29

—¿Qué haremos ahora, Manali? —preguntó Mohammed, y la expresión en el rostro de los otros dos hombres reflejó la pregunta con patética confianza. Una casualidad afortunada había reunido a Sebastian con los restos de su comitiva. Durante la huida a través de las plantaciones de mijo, con ráfagas de disparos que golpeaban las hojas junto a ellos, Sebastian había caído literalmente sobre aquellos dos. Mientras ellos permanecían aplastados boca abajo y con las cabezas hundidas en la tierra, tuvo que darles numerosas patadas para que se pusieran de pie y caminaran.

Después, Sebastian, con la mente llena de consejos de Flynn, los había hecho avanzar en círculo hacia el punto de desembarco en la orilla del Rovuna. Cuando llegó, se encontró con que los askaris de Fleischer, usando el camino directo y sin necesidad de ocultarse, habían hallado el lugar antes que él. Protegido tras un banco de juncos y desalentado, Sebastian observaba a los askaris, que agujereaban con sus hachas el fondo de las canoas, hundiéndolas en la pequeña playa blanca.

—¿Podremos cruzar a nado? —preguntó susurrando a Mohammed, y el rostro de éste se encogió de horror mientras consideraba semejante posibilidad. Ambos espiaron a través de los juncos en dirección a casi cuatrocientos metros de aguas profundas que corrían impetuosamente y en cuya superficie se formaban pequeños remolinos.

—No —dijo Mohammed, terminante.

—¿Demasiado lejos? —preguntó descorazonado Sebastian.

—Demasiado lejos. Demasiado rápido. Demasiado profundo. Demasiados cocodrilos —contestó Mohammed, y en un tácito deseo de alejarse del río y de los askaris se arrastraron más allá de los juncos y se movieron furtivamente tierra adentro.

En las últimas horas de la tarde yacían en una hondonada entre matorrales, a cuatro kilómetros del río y a igual distancia de la aldea de M’topo.

—¿Qué haremos ahora, Manali? —Mohammed volvió a repetir su pregunta y Sebastian se aclaró la garganta antes de contestarle.

—Bueno… —dijo, e hizo una pausa mientras su ancha frente se arrugaba por la gestación de un pensamiento creativo. Entonces la idea le surgió con el esplendor de la salida del sol—. Debemos buscar otro camino para cruzar el río. —Lo dijo con el aire del que está muy satisfecho de su propia perspicacia—. ¿Qué es lo que sugieres, Mohammed?

Un poco sorprendido al ver que la pelota volvía tan directamente a su propio campo, Mohammed permaneció en silencio.

—¿Una balsa? —aventuró Sebastian. La falta de clavos, material y tiempo para construirla era tan evidente que Mohammed no se dignó contestar. Sacudió la cabeza—. No —estuvo de acuerdo Sebastian—. Tienes razón. —Otra vez la belleza clásica de sus facciones expresó concentración. Por fin preguntó—: ¿Hay otras aldeas a lo largo del río?

—Sí —admitió Mohammed—. Pero los askaris las visitarán y destruirán las canoas. También le dirán al jefe quiénes somos nosotros y los amenazarán con la soga.

—Pero no podrán cubrir todo el río. Es una frontera de ochocientos o novecientos kilómetros. Debemos seguir caminando hasta que encontremos una canoa. Quizá nos lleve mucho tiempo, pero finalmente la encontraremos.

—Si los askaris no nos agarran antes.

—Nos esperarán cerca de la orilla. Debemos dar un rodeo tierra adentro y marchar durante cinco o seis días antes de volver al río. Descansaremos ahora y nos pondremos en marcha esta noche.

Los cuatro hombres comenzaron a andar en diagonal, alejándose del Rovuna e internándose profundamente en el territorio alemán, marchando durante toda la noche en dirección noroeste por un sendero bien marcado. Así como las horas parecían transcurrir con lentitud, también la marcha se hacía más pesada, y en dos ocasiones Sebastian advirtió que alguno de sus hombres se salía por un lado del sendero hasta que de pronto se detenía y miraba sorprendido a su alrededor, apresurándose de inmediato a reunirse con el resto del grupo. Eso le extrañó y pensó en preguntarles qué hacían, pero estaba agotado y el esfuerzo de hablar era demasiado grande. Una hora más tarde encontró la razón de esa conducta.

Ocupado en que el movimiento de sus piernas se convirtiera en algo totalmente automático, Sebastian había caído lentamente en un estado de bienestar. Dejó que se apoderara de él y que el cálido y oscuro olvido lavara su mente.

El dolor del pinchazo de una rama en su mejilla lo hizo volver de la inconsciencia y miró a su alrededor aturdido. Diez metros más allá, Mohammed y los dos fusileros caminaban en fila por el sendero, con los rostros vueltos hacia él y con una expresión de leve interés. Sebastian tardó un momento en darse cuenta de que se había quedado dormido de pie. Sintiéndose como un idiota, corrió para ocupar su lugar a la cabeza de la fila.

Cuando la luna plateada se sumergió tras los árboles, siguieron caminando bajo un débil resplandor, pero poco a poco fue decayendo hasta que apenas veían el sendero. Sebastian calculó que debía faltar una hora para el amanecer y que era tiempo de hacer un alto. Se detuvo y estaba a punto de hablar, cuando la mano de Mohammed le apretó el brazo previniéndole.

—¡Manali! —Había algo en el tono del susurro de Mohammed que lo alertó, y Sebastian sintió que sus nervios se sacudían poniéndose tensos.

—¿Qué pasa? —jadeó, empuñando el máuser para protegerse.

—Mire, allí, delante de nosotros.

Aguzando la vista, Sebastian buscó en la oscuridad y tardó un rato en vislumbrar un resplandor en el espeso manto de vegetación.

—¡Sí! —susurró—. ¿Qué es eso?

—Una hoguera —jadeó Mohammed—. Hay alguien acampado al otro lado del sendero, allí enfrente.

—¿Askaris? —preguntó Sebastian.

—Quizás.

Sebastian sintió que el pelo de la nuca se le erizaba por el miedo. Estaba totalmente despierto.

—Debemos rodearlos.

—No. Verán nuestras huellas en el polvo del sendero y nos seguirán —alegó Mohammed.

—¿Qué haremos entonces?

—Primero déjeme ver cuántos son.

Sin esperar el permiso de Sebastian, Mohammed se deslizó y desapareció en la noche como un leopardo. Durante cinco ansiosos minutos, Sebastian aguardó. En una ocasión le pareció oír unos pies que se arrastraban, pero no estaba seguro. De pronto, la silueta de Mohammed se materializó a su lado.

—Son diez —informó—. Dos askaris y ocho cargadores. Uno de los askaris hace guardia junto al fuego. Me ha visto, así que he tenido que matarlo.

—¡Dios mío! —la voz de Sebastian subió de tono—. ¿Qué es lo que le has hecho?

—Matarlo. Pero no hable tan alto.

—¿Cómo?

—Con mi cuchillo.

—¿Por qué?

—Para que no me matara a mí.

—¿Y el otro?

—A ése también.

—¿Has matado a los dos? —Sebastian estaba espantado.

—Sí, y les he quitado los rifles. Ahora podemos ir sin peligro. Pero los cargadores tienen muchos cajones. Me parece que esta partida viene siguiendo al Buana Intambu, el comisionado alemán, y llevan con ellos todas sus provisiones.

—Pero no debiste matarlos —protestó Sebastian—. Deberías haberlos atado o algo por el estilo.

—Manali, usted razona como una mujer —le espetó Mohammed impaciente y luego continuó con su idea original—. Entre los cajones hay uno que tiene el mismo tamaño que la caja del dinero de los impuestos. El askari dormía con la espalda apoyada en ella como si la cuidara especialmente.

—¿El dinero de los impuestos?

—Sí.

—¡Bien, hijo de puta! —Los escrúpulos de Sebastian desaparecieron y en la oscuridad su expresión se transformó en la de un niño en la mañana de Reyes.

Despertaron a los cargadores del alemán colocándose a su alrededor y aguijoneándolos con los cañones de los rifles. Luego los empujaron fuera de sus mantas y los agruparon en un pequeño rebaño, aturdidos y temblorosos en el frío del amanecer. Habían acumulado madera sobre el fuego que ardía brillante y, con esa luz, Sebastian examinó el botín.

Uno de los askaris había sangrado por la garganta sobre el pequeño cofre de madera. Mohammed lo agarró por las asas, lo arrastró y lo limpió con su manta.

—Manali —dijo con reverencia—, mire el gran candado. Mire el pájaro del káiser pintado en la tapa… ¡Fíjese en el peso que tiene!

En medio de los pertrechos dispuestos alrededor del fuego, Mohammed encontró un grueso rollo de soga de dos centímetros, artículo de primera necesidad en los safaris de Herman Fleischer. Con esa soga, Mohammed ató juntos a todos los cargadores, a la altura de la cintura, dejando bastante espacio entre cada uno de ellos para darles cierta libertad de movimiento pero impidiéndoles una posible fuga individual.

—¿Por qué haces eso? —preguntó Sebastian, interesado, a través de un bocado de salsa púrpura y pan negro. La mayoría de las otras cajas estaban llenas de alimentos y Sebastian estaba desayunando bien y con empeño.

—Así no pueden escapar.

—No los vamos a llevar con nosotros, ¿no?

—¿Para qué íbamos a llevárnoslos? —contestó Mohammed, paciente.

Cinco días más tarde, Sebastian se encontraba sentado en la proa de una canoa, con sus botas firmemente apoyadas en un cofre. Estaba comiendo con tranquilidad un grueso bocadillo de salchichón y cebolletas, vestía ropa limpia varios talles más grandes, y en la mano izquierda tenía una botella de cerveza Hansa, todo ello cortesía del comisionado Fleischer.

Los remeros iban cantando con espontánea alegría, porque el pago que Sebastian les había dado les serviría para comprarse cada uno una esposa nueva, por lo menos.

Navegando muy cerca de la orilla del Rovuna, del lado portugués, conducidos por complacientes remos en la vehemente corriente, en doce horas cubrirían la distancia que a Sebastian y sus hombres les había supuesto cinco días de caminata.

La canoa depositó la partida de Sebastian en la orilla opuesta de la aldea de M’topo, a sólo quince kilómetros de Lalapanzi. Caminaron esa distancia sin descansar y llegaron después del anochecer.