El bungalow estaba a oscuras y todo el campamento dormía. Después de prevenirlos para que estuvieran en silencio, Sebastian llevó a su agotada banda al prado de enfrente y colocó el cofre con el dinero de los impuestos ante ellos. Estaba orgulloso de su éxito y quería conseguir la disposición de ánimo adecuada para su llegada a casa. Tras preparar el escenario, se dirigió a la escalera del bungalow, hacia la puerta de entrada, con la intención de despertar a la familia de una manera teatral.
Sin embargo, había una silla en la escalera y Sebastian tropezó. Cayó pesadamente; la silla hizo un gran ruido y el rifle se deslizó de su hombro y golpeó en las baldosas de piedra.
Antes de que Sebastian pudiera ponerse en pie, la puerta se abrió de un empujón y por ella apareció Flynn O’Flynn con su camisón de noche y armado con un rifle de doble cañón.
—Te he atrapado, hijo de puta —gruñó y levantó el rifle.
Sebastian oyó el clic del seguro y le temblaron las rodillas.
—¡No dispare, Flynn! Soy yo.
El rifle se inclinó un poco.
—¿Quién eres? ¿Y qué quieres?
—Soy yo… Sebastian.
—¿Bassie? —Flynn movió el rifle, vacilante—. No puede ser. Levántate, deja que te vea.
Sebastian obedeció con presteza.
—¡Dios mío! —juró Flynn, divertido—. Eres tú. ¡Dios mío! Oímos que Fleischer te había atrapado en la aldea de M’topo hace una semana. ¡Nos dijeron que te había quitado de en medio para siempre! —Se acercó con la mano derecha extendida dándole la bienvenida—. Lo conseguiste, ¿verdad? Bien hecho, Bassie, muchacho.
Antes de que Sebastian pudiera aceptar la mano de Flynn, Rosa apareció en la puerta, apartó a su padre y casi volvió a tirar al suelo a Sebastian. Con los brazos alrededor de su pecho y su mejilla apretada contra la cara barbuda de Sebastian, no dejaba de repetir:
—¡Estás a salvo! ¡Oh, Sebastian, estás a salvo!
Dolorosamente consciente del hecho de que Rosa no llevaba nada debajo del camisón y de que donde pusiera sus manos entraría en contacto con la suave y aterciopelada carne tibia, Sebastian gemía como un cordero con Flynn a sus espaldas.
—Perdón —dijo.
Sus primeros dos besos no dieron en el blanco, porque Rosa se movía de manera incontrolable. Uno se lo dio en la oreja, el siguiente en la ceja, pero el tercero fue directamente a sus labios.
Cuando finalmente se vieron forzados a separarse, sofocados, Rosa jadeó:
—Pensé que habías muerto.
—Muy bien, señorita —dijo enojado Flynn—. Ahora puede ir a ponerse algo de ropa.
Aquella mañana el desayuno en Lalapanzi fue una fiesta. Flynn aprovechó la debilidad de su hija y llevó una botella de ginebra a la mesa. Sus protestas no tenían convicción, y ella misma echó un poquito con sus propias manos en el té de Sebastian para fortalecerlo.
Comieron en la terraza, con la dorada luz del sol filtrándose a través de las enredaderas de buganvillas. Una bandada de brillantes estorninos revoloteaba y trinaba por los campos, y un pájaro cantaba desde una higuera silvestre. Toda la naturaleza contribuía a la fiesta del triunfo de Sebastian, mientras Rosa y Nanny daban lo mejor de sí mismas en la cocina, haciendo uso de los restos de las provisiones de Herman Fleischer que Sebastian había traído.
Los ojos de Flynn estaban inyectados en sangre y abotargados porque había pasado la noche contando lo que contenía el cofre de los impuestos del alemán y trabajando en sus cuentas bajo la luz de una lámpara. A pesar de todo, estaba de buen humor por la influencia de las tazas de té enriquecido con las que había desayunado. Se unió al coro de alabanzas y felicitaciones a Sebastian Oldsmith que entonaba Rosa O’Flynn.
—Nos has dado una buena sorpresa, Bassie —dijo riendo entre dientes, al finalizar la comida—. Me encantaría oír cómo va a explicarle Fleischer esto al gobernador Schee. Oh, me gustaría estar allí cuando le cuente lo del dinero de los impuestos, el muy hijo de puta; puede que esto los mate a los dos.
—Ahora que hablas de dinero —Rosa sonrió a Flynn—, ¿ya sabes qué parte le corresponde a Sebastian, papito? —Rosa lo llamaba con el nombre cariñoso de «papito» cuando estaba extremadamente bien dispuesta hacia él.
—Lo he hecho —admitió Flynn y el repentino brillo de astucia que apareció en sus ojos despertó la sospecha de Rosa. Sus labios se fruncieron un poco.
—¿Y cuánto es? —preguntó en un tono meloso en el que Flynn reconoció el equivalente al rugido de la sangre de una leona herida.
—Pero… ¿quién quiere arruinar un día así hablando de negocios? —Bajo presión, Flynn exageraba el acento irlandés con la esperanza de que Rosa se dejara engañar. Una empresa desesperada.
—¿Cuánto? —preguntó Rosa, y él se lo dijo.
Hubo un penoso silencio. Sebastian palideció debajo de su rostro quemado por el sol y abrió la boca para protestar. Con la seguridad de que iba a recibir la mitad del dinero, había hecho la noche anterior una seria proposición a Rosa, que ésta aceptó.
—Déjame esto a mí, Sebastian —susurró la joven y retuvo a Flynn poniéndole la mano sobre la rodilla—. Déjanos comprobar tus cuentas, ¿quieres? —dijo todavía en tono zalamero.
—Claro que quiero, y lo haré. Todo está perfectamente claro.
El documento que Flynn O’Flynn había confeccionado bajo el encabezamiento de «Empresa conjunta entre F. O’Flynn, S. Oldsmith y Otros. África oriental alemana. Período del 15 de mayo de 1913 al 21 de agosto de 1913», demostraba que pertenecía a una escuela de contabilidad muy poco ortodoxa.
La suma contenida en el cofre de los impuestos había sido convertida a libras esterlinas y el tipo de cambio usado era el fijado por el Pear’s Almanac de 1893. Flynn tenía muchos números atrasados de esa publicación.
De la abultada suma original de cuatro mil seiscientas cincuenta y dos libras, dieciocho chelines y seis peniques, Flynn dedujo su propio cincuenta por ciento y el diez por ciento de los otros socios: el jefe de la guarnición y el gobernador del Mozambique portugués. Del resto había deducido las pérdidas producidas en la expedición del Rufiji (ver cuenta dirigida a la Administración alemana de África del Este). De allí había descontado los gastos de la segunda expedición, sin olvidar detalles como:
Para L. Parbhoo (sastre): 15,10
Para un casco alemán: 5,10
Para cinco uniformes (askari) a 2,10 cada uno: 11,50
Para cinco rifles máuser a 10 cada uno: 50
Para 625 cargas de municiones de 7 mm: 22,10
Para adelanto de gastos de viaje: 100 escudos
entregados a S. Oldsmith: 1,05
Por último, la mitad de la participación de Sebastian del neto de las pérdidas llegaba a poco menos de veinte libras.
—No te preocupes —le garantizó Flynn—. No espero que me pagues ahora, simplemente deduciremos tu deuda de las ganancias de la próxima expedición.
—Pero Flynn, yo pensé que usted decía…, bueno, quiero decir, usted me dijo que iba a tener la mitad de las ganancias.
—Y eso es lo que tienes, Bassie, eso es lo que tienes.
—Usted dijo que éramos socios a partes iguales.
—Creo que me comprendiste mal, muchacho. Dije la mitad de la ganancia y eso quiere decir después de los gastos. Fue realmente una pena que hubiera una larga lista de pérdidas.
Mientras ellos discutían, Rosa estaba ocupada escribiendo con un resto de lápiz en el otro lado del papel de las cuentas de Flynn. Dos minutos más tarde, arrojó los resultados sobre la mesa del desayuno hacia el lugar de Flynn.
—Ésta es la forma en que yo lo he resuelto —dijo.
Rosa O’Flynn era alumna de la escuela «uno-para-ti-uno-para-mí», y sus cálculos eran más simples que los de su padre.
Con un grito de angustia, Flynn O’Flynn lanzó su protesta.
—Tú no entiendes de negocios.
—Pero reconozco la estafa cuando la veo —le replicó Rosa.
—¿Estás llamando estafador a tu padre?
—Sí.
—Podría usar el látigo contigo. No eres tan mayor como para que no pueda calentarte el trasero con unos golpes.
—¡Inténtalo! —dijo Rosa y Flynn dio marcha atrás.
—De todos modos, ¿qué haría Bassie con todo ese dinero? No es bueno para un joven. Podría echarlo a perder.
—Se casará conmigo con ese dinero. Eso es lo que hará con él.
Flynn hizo un ruido como si tuviera una espina de pescado en la garganta, su rostro se llenó de colores por la emoción y se balanceó peligrosamente en dirección a Sebastian.
—¡Eso! —dijo con estridencia—. ¡Eso es lo que yo me temía!
—Vamos, cálmese, por favor —Sebastian trató de apaciguarlo.
—Vienes a mi casa y actúas como el puñetero rey de Inglaterra. Tratas de usurpar mi dinero, ¡pero eso no es suficiente! ¡Ah, no! No te basta con eso. Además, tienes que corromper a mi hija.
—No seas vulgar —dijo Rosa.
—Eso sí que es bueno, no seas vulgar, dice, y ¿qué es lo que han estado haciendo a mis espaldas?
Sebastian se levantó de la mesa del desayuno con dignidad.
—No voy a dejar que hable así en presencia de una dama, señor. En especial, delante de la dama que me ha hecho el gran honor de aceptar convertirse en mi esposa. —Comenzó a desabrocharse la chaqueta—. ¿Querría salir al jardín y darme una satisfacción?
—Bien, vamos pues.
Cuando Flynn se levantó de su silla, hizo como si fuera a pasar a Sebastian, pero en ese momento los brazos de Sebastian estaban hacia atrás, tratando de librarse de las mangas de la chaqueta. Flynn dio un paso a un costado, se detuvo un momento para afinar la puntería y asestó su primer golpe en el estómago de Sebastian.
—¡Puf! —exclamó Sebastian y se inclinó involuntariamente hacia adelante para encontrar el otro puño de Flynn que venía desde la altura de sus rodillas. Pegó a Sebastian entre los ojos, el golpe lo hizo cambiar bruscamente de dirección, se deslizó hacia atrás por la terraza, la baja baranda de madera lo enganchó por las rodillas y cayó lentamente en el sembrado de flores, debajo de la galería.
—Vas a matarlo —gritó Rosa y agarró la pesada tetera china.
—Espero hacerlo —contestó Flynn y se agachó mientras la tetera volaba en dirección a su cabeza, le pasaba por encima y se estrellaba contra la pared de la terraza, rociándola de té y vapor.
Hubo un siniestro movimiento entre las flores de Rosa y luego emergió la cabeza de Sebastian, llena de pétalos azules entre los cabellos y con la piel de alrededor de los dos ojos hinchada y del mismo color que los pétalos.
—Flynn, eso no ha sido justo —anunció.
—No estaba mirando —acusó Rosa a su padre—. Le has pegado antes de que estuviera preparado.
—Bueno, ahora está mirando —gruñó Flynn y se lanzó por la terraza como una manada de hipopótamos. Desde las hortensias, Sebastian salió a su encuentro y adoptó la clásica postura del boxeador—. ¿Las reglas del marqués de Queensberry? —previno mientras Flynn se acercaba.
Flynn manifestó su rechazo al código del marqués, dándole una patada a Sebastian en la espinilla. Sebastian aulló y salió del sembrado de flores saltando sobre una pierna, mientras Flynn lo perseguía lanzándole una serie de vigorosos puntapiés. Dos veces alcanzó con sus botas el trasero de Sebastian; sin embargo, falló el tercer golpe y su propia inercia fue suficiente para que Flynn cayera hacia atrás. Quedó despatarrado en la tierra; mientras se ponía de rodillas, Sebastian tuvo tiempo de prepararse para el siguiente asalto.
Sus ojos estaban hinchados y experimentaba una desagradable sensación en su parte posterior; sin embargo, se plantó otra vez con el brazo izquierdo extendido y el derecho cruzado sobre el pecho. Mirando de soslayo más allá de Flynn, Sebastian vio a Rosa que descendía de la terraza. Venía armada con un cuchillo de cortar pan.
—¡Rosa! —Sebastian estaba asustado. Era evidente que Rosa, por defender a su amado, no iba a detenerse ante el parricidio.
—¡Rosa! ¿Qué vas a hacer con ese cuchillo?
—¡Voy a atravesarle!
—No harás tal cosa —dijo Sebastian, pero Flynn no tenía la misma fe en la moderación de su hija. Apresuradamente, se colocó en posición de defensa detrás de Sebastian. Desde allí oía con atención la discusión entre el muchacho y Rosa. Le llevó un minuto entero a Sebastian convencerla de que su ayuda no era necesaria y de que él era capaz de solventar la situación por sí mismo. No muy convencida, Rosa retrocedió a la terraza.
—Gracias, Bassie —dijo Flynn y le dio un puntapié en su ya maltratado trasero. Fue muy doloroso.
Muy poca gente había visto a Sebastian Oldsmith perder los estribos. La última vez había ocurrido hacía ocho años, cuando dos ex jugadores de críquet, que habían metido a la fuerza la cabeza de Sebastian en el inodoro y habían hecho correr el agua, estuvieron hospitalizados por un corto período.
Esta vez había más testigos. Atraídos por los gritos y el ruido de cacharros rotos, todos los servidores de Flynn, incluidos Mohammed y sus askaris, llegaron del campamento y se reunieron en lo alto del terreno. Observaban, conteniendo el aliento maravillados.
Desde las gradas de la galería, Rosa, con los ojos centelleando con esa ferocidad femenina que surge incluso en las mujeres más pacíficas cuando sus hombres pelean por ellas, animaba a Sebastian a ser más violento.
Como todas las grandes tormentas, no duró demasiado y cuando concluyó, el silencio fue aterrador. Flynn yacía tendido en la tierra cuan largo era. Tenía los ojos cerrados y respiraba con dificultad, mediante ronquidos, y sangraba por la nariz, llena de espuma de burbujas rojas.
Mohammed y cinco de sus hombres lo llevaron en dirección al bungalow. Yacía sobre la espalda con la curva de la panza moviéndose suavemente y con una inusual expresión de paz en su ensangrentado rostro.
Sebastian se quedó de pie, sin moverse; sus facciones reflejaban su furia y todo su cuerpo temblaba como si sufriera una fiebre muy alta. Entonces, al observar cómo llevaban el pesado cuerpo inerte, súbitamente su expresión se transformó, primero en preocupación y luego en amable desfallecimiento.
—Creo… —su voz estaba ronca y se detuvo un momento antes de seguir—… que no debería haberme pateado. —Sus manos se abrieron como pidiendo ayuda—. No debería haber hecho eso.
Rosa bajó de la terraza y se acercó a él. Se detuvo y lo contempló.
—Has estado magnífico —susurró—. Como un león. —Se irguió hacia él pasándole los brazos por el cuello y, antes de besarle, volvió a hablar—. Te amo —dijo.
Sebastian tenía poco equipaje. Llevaba puesto todo lo que poseía. Rosa, por su parte, tenía baúles como para emplear la docena de cargadores que estaban reunidos en el terreno frente al bungalow.
—Bien, supongo que debemos ponernos en marcha.
—Sí —susurró Rosa y miró los jardines de Lalapanzi. A pesar de que ella había sugerido que partieran, ahora que había llegado el momento, vacilaba. Aquello había sido su hogar desde su niñez. Allí había vivido como un gusano de seda, protegida y formada, y ahora que debía abandonar el cascarón, tenía miedo. Tomó el brazo de Sebastian, tratando de sacar fuerzas de él.
—¿Quieres despedirte de tu padre? —Sebastian la miró con ternura protectora, una nueva y deliciosa sensación para el muchacho.
Rosa dudó un momento y luego se dio cuenta de que a su padre no le costaría nada debilitar su resolución. Su obediente afecto por Flynn, que en ese momento estaba agazapado bajo una capa de ira y resentimiento, podría emerger muy fácilmente si Flynn empleaba un poco de su habitual zalamería.
—No —contestó.
—Supongo que será mejor —estuvo de acuerdo Sebastian. Echó una culpable mirada en dirección al bungalow donde se encontraba Flynn, presumiblemente aún acostado, atendido por el fiel Mohammed—. ¿Pero crees que estará bien? Le pegué muy fuerte, ¿sabes?
—Estará perfectamente —contestó Rosa, sin convicción, y avanzaron para ocupar sus lugares a la cabeza de la pequeña columna de cargadores.
Arrodillado en el suelo del dormitorio, detrás de la ventana, espiando con un solo ojo entumecido a través de las cortinas, Flynn vio esos movimientos decisivos.
—Dios mío —susurró preocupado—. Ese par de idiotas realmente se van.
Rosa O’Flynn era su último lazo con la frágil, pequeña y joven portuguesa. La única persona en su vida que Flynn había amado realmente. Ahora que también la iba a perder a ella, Flynn se dio cuenta de repente de los sentimientos que tenía hacia su hija, de lo mucho que la necesitaba. La perspectiva de no verla más lo llenó de desaliento.
En cuanto a Sebastian Oldsmith, ningún sentimiento ensombrecía su razonamiento. Sebastian era un valioso elemento para los negocios. Por medio de él, Flynn podía llevar a cabo numerosos planes que había dejado a un lado por los desproporcionados riesgos personales que implicaban. En los últimos años, Flynn se había vuelto mucho más consciente de lo que el tiempo y las grandes cantidades de alcohol producían en sus ojos, piernas y nervios. Sebastian Oldsmith tenía la vista de un águila, la piernas de un luchador y perfecto control sobre sus nervios, por lo que Flynn había podido apreciar. Lo necesitaba.
Abrió la boca y se quejó. Fue el grito de muerte de un viejo búfalo macho. Flynn se quejó hasta que vio, a través de las cortinas, que la joven pareja se detenía y permanecía inmóvil bajo la luz del sol. Sus rostros se volvieron en dirección al bungalow, y Flynn, muy a su pesar, tuvo que reconocer que hacían una espléndida pareja: Sebastian, más alto que ella, con el cuerpo de un gladiador y el rostro de un poeta; Rosa, más pequeña, pero con los pechos llenos y las caderas anchas de una mujer. La cascada negra de su cabello brillaba al sol y sus ojos oscuros estaban agrandados por la preocupación.
Flynn se quejó otra vez, pero más suavemente. Emitió un sonido ronco y, sin perder un solo instante, Rosa y Sebastian corrieron en dirección al bungalow. Con las faldas recogidas sobre las rodillas, las largas piernas de Rosa volaban. Subieron las escaleras de la terraza.
Flynn tuvo el tiempo suficiente para regresar a la cama y componer sus extremidades y su rostro en la actitud de alguien que está hundiéndose en el abismo.
—¡Papá! —Rosa se inclinó sobre él y Flynn abrió los ojos. Por un momento, pareció que no la reconocía.
—Mi pequeña niña —susurró luego, tan débilmente que ella apenas entendía sus palabras.
—Oh, papito, ¿qué te pasa? —Se arrodilló a su lado.
—El corazón. —Sus manos se agitaron y apretaron débilmente su pecho peludo—. Es como un cuchillo. Un cuchillo caliente.
Hubo un terrible silencio en la habitación y luego Flynn habló otra vez.
—Quiero… darte… mi… mi bendición. Les deseo felicidad… dondequiera que vayan. —El esfuerzo de hablar fue demasiado y por un momento permaneció jadeante—. Piensa en tu viejo padre de vez en cuando. Reza una oración por él.
Una lágrima gruesa y brillante salió de un lado del ojo de Rosa y se deslizó por su mejilla.
—Bassie, muchacho. —Despacio, los ojos de Flynn lo buscaron, encontrándolo y enfocándolo con dificultad—. No te sientas culpable por esto. De todas maneras soy un hombre viejo, ya tuve mi vida. —Suspiró un poco y luego continuó penosamente—. Cuida de ella. Cuida de mi pequeña Rosa. Ahora eres mi hijo. Nunca tuve un hijo.
—Yo no sabía… No tenía idea, que su corazón… Flynn. Lo siento muchísimo. Por favor, perdóneme.
Flynn sonrió, una pequeña sonrisa que apenas le rozó los labios. Levantó la mano débilmente y la agitó de manera un tanto histriónica ante Sebastian. Mientras éste le tomaba la mano, Flynn consideró la posibilidad de ofrecerle el dinero que había causado la disputa, como último regalo de un hombre moribundo, pero, valientemente, pudo contenerse ante tal exceso de prodigalidad. En cambio, susurró:
—Me hubiera gustado ver a mi nieto, pero no importa. Adiós, muchacho.
—Lo verá, Flynn. Se lo prometo. Nos quedaremos, ¿no es cierto, Rosa? Nos quedaremos con usted.
—Sí, nos quedaremos —dijo Rosa—. No te dejaremos, papito.
—Hijos míos. —Flynn se echó hacia atrás y cerró los ojos. Gracias a Dios que no le había ofrecido el dinero. Una pacífica sonrisa apareció en su boca—. Han hecho feliz a un viejo.