un poderoso árabe y que llevaba en su cuerno un brazalete de piedras preciosas. Contaban que el brazalete había quedado allí desde que atacó con el cuerno al árabe. En África había miles de historias míticas como ésta, desde el tesoro de Salomón a la leyenda del cementerio de elefantes, y Flynn no creía ninguna de ellas.
En cierta ocasión vio cómo un mito cobraba vida. Un día, al anochecer, estando acampado cerca de Zambese, en territorio portugués, salió a cazar pájaros por la orilla del río. A tres kilómetros del campamento vio algunos pájaros que venían desde el agua, volando muy rápido, y se escondió en un espeso cañaveral para verlos llegar.
Mientras volaban y se posaban en las playas del río, Flynn pegó un salto y disparó a derecha y a izquierda alcanzando al pájaro que llevaba la delantera y al siguiente, que se desmoronaron en el aire, dejando una débil estela de plumas que marcaban su paso.
Pero Flynn no llegó a ver cómo los pájaros llegaban a tierra, pues, mientras los disparos de su escopeta todavía resonaban en el río, el cañaveral onduló, se quebró, estalló y entonces un elefante apareció en el espacio abierto.
Era un elefante macho de cuatro metros de alto. Un elefante tan viejo que sus orejas estaban rasgadas hasta la mitad. La piel que cubría su cuerpo colgaba en pliegues y arrugas profundas, más floja en la parte de las rodillas y el cuello. La punta de su cola estaba raída. Unas lágrimas, mucosas, debido a su gran vejez, le manchaban las polvorientas mejillas.
Salió del cañaveral con paso vacilante y comenzó a correr con el cuerpo encorvado y con la cabeza inclinada en un ángulo forzado y torpe.
Flynn casi no podía creer lo que veían sus ojos cuando descubrió la causa por la que el animal caminaba así de torcido. De ambos lados de la cabeza sobresalían dos idénticas columnas de marfil, perfectamente iguales, derechas como las columnas de un templo griego, sin un centímetro menos desde el labio hasta la punta roma. Estaban teñidas del color del jugo del tabaco, cuatro metros de marfil que habrían tocado la tierra si el elefante no llevara la cabeza extrañamente erguida.
Mientras Flynn permanecía paralizado por la incredulidad, el elefante pasó a cincuenta metros escasos y se internó en el bosque.
Flynn tardó treinta minutos en regresar al campamento y cambiar el rifle para cazar pájaros por una escopeta Gibbs de cañón doble, tomar una botella de agua, llamar a gritos a sus fusileros y volver al río.
Puso a Mohammed a seguir el rastro. Primero sólo las marcas redondas de las patas en la tierra polvorienta, marcas de patas parejas del tamaño de la tapa de un cubo de basura, el granulado de los cascos del viejo macho se había gastado hacía tiempo. Después de ocho kilómetros de marcha veloz encontraron otras huellas. A cada lado del rastro, una línea doble casi borrada a través de hojas muertas, hierbas y tierra blanda donde las puntas de los colmillos tocaban suelo, y Flynn entendió por qué al viejo elefante lo llamaban el Arado de la Tierra.
Perdieron el rastro el tercer día a causa de la lluvia, pero una docena de veces en los años que siguieron, Flynn encontró y perdió ese doble surco, y en una ocasión volvió a ver al viejo macho con sus prismáticos, siempre con su desgastada cabeza convenientemente levantada. Cuando Flynn encontró el lugar donde había visto al elefante, estaba desierto.
Flynn nunca había deseado nada con una pasión tan obsesiva como la que sentía por poseer esos colmillos.
Ahora permanecía silencioso junto a la fogata, recordando todas esas cosas, y en su interior el deseo se volvió más agudo y acuciante que el que jamás había sentido por una mujer.
Por fin levantó la vista hacia el explorador y dijo bruscamente:
—Mañana, con las primeras luces, iremos a la aldea de Yetu, en Sania.
Una mosca se posó en la mejilla de Herman Fleischer y se frotó las patas delanteras con fruición, como regodeándose ante la perspectiva de beber la gotita de sudor que temblaba insegura del lóbulo de la oreja.
El askari que estaba de pie detrás de la silla de Herman agitó la cola de cebra con tanta habilidad, que ninguno de los largos pelos negros tocó el rostro del comisionado y la mosca se alejó para tomar posiciones en el espacio que circundaba la cabeza de Herman.
Herman no se inmutó. Estaba hundido en su silla, mirando amenazadoramente a los dos ancianos que estaban en cuclillas en el polvoriento suelo debajo de la galería. El silencio era como un manto que cubría a todos en el calor agobiante. Los dos jefes aguardaban pacientemente. Habían hablado y ahora esperaban la contestación de Buana Mkuba.
—¿Cuántos han matado? —preguntó finalmente Herman, y el mayor de los dos jefes le respondió:
—Señor, tantos como los dos dedos de sus dos manos. Pero ésos son sólo de los que estamos seguros, puede haber más.
Lo que preocupaba a Herman no eran los muertos en sí, sino el número de ellos. Eso le daría una idea de la gravedad de la situación. Las muertes rituales eran el primer peldaño en el camino de la rebelión. Comenzaba con una docena de hombres reunidos a la luz de la luna, vestidos con capas de piel de leopardo, con dibujos en el rostro hechos con tiza blanca. Con garfios de acero atados a las manos, mutilaban ceremoniosamente a una joven y devoraban ciertas partes de su cuerpo. Eso era un entretenimiento inocente según el punto de vista de Herman, pero, cuando ocurría con mucha frecuencia, generaba en el distrito un clima de terror. Ése era el clima de la revuelta. Entonces los sacerdotes del leopardo caminaban por las aldeas durante la noche, marchando públicamente en procesión con las antorchas encendidas, y los hombres, que yacían temblando dentro de las chozas cerradas, debían escuchar las instrucciones coreadas por la macabra procesión y obedecerlas.
Eso había sucedido diez años antes en Salito. Los sacerdotes les habían ordenado resistirse al pago de impuestos de aquel año. Habían degollado al comisionado visitante y a veinte de sus askaris, cortando los cuerpos en trocitos con los que adornaron los espinos.
Tres meses más tarde, un batallón de infantería alemán desembarcó en Dar es Salaam y marchó hacia Salito. Quemaron las aldeas y dispararon sobre toda cosa viviente: hombres, mujeres, niños, gallinas, perros y cabras. La lista final de víctimas quizá fue aproximada, pero el oficial que comandaba el batallón se jactaba de haber matado a dos mil seres humanos. Probablemente exageraba. De todos modos, las colinas de Salito todavía estaban desprovistas de seres humanos y viviendas.
Todo el episodio había sido irritante y costoso, y Herman Fleischer no quería una repetición de aquello en la etapa final de su mandato.
Por principio esa prevención era mejor que la cura, así que decidió bajar y ofrecer unos pocos sacrificios rituales a su modo. Se echó hacia adelante en su silla y habló a su sargento de askaris.
—Veinte hombres. Nos vamos a la aldea de Yetu, en Sania, mañana antes del amanecer. No olvides las sogas.