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Incluso con la prodigiosa forma de gastar de Flynn, su parte de las ganancias de la expedición para cobrar impuestos duró otras dos semanas.

Durante ese período, Rosa y Sebastian dedicaron parte de su tiempo a vagar tomados de la mano por las calles y las tiendas de Beira, a sentarse, siempre tomados de la mano, en la playa y a contemplar el mar. La felicidad que irradiaban afectaba a cualquiera que pasase a menos de quince metros de ellos. Cualquier desconocido que, ceñuda y apresuradamente, se cruzara con la feliz pareja por las estrechas callecitas, al verlos caía bajo su influjo y su paso perdía celeridad y el gesto adusto era reemplazado por una sonrisa. Pero la mayoría del tiempo lo pasaban enclaustrados en la suite nupcial de la parte alta del bar, donde se encerraban por la tarde temprano y no salían hasta el mediodía del día siguiente.

Ni Rosa ni Sebastian habían imaginado que podía existir semejante felicidad.

Transcurridas las dos semanas, Flynn los estaba esperando en el bar a la hora del desayuno. Se apresuró a reunirse con ellos en cuanto traspasaron la puerta.

—¡Felicidades! ¡Felicidades! —Rodeó con sus brazos los hombros de los novios—. ¿Y cómo están las cosas esta hermosa mañana? —Oyó, sin prestar atención, que Sebastian le contaba lo bien que se encontraban él y Rosa y lo a gusto que habían dormido los dos—. ¡Claro! ¡Claro! —Flynn interrumpió la exaltación de Sebastian—. Escucha, Bassie, ¿recuerdas las diez libras que te di?

—Sí. —Sebastian se volvió cauteloso.

—Devuélvemelas, ¿quieres?

—Ya las he gastado, Flynn.

—¿Qué es lo que has hecho? —aulló Flynn.

—Las he gastado.

—¡Altísimo Todopoderoso! ¿Todo? ¿Has despilfarrado diez libras en tan pocos días? —Flynn estaba horrorizado por el despilfarro de su yerno, y Sebastian, que sinceramente había creído que aquel dinero era para hacer lo que quisieran, se sintió culpable.

Salieron para Lalapanzi esa tarde. Madame Da Souza había aceptado un recibo firmado por Flynn a cuenta de los destrozos.

A la cabeza de la columna, Flynn, agotado por la caminata y tratando de calmar el dolor de cabeza provocado por la borrachera, estaba de muy mal humor. La hilera de cargadores, sucios y biliosos por las dos semanas de vida regalada, se hallaban en un estado semejante. Al final de la melancólica caravana, Rosa y Sebastian se arrullaban; eran como una isla de sol en un mar de brumas.

Los meses pasaron rápido en Lalapanzi durante el monzón de 1913. Gradualmente, la barriga de Rosa, mientras su diámetro aumentaba, se convirtió en el centro de Lalapanzi. El eje de rotación alrededor del que giraba toda la comunidad. Las discusiones en la zona de la servidumbre, dirigidas por Nanny, la autoridad aceptada, se referían casi exclusivamente a este tema. Todos deseaban que fuera un varón, a pesar de que secretamente Nanny acariciaba la idea de que pudiera nacer otra Pequeña Cabellos Largos.

Incluso Flynn, durante los largos ratos de forzada inactividad, mientras la fuerza de las lluvias traídas por el monzón convertía la tierra en un lodazal y los ríos en torrentes marrones, veía despertar sus instintos de abuelo. A diferencia de Nanny, no tenía dudas sobre el sexo del niño que todavía no había nacido, y había decidido llamarlo Patrick Flynn O’Flynn Oldsmith.

Comunicó su decisión a Sebastian un día que ambos estaban cazando en las colinas cercanas para llenar la olla.

A fuerza de una diligente aplicación y mucha práctica, la puntería de Sebastian había mejorado por encima de toda razonable expectativa. Iba a demostrarlo. Disparaban desde un espeso arbusto en medio de las rocas quebradas y las hondonadas. Las constantes lluvias habían ablandado el terreno y les permitían moverse silenciosamente. Flynn estaba a cincuenta metros a la derecha de Sebastian, moviéndose con pesadez pero rápidamente a través de la maleza.

Los kudúes yacían bajo una espesa capa de matorrales, junto al borde de la hondonada. Eran dos jóvenes machos de tonalidades doradas con delgadas franjas de color tiza por todo el cuerpo, con la papada colgante y orlada por abundantes pelos amarillos, con grandes cuernos y algo más altos que los ponies de jugar al polo, pero también más pesados. Cuando salieron velozmente por la hondonada, Flynn saltó de su escondite y los arbustos le impidieron disparar su arma.

—Córtales el paso, Bassie. —Flynn disparó y Sebastian dio dos rápidas zancadas alrededor del arbusto que tenía ante él y se colocó en un lugar protegido. Oyó el golpeteo del gran cuerno contra una rama y el primer macho salió corriendo por la hondonada, pasando frente a él. Parecía flotar, irreal, intangible, a través de la llovizna gris azulada. Tenía un aire fantasmal en medio de la lluvia que empapaba la vegetación, y los arbustos y los troncos de los árboles que se interponían entre ellos prácticamente impedían disparar. En el instante que el macho cruzaba un claro entre dos arbustos espinosos, el disparo de Sebastian le quebró el cuello con una abertura grande como un puño.

Con el sonido del disparo, el segundo animal se lanzó en una carrera saltando entre los arbustos espinosos que le salían al paso. Sebastian tomó el rifle ligeramente sin colocarse la culata en el hombro, con la mano derecha abrió y cerró el cargador y, a continuación, disparó.

El peso de la bala alcanzó al kudú en medio del aire y lo arrojó hacia un costado. Pataleando y rodando golpeó contra la tierra y cayó en el suelo de la hondonada.

Mohammed pasó al galope a Sebastian, aullando como un indio, y blandiendo un largo cuchillo, alcanzó al segundo macho y le cortó la garganta antes de que muriera, porque debían cumplirse las reglas del Corán.

Flynn caminó hacia Sebastian.

—Buen tiro, Bassie, muchacho. Salado, seco y adobado, tenemos carne para un mes.

Y Sebastian sonrió con modestia, aceptando el cumplido. Caminaron juntos en dirección a Mohammed y lo observaron descuartizar los dos grandes animales.

Con la habilidad de un maestro de la táctica, Flynn escogió ese momento para informar a Sebastian sobre el nombre que había elegido para su nieto. No estaba preparado para la feroz oposición que encontró en Sebastian. Por lo visto, él había decidido que el nombre del niño sería Francis Sebastian Oldsmith. Flynn sonrió y luego, con su más persuasivo y convincente acento irlandés, comenzó a señalar lo cruel que sería imponer al niño un nombre así.

Aquello era un puñalada en el orgullo de los Oldsmith y Sebastian se lanzó en su defensa. Para cuando regresaron a Lalapanzi, la discusión necesitaba sólo unas seis palabras ofensivas para convertir el asunto en una batalla.

Rosa los oyó llegar. Los alaridos de Flynn inundaban el lugar.

—¡No voy a permitir que mi nieto lleve un nombre de marica como ése!

—¡Francis es nombre de reyes y guerreros y caballeros! —gritó Sebastian.

—¡Una bazofia, eso es lo que es!

Rosa salió a la amplia galería y se quedó allí con los brazos colocados sobre la preciosa curva de su cuerpo, que era la causa de la discusión.

Ellos la vieron y emprendieron una indecorosa carrera, tratando cada uno de llegar primero con el propósito de ganarla para su propia causa.

Escuchó las quejas, con una misteriosa sonrisita en los labios, y por fin dijo:

—Se llamará María Rosa Oldsmith. —Un rato más tarde Flynn y Sebastian estaban juntos en la terraza.

Diez días antes, las últimas lluvias de la temporada habían llegado bramando desde el océano Índico y se desparramaron sobre el inconmovible escudo del continente. Ahora, la tierra se estaba secando; los ríos volvían a recobrar su cordura y regresaban purificados a los límites de sus orillas. Nuevas hierbas crecían en la tierra roja para saludar la llegada del sol. Durante ese breve período, la tierra entera estaba viva y verde; incluso los árboles espinosos, retorcidos y enmarañados, brotaban con tiernas hojas verdes. Detrás de cada par de gallinas de Guinea, que cacareaban y escarbaban la tierra de Lalapanzi, había una fila de pollitos moteados. Esa mañana temprano, una manada de antílopes se había desplazado por el horizonte en dirección al valle, y detrás de cada hembra iba la cría trotando. Para todos había nueva vida o la esperanza de una nueva vida.

—¡Bueno, deja de preocuparte! —dijo Flynn, y su paso inquieto lo llevó hasta la silla de Sebastian.

—No estoy preocupado —contestó con indulgencia Sebastian—. Todo va a salir bien.

—¿Cómo lo sabes? —le desafió Flynn.

—Bueno…

—Sabes que la criatura puede nacer muerta o algo por el estilo. —Flynn agitó sus dedos frente a la cara de Sebastian—. Puede tener seis dedos en cada mano… ¿Qué te parece eso? Oí decir que uno había nacido con…

Mientras Flynn relataba una interminable lista de horrores, la expresión de orgullo y ansiosa espera de Sebastian se fue transformando lentamente. Se levantó de la silla y se puso de pie al lado de Flynn.

—¿Le queda algo de ginebra? —preguntó con voz ronca, lanzando miradas a las ventanas cerradas de la habitación de Rosa. Flynn sacó una botella de su chaqueta.

Una hora más tarde, Sebastian estaba doblado sobre su silla, con un vaso de ginebra hasta la mitad entre las dos manos. Lo contemplaba con expresión angustiada.

—No sé qué haré si nace con… —No pudo continuar. Se estremeció y se llevó el vaso a los labios. En ese momento un largo grito de impaciencia salió de la habitación cerrada. Sebastian se levantó como si le hubieran puesto una bayoneta en el trasero y se echó la ginebra por la camisa. Su siguiente salto fue en dirección al dormitorio, el mismo camino que había elegido Flynn. Chocaron violentamente y echaron a correr juntos por la terraza. Alcanzaron la puerta y llamaron pidiendo que los dejaran entrar. Pero Nanny, que los había echado desde el primer momento, todavía inflexible se negó a abrir la puerta o a darles información sobre la evolución del parto. Su decisión era respaldada por Rosa.

—No les permitas entrar hasta que todo esté listo —le susurró roncamente y salió del estupor del cansancio para ayudar a Nanny a lavar y vestir a la criatura.

Cuando por fin todo estuvo listo y Rosa yacía acomodada entre las almohadas con la criatura sobre su pecho, hizo un gesto a Nanny:

—Abre la puerta —dijo.

La tardanza había confirmado las peores sospechas de Flynn. La puerta se abrió y él y Sebastian entraron en la habitación con frenética ansiedad.

—¡Oh, gracias a Dios, Rosa! ¡Todavía estás con vida! —Sebastian llegó a la cama y cayó de rodillas.

—Examina los pies —le indicó Flynn—. Yo miraré las manos y la cabeza —y antes de que Rosa pudiera evitarlo le habían quitado la criatura de los brazos.

—Los dedos están bien. Dos brazos, una cabeza. —Flynn murmuraba entre las protestas de Rosa y los berridos de indignación del bebé.

—Está todo bien. ¡Muy bien! —Sebastian hablaba con creciente alivio que iba transformándose en deleite—. ¡Es precioso! —Y abrió el mantón que envolvía a la criatura. Su expresión se descompuso y se le quebró la voz—. ¡Oh, Dios mío!

—¿Qué ocurre? —dijo vivamente Flynn.

—Tenías razón, Flynn. Es deforme.

—¿Qué? ¿Dónde?

—Aquí —señaló Sebastian—. No tiene lo que debería tener —y los dos permanecieron horrorizados.

Pasaron largos segundos hasta que, los dos a una, se dieron cuenta de que la pequeña hendidura no era ninguna deformidad sino más bien obra de la naturaleza.

—¡Es una niña! —dijo Flynn con consternación.

—¡Una niña! —le hizo eco Sebastian, y rápidamente corrió la mantilla para preservar el pudor de su hija.

—Es una niña. —Rosa sonrió, pálida y feliz.

—Es una niña —rió Nanny, triunfal.

María Rosa Oldsmith había llegado sin alboroto y con el mínimo de inconvenientes para su madre, así que Rosa estaba ya levantada al cabo de veinticuatro horas. Todas sus otras actividades se desarrollaron con la misma consideración y prontitud. Lloraba cada cuatro horas: un solo llanto de hambre que se detenía cuando el pecho llegaba a su boca. Sus movimientos intestinales eran igualmente regulares, con el correcto volumen y consistencia, y el resto de sus días y sus noches lo pasaba casi enteramente durmiendo.

La niña era preciosa, sin el color púrpura de la mayoría de los recién nacidos, sin el aplastamiento de las facciones ni la mirada estrábica o vaga.

Era perfecta desde la punta de su rizado y sedoso cabello hasta los rosados dedos de los pies.

A Flynn le costó dos días recobrarse de la desilusión de sentirse engañado por no tener un nieto varón. Se quedaba enfurruñado en el arsenal o se sentaba, solitario, al final de la terraza. La segunda tarde, Rosa elevó la voz justo lo necesario para que la oyera.

—¿No crees que María se parece mucho a papito? Tiene la misma nariz y la misma boca. Mírale los ojos.

Sebastian abrió la boca para negar enfáticamente el parecido, pero la volvió a cerrar porque Rosa le dio una dolorosa patada en la pantorrilla.

—Es su viva imagen. No hay duda de quién es el abuelo.

—Bueno, yo supongo… Si la miras de cerca. —Sebastian estuvo de acuerdo sin gran alegría.

En el extremo de la terraza, Flynn permanecía con la cabeza inclinada atento a las voces. Media hora más tarde, había llegado hasta la cuna y estudiaba pensativamente su contenido. La tarde siguiente arrimó su silla a un lado y dirigía la conversación con observaciones tales como «Tiene un marcado parecido a la familia. Mirad esos ojos… ¡No hay duda de quién es su abuelito!»

Intercalaba sus observaciones con avisos e instrucciones.

—No te acerques tanto, Bassie. Le estás transmitiendo tus gérmenes. Rosa, esta niña necesita otra manta. ¿Cuándo ha comido por última vez?

No pasó mucho tiempo antes de que empezara a ejercer presión para alejar a Sebastian.

—Ahora tienes responsabilidades. ¿Has pensado en eso?

—¿Qué quiere decir, Flynn?

—Solamente contéstame a esto. ¿Qué tienes en este mundo?

—A Rosa y a María —respondió Sebastian.

—Bien. ¡Eso es maravilloso! ¿Y cómo vas a alimentarlas y vestirlas… y cuidar de ellas?

Sebastian se manifestó muy satisfecho por los arreglos actuales.

—¡Estoy seguro que lo estás! No te cuesta nada. Pero considero que es tiempo de que salgas y hagas algo.

—¿Como qué?

—Como ir a cazar elefantes y conseguir algunos colmillos.

Tres días después, armado y equipado para una expedición de caza, Sebastian encabezaba una columna de fusileros y cargadores bajando por el valle en dirección al río Rovuna.

Catorce horas más tarde, en el crepúsculo del atardecer, estaba de vuelta.

—En nombre de todos los santos, ¿qué haces tú aquí? —preguntó Flynn.

—Tuve una premonición. —Sebastian estaba avergonzado.

—¿Qué premonición?

—Que debía volver —murmuró Sebastian.

Se fue de nuevo dos días más tarde. Esta vez cruzó realmente el Rovuna antes de que la premonición se apoderara de él una vez más y le hiciera regresar con Rosa y María.

—Bien. —Flynn hizo un gesto de resignación—. Considero que tendré que ir contigo y asegurarme de que lo haces. —Sacudió la cabeza—. Me has decepcionado, Bassie. —La mayor desilusión era el hecho de que había confiado en tener a su nieta para él solo durante algunas semanas.

—Mohammed —aulló—. Prepara mi equipo.