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Flynn regresó de los confines de la muerte con gran prontitud, de tal forma que despertó las sospechas de Rosa. De todos modos, la muchacha lo pasó por alto, porque estaba muy contenta de haber evitado alejarse de Lalapanzi. Había otro asunto, en cambio, que demandaba toda su atención.

Desde que se despidió de Sebastian al comenzar el viaje de los impuestos, Rosa había notado que ciertas funciones propias del cuerpo de la mujer se habían interrumpido bruscamente. Consultó con Nanny, quien a su vez consultó con el brujo local, quien a su vez abrió la panza de una gallina y consultó sus entrañas. Su descubrimiento fue terminante, y Nanny transmitió el informe a Rosa, sin revelar la fuente de su información, porque la Pequeña Cabellos Largos tenía una mente cerrada en lo que respecta a la fe en el ocultismo. Rebosante de felicidad, Rosa llevó a Sebastian a caminar por el valle y encontraron la cascada donde todo había comenzado. Puso los brazos alrededor de su cuello y le murmuró al oído. Tuvo que repetírselo, porque su voz se ahogaba en una carcajada.

—¿Es una broma? —jadeó Sebastian y luego se ruborizó hasta ponerse morado.

—Sabes que no estoy bromeando.

—¡Caramba! —dijo Sebastian. Luego, buscando algo más expresivo, añadió—: ¡Qué hijo de puta!

—¿No estás contento? —preguntó Rosa—. Lo he hecho por ti.

—Pero ni siquiera estamos casados.

—Eso puede arreglarse.

—Y ahora mismo —estuvo de acuerdo Sebastian. La tomó por la cintura—. ¡Ven!

—Sebastian, recuerda mi estado.

—Caramba, lo siento.

La tomó de la mano y la llevó de vuelta a Lalapanzi con tanto cuidado como si fuera un frasco de nitroglicerina.

—¿A qué viene tanta prisa? —preguntó jovialmente Flynn durante la cena—. Primero tengo un trabajito para Bassie. Quiero que vaya al otro lado del río…

—No… —dijo Rosa—. Vamos a ir a ver al sacerdote a Beira.

—Esto sólo le llevará un par de semanas. Cuando regrese podremos hablar de ese asunto.

—¡Vamos a ir a Beira… mañana!

—¿Por qué tanta prisa? —volvió a preguntar Flynn.

—Bueno… Verá, Flynn, viejo camarada… —retorciéndose en la silla, ruborizándose vivamente, Sebastian se interrumpió.

—Lo cierto es que voy a tener un hijo —Rosa terminó la frase por él.

—Que tú… ¿qué? —Flynn la contempló horrorizado.

—Tú dijiste que querías ver a tu nieto —señaló Rosa.

—Pero no quería decir que se pusieran a trabajar en ello en el acto —gruñó, y se volvió hacia Sebastian—. ¡Jovenzuelo vicioso!

—¡Padre, tu corazón! —lo contuvo Rosa—. De todos modos no culpes a Sebastian, yo también tuve mi parte.

—Desvergonzada… Descarada… —Rosa buscó detrás del asiento donde Flynn tenía una botella de ginebra.

—Toma un poco de esto… te calmará.

Partieron para Beira a la mañana siguiente. Rosa iba tumbada en una litera, mientras Sebastian trotaba a su lado, atendiéndola ansiosamente, listo para ayudar cuando pasaban por los lugares más difíciles y para maldecir a los cargadores si tropezaban.

Cuando dejaron Lalapanzi, Flynn O’Flynn se colocó en la parte de atrás de la columna, tirado en su litera con una botella por compañía, refunfuñando y murmurando sombríamente sobre cosas tales como la fornicación y el pecado.

Pero tanto Rosa como Sebastian le hicieron caso omiso y, cuando acamparon esa noche, los dos se sentaron frente a él al lado de la fogata y susurraron y rieron en secreto. Bajaron sus voces a un nivel tan tenue que Flynn, incluso forzando el oído, no pudo entender nada de la conversación. Eso lo enfureció de tal manera que finalmente comentó algo en voz alta acerca de «echar a golpes a la persona que le devolvía su hospitalidad violando a su hija».

Rosa dijo que ella daría cualquier cosa porque Flynn tratara de hacerlo otra vez. En su opinión, sería más divertido que ir al circo. Y Flynn escondió su dignidad en la botella de ginebra y se alejó hacia donde yacía Mohammed acostado bajo los arbustos.

Un rato antes del amanecer fueron visitados por un viejo león. Salió de la oscuridad, de fuera del círculo de luz de la hoguera, gruñendo como un jabalí hambriento, con el gran matorral de su oscura melena erguido, arrastrándose peligrosamente con increíble velocidad en dirección al grupo de figuras envueltas en mantas alrededor del fuego.

Flynn era el único que no estaba dormido. Había vigilado toda la noche, observando la figura reclinada de Sebastian en espera de que se moviera hacia el arbusto que proporcionaba un temporal aislamiento a Rosa. Flynn tenía a su lado la escopeta de doble cañón con grueso calibre para matar elefantes y tenía toda la intención de usarla.

Cuando el león cargó contra el campamento, Flynn se levantó de súbito y disparó los dos cañones de su rifle, apuntando a la cabeza y el pecho del devorador de hombres, matándolo en el acto. Pero toda su mole cayó hacia adelante por la inercia de la carrera, yendo a parar sobre Sebastian y rodando con él por encima de la fogata.

Sebastian se despertó por los gruñidos del león, el disparo, el violento choque con su enorme cuerpo, y la sangre que fluía de diversas partes de su anatomía. Con un salto y un grito feroz, arrojó a un lado su manta, se puso de pie y comenzó una rápida danza, canturreando en falsete y dando puntapiés a sus imaginarios asaltantes, espectáculo que provocó las alegres carcajadas de Flynn.

La risa, las alabanzas y el agradecimiento de Sebastian, Rosa y los cargadores, despejaron el ambiente.

—Ha salvado mi vida —dijo Sebastian conmovido.

—Oh, papito, eres maravilloso —dijo Rosa—. Gracias, muchas gracias —y lo abrazó.

Flynn se sentía cómodo con el manto de héroe sobre sus espaldas. Se volvió casi humano, y sus progresos en este sentido continuaron día a día conforme se acercaban al pequeño puerto portugués de Beira, ya que Flynn disfrutaba de sus raras visitas a la civilización.

La última noche acamparon a unos dos kilómetros del pueblo, y el viejo Mohammed, después de una conferencia privada con Flynn, marchó provisto de una pequeña bolsa con escudos para organizar los preparativos de la entrada de Flynn en Beira a la mañana siguiente.

Flynn estaba levantado al amanecer y, mientras se afeitaba con cuidado y se ponía una chaqueta y un pantalón limpios, uno de los cargadores limpió sus botas con grasa de hipopótamo y otros dos treparon a lo alto de una enorme palmera cercana al campamento y cortaron hojas desde su copa.

Todo estaba listo. Flynn subió a su litera y se dejó caer sobre una piel de leopardo. A ambos lados de Flynn se colocaron sendos porteadores provistos de hojas de palmera y comenzaron a abanicarlo. Detrás de Flynn, en fila, lo seguían los otros sirvientes, con colmillos de marfil y la piel del león todavía fresca. Detrás, con instrucciones de Flynn de no atraer la atención sobre ellos, seguían Sebastian y Rosa y los cargadores con el equipaje.

Con un gesto lánguido que podría haber sido usado por Nerón para dar la señal de que empezara el circo en Roma, Flynn dio la orden de iniciar la marcha.

Por el abrupto camino, a través de espesos matorrales, llegaron finalmente a Beira y entraron por la calle principal en procesión.

—¡Santo Dios! —Sebastian mostró su sorpresa cuando vio la recepción que les aguardaba—. ¿De dónde han salido todos ésos?

Los dos lados de la calle estaban ocupados por una multitud que los recibía alborozada, en su mayoría nativos, aunque aquí y allá un portugués o un comerciante hindú salían de sus locales para averiguar la causa del disturbio.

—¡Fini! —cantaba la multitud, golpeando las manos al unísono—. ¡Buana Mkuba! ¡Gran Señor! ¡Cazador de elefantes! ¡Matador de leones!

—No sabía que Flynn estuviera tan bien considerado. —Sebastian estaba impresionado.

—La mayoría de ellos nunca han oído hablar de él —lo desilusionó Rosa—. Envió anoche a Mohammed para que reuniera un grupo de cien o más. Les paga un escudo a cada uno para que vengan y lo reciban… y hacen tanto ruido que toda la población viene a ver qué sucede. Caen siempre en la trampa.

—¿Por qué se toma tantas molestias por esto?

—Porque se lo pasa en grande. ¡Simplemente obsérvalo!

Tirado en su litera, aceptando graciosamente los aplausos, era obvio que Flynn disfrutaba cada minuto de aquel espectáculo.

La cabeza de la procesión llegó al único hotel que había en Beira y se detuvo. Madame Da Souza, la corpulenta viuda con bigote, que era la propietaria del hotel, salió apresuradamente a dar la bienvenida a Flynn con un ruidoso beso y lo acompañó ceremoniosamente a través de la desgastada puerta. Flynn era de esa clase de clientes con los que siempre había soñado.

Cuando Rosa y Sebastian finalmente pudieron encontrar el camino hacia el hotel entre la muchedumbre, Flynn ya estaba instalado en el bar y había tomado la mitad de un gran vaso de cerveza Laurentia. El hombre sentado en el taburete de al lado era el ayudante de campo del gobernador de Mozambique, que había ido a entregar una invitación de Su Excelencia para que Flynn O’Flynn comiera esa noche en casa del gobernador. Era el día de arreglar cuentas en la sociedad de «Flynn O’Flynn y Otros». Su Excelencia José De Clare Don Felezardo Marqués Da Silva había recibido del gobernador Schee, en Dar es Salaam, un alarmante informe bajo la forma de protesta oficial y una solicitud de extradición por el éxito de las operaciones de su socio durante los últimos meses, y Su Excelencia estaba encantado de ver a Flynn.

De hecho, tan encantado estaba Su Excelencia con la marcha de los negocios de su sociedad, que ejerció su autoridad para anular las formalidades requeridas por la ley para casarse en la jurisdicción portuguesa: ganaron una semana y la tarde después de su llegada a Beira, Rosa y Sebastian estaban ante el altar de la catedral de estuco y tejas, mientras Sebastian trataba, con muy poco éxito, de recordar el latín aprendido en su época de estudiante para entender en qué se estaba metiendo.

El velo de la novia, que había pertenecido a la madre de Rosa, estaba amarillento por los muchos años que había permanecido guardado en aquel clima tropical, pero servía aún para mantener alejadas a las moscas, que eran siempre una molestia durante la temporada de calor en Beira.

Hacia el fin de la larga ceremonia, Flynn estaba vencido por el calor, la ginebra que había tomado en el almuerzo y una inundación inusual de sentimientos irlandeses que le hacían lloriquear sonoramente. Mientras se enjugaba los ojos y se sonaba las narices con un pañuelo inmundo, el ayudante de campo del gobernador lo golpeaba en la espalda, murmurándole algo al oído para infundirle ánimo.

El sacerdote los declaró marido y mujer y la feligresía acometió un tembloroso tedéum. Con la voz quebrada por la emoción y el alcohol, Flynn no dejaba de repetir: «Mi niñita, mi pobre niñita». Rosa dejó caer su velo y se volvió hacia Sebastian, quien inmediatamente olvidó sus recelos por las formalidades de la ceremonia y la tomó con entusiasmo entre sus brazos.

Todavía con su letanía de «mi pequeña niñita», Flynn fue arrastrado por el ayudante de campo hasta el hotel donde la propietaria había preparado la fiesta de casamiento. En atención al humor de Flynn O’Flynn, todo empezó con un aire sombrío, pero cuando llegó el champán, que madame Da Souza había preparado la tarde anterior, y empezó a hacer efecto, el ambiente cambió. Entre otras cosas, Flynn dio a Sebastian, como regalo de boda, diez libras y vació un vaso de cerveza sobre la cabeza del ayudante de campo.

Cuando, más tarde, Rosa y Sebastian yacían en la suite nupcial de encima del bar, Flynn unió su lengua pastosa al coro que cantaba en honor de los recién casados. Madame Da Souza estaba sentada en un banquillo, moviéndose en todas direcciones. Flynn le pellizcaba el trasero y las carcajadas la hacían agitarse como una medusa a la deriva.

Más tarde el placer de Rosa y Sebastian en la cama de matrimonio fue turbado por el hecho de que en el bar, directamente debajo de ellos, Flynn O’Flynn estaba disparando sobre las botellas de los estantes con su rifle de cañón doble para matar elefantes. Cada disparo era saludado con estruendosos aplausos por los otros invitados. Madame Da Souza, sentada en un rincón del bar, todavía temblando de risa, anotaba laboriosamente en su libro de cuentas: «una botella de Grandio London Dry Gin, 14,50 escudos; una botella de Grandio French Cognac Cinco Estrellas, 14,50 escudos; una botella de whisky escocés, 30 escudos; un champán francés Magnum Grandio, 75,90 escudos». Grandio era el nombre de la marca de la casa y significaba que el licor que contenía cada botella había sido mezclado y embotellado en el local bajo la supervisión personal de madame Da Souza.

Una vez que la nueva pareja se dio cuenta de que el bullicio del cuarto de abajo era suficiente como para ahogar las protestas de la desvencijada cama, no se preocuparon por privar a Flynn de su diversión.

Para los participantes fue una noche de gran placer, una noche para recordar con nostalgia y sonrisas pensativas.