28

Herman Fleischer estaba cansado y tenía ampollas en los pies a causa de la serie de marchas forzadas que había tenido que hacer para llegar a la aldea de M’topo.

Un mes antes había dejado su cuartel general de Mahenge al iniciar el viaje anual para cobrar los impuestos de su zona. Como era su costumbre, comenzó por la zona norte de la provincia y la expedición tuvo un éxito inusual. El cofre de madera con la rampante águila negra pintada en la tapa aumentaba su peso día a día. Herman se entretenía calculando cuántos años más de servicio en África serían necesarios para poder renunciar y regresar a su casa en Plaven e instalarse en los terrenos que pensaba comprar. Tres años más tan fructíferos como éste, decidió, serían suficientes. Era una lástima que no hubiera sido capaz de capturar el dhow de O’Flynn en el río Rufiji trece meses antes; eso hubiera adelantado la fecha de su partida en un año. Pensando en ello se avivó en él la ira por ese episodio, pero la calmó doblando el impuesto de las chozas en la aldea que visitó a continuación. Esto provocó tales protestas en el jefe de la aldea, que Herman hizo un gesto a su sargento de askaris, quien comenzó pomposamente a sacar una soga de su mochila.

—Oh, gordo y hermoso elefante macho —el jefe cambió su tono apresuradamente—, si quieres esperar, te traeré el dinero. Hay una nueva choza, sin piojos ni pulgas, en la que puedes descansar tu adorable cuerpo y te mandaré una joven con cerveza para calmar tu sed.

—Bien —estuvo de acuerdo Herman—. Mientras descanso, mi askari se quedará contigo. —Hizo un gesto al sargento para que atara al jefe y se fue contoneándose hacia la choza.

El jefe envió a dos de sus hijos para que cavaran debajo de un árbol en el bosque y regresaron una hora más tarde con caras sombrías arrastrando un saco de piel.

Satisfecho, Herman Fleischer firmó un recibo oficial por el noventa por ciento del contenido de la bolsa; Fleischer se permitía tomar honorarios del diez por ciento, y el jefe, que no sabía leer una palabra en alemán, lo aceptó aliviado.

—He decidido quedarme a pasar la noche en tu aldea —le anunció Herman—. Envíame la misma muchacha para cocinar mi comida.

Un mensajero procedente del sur llegó por la noche e interrumpió a Herman Fleischer en el momento más inoportuno. Las noticias que traía eran todavía más molestas. Por la descripción del nuevo comisionado alemán que estaba haciendo el trabajo de Herman en la provincia del sur y sublevando al distrito en el proceso, Herman reconoció inmediatamente al joven inglés que había visto por última vez en la cubierta del dhow en el delta del Rufiji. Dejando atrás la mayor parte de su comitiva, incluidos los cargadores del cofre de los impuestos, con la orden de que lo siguieran tan de cerca como les fuera posible, Herman montó a medianoche en su asno blanco y eligió diez askaris para que lo acompañaran en una patrulla de asalto.

Cinco noches más tarde, en esas horas todavía oscuras que anteceden al amanecer, Herman estaba acampado en las cercanías del río Rovuna cuando lo despertó su sargento.

—¿Qué pasa? —Quejándose por el cansancio, Herman se sentó y levantó un costado de su mosquitero.

—Hemos oído el disparo de un rifle. Un solo disparo.

—¿Dónde? —Instantáneamente se despertó y buscó las botas.

—Hacia el sur, en dirección a la aldea de M’topo, en el Rovuna.

Ya completamente vestido, Herman esperó impaciente, forzando sus oídos contra los pequeños ruidos de la noche africana.

—¿Estás seguro…? —comenzó a decir y se volvió hacia su sargento, pero no terminó de hablar. En la distancia, débil pero inconfundiblemente, oyeron el disparo de un rifle, una pausa y luego otro disparo.

—Levanta el campamento —gritó Herman—. ¡Rápido! ¡Rápido, negro pagano!

El sol estaba bien alto cuando llegaron a la aldea de M’topo. Atravesaron a toda prisa las plantaciones de alto mijo que ocultaban su marcha. Herman Fleischer se detuvo para apostar a sus askaris en línea de choque antes de cerrarse sobre el conjunto de chozas; pero cuando alcanzaron el borde de la aldea, se detuvo una vez más, sorprendido por el extraordinario espectáculo que tenía lugar en la plaza abierta de la aldea.

La densa muchedumbre de negros medio desnudos que hormigueaba alrededor de los restos del elefante era totalmente inconsciente de la presencia de Herman hasta que, por fin, éste llenó sus pulmones y luego los vació con un ronquido que apagó los gritos y las risas. Al instante, se produjo un profundo silencio en la reunión, todas las cabezas se volvieron en dirección a Herman con los ojos fuera de sus órbitas en expresión de horrorizada incredulidad.

—Buana Intambu —una débil voz rompió finalmente el silencio. El Señor de la Soga. Lo conocían bien.

—¿Qué…? —comenzó a decir Herman y luego jadeó ultrajado cuando vio entre la multitud a un hombre negro, al que nunca había visto, vestido con el uniforme completo de los askaris alemanes—. ¡Tú! —gritó señalándole con un dedo acusador; pero el hombre se escabulló, agachándose por detrás de la pantalla de cuerpos negros untados de sangre—. ¡Deténganlo! —Herman trató de abrir la cartuchera.

Un movimiento atrajo su mirada y se volvió para contemplar a otro askari falso corriendo entre las chozas.

—¡Allí hay otro! ¡Deténganlo! ¡Sargento, sargento, traiga aquí a sus hombres!

La conmoción inicial que los mantuvo petrificados había pasado y la muchedumbre se dispersó. Una vez más, Herman Fleischer resopló indignado cuando vio, por primera vez, a una figura sentada en una banqueta indígena en el extremo más alejado de la plaza. Una figura con un uniforme ridículo de un azul brillante pero sucio, recamado en oro, con botas altas y un casco de un ilustre regimiento prusiano en la cabeza.

—¡El inglés! —A pesar del disgusto, Herman lo reconoció. Por fin había conseguido soltar el botón de la tapa de su cartuchera y ahora empuñaba una Luger—. ¡Inglés! —repitió el insulto mientras levantaba la pistola.

Con la sagacidad mental que lo caracterizaba, Sebastian permanecía perplejo por el desafortunado giro de los acontecimientos, pero cuando Herman le enseñó el cañón de la Luger, se dio cuenta de que era el momento de irse y trató de ponerse ágilmente de pie. Sin embargo, las espuelas de sus botas se enredaron una vez más y cayó de espaldas del otro lado de la banqueta. La bala silbó inofensiva por el espacio vacío donde había estado sentado.

—¡Maldito seas! —Herman disparó de nuevo y la bala hizo saltar astillas en la madera que había detrás de Sebastian. Este segundo fallo provocó en Herman Fleischer una ira ciega que echó a perder la puntería de los disparos siguientes, mientras Sebastian se alejaba a cuatro patas por la esquina de la choza más cercana.

Detrás de la choza, Sebastian se puso en pie de un salto y comenzó a correr. Su preocupación principal era salir de la aldea y meterse en la maleza. En sus oídos retumbaba la advertencia de Flynn O’Flynn.

«Dirígete al río. Ve derecho hacia el río.»

Y estaba tan ocupado en hacerlo que, cuando corría bordeando la choza siguiente, no pudo detenerse a tiempo para evitar el choque con uno de los askaris de Herman Fleischer que venía en dirección opuesta. Los dos se enredaron confusamente y el casco de metal cayó sobre los ojos de Sebastian. Mientras luchaba por incorporarse, Sebastian se levantó el casco y se encontró con una lanuda cabeza negra frente a él. Estaba situada de manera ideal y Sebastian tenía aferrado el pesado casco justo por encima del negro. Con toda la fuerza de sus dos brazos, lo dejó caer hacia abajo y el casco golpeó contra el cráneo del askari. Éste cayó de espaldas con un sordo quejido y quedó tendido sobre el polvo. Sebastian le colocó el casco sobre la cara, tomó el rifle del askari, que estaba a un lado, y se puso de pie una vez más.

Permaneció agazapado al amparo de la choza mientras trataba de dar algún sentido al caos que lo rodeaba. A pesar del griterío que se había desatado entre los habitantes de la aldea, que se dispersaban como un rebaño de ovejas atacado por lobos, Sebastian oía los alaridos de Herman Fleischer dando órdenes y los disparos de los askaris alemanes, a los que contestaban nuevos estallidos de gritos y lamentos.

El primer impulso de Sebastian fue disparar desde una de las chozas, pero se dio cuenta de que era inútil. Lo único que conseguiría sería retardar su captura.

No, tenía que salir de la aldea. Pero la idea de recorrer los cien metros de espacio abierto, protegido por los árboles cercanos mientras una docena de askaris disparaba contra él, no era demasiado atractiva.

En ese momento Sebastian se dio cuenta de que sentía un desagradable calor en los pies y miró hacia abajo para encontrar que estaba parado sobre las brasas de un fuego encendido. La suela de sus botas había comenzado a chamuscarse y a echar humo. Saltó hacia atrás rápidamente y el olor del cuero quemado actuó como un laxante para su estreñimiento cerebral.

De la choza que estaba a su lado tomó un puñado de paja y estopa para arrojarla al fuego. La hierba seca ardió en las brasas convirtiéndose en llamas, y Sebastian acercó una antorcha a la pared de la choza. Instantáneamente, las llamas prendieron hacia arriba. Con la antorcha en la mano, Sebastian se agachó hasta la próxima choza y también la incendió.

—¡Hijo de puta! —se entusiasmó Sebastian mientras grandes ondas de humo oscurecían el sol y limitaban su visión a unos tres metros.

Despacio, se fue moviendo hacia adelante entre las envolventes nubes de humo, prendiendo fuego a cada choza por la que pasaba y deleitándose con los alaridos de frustración de la germánica ira que oía detrás de él. De vez en cuando pasaban figuras fantasmales huyendo en la acre semioscuridad, pero ninguno de ellos le prestaba la menor atención, y cada vez Sebastian aflojaba la presión de su dedo en el gatillo del máuser y avanzaba.

Alcanzó la última choza y se detuvo allí para reunir fuerzas para la última carrera por el campo abierto hasta el borde de la plantación de mijo.

Hubo un movimiento cerca de él, en el humo, y blandió el máuser para defenderse; vio el borde cuadrado de un quepis y el centelleo de los botones de metal, y su dedo se tensó sobre el gatillo.

—¡Manali!

—¡Mohammed! Dios Santo, casi te mato. —Sebastian tiró el rifle al reconocerlo.

—¡Rápido! Están muy cerca. —Mohammed aferró su arma y lo arrastró hacia adelante. A Sebastian las botas altas le apretaban los pies y resonaban como los cascos de un búfalo al galope mientras corría. Desde las chozas, una voz gritó con urgencia e inmediatamente después vino el maligno sonido de un máuser y el agudo relincho del fuego de rebote.

Sebastian estaba a una distancia de tres metros por delante de Mohammed cuando se zambulló entre las hojas y cañas de mijo.