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Cuatro toneladas de carne fresca tenían gran valor. El precio pagado no era desorbitado, decidió M’topo. Tres chozas podían ser reconstruidas en dos días y no llegaba a dos hectáreas de mijo las que habían sido destruidas. Por otra parte, de las dos mujeres que habían muerto, una era demasiado vieja y la otra, a pesar de que tenía casi dieciocho años, nunca había dado a luz. Había buenas razones, pues, para creer que era estéril y su muerte no constituía una gran pérdida para la comunidad.

Abrigado por el temprano sol, M’topo se sentía satisfecho. Con Sebastian a su lado, estaba sentado en su banquillo de madera tallada y sonreía contento mientras contemplaba la diversión.

Dos docenas de sus hombres, armados con lanzas de mango corto y hoja larga y despojados de toda vestimenta, estaban haciendo de carniceros. Se habían reunido al lado de la enorme montaña de carne muerta esperando con toda naturalidad a que Mohammed y cuatro de sus ayudantes sacaran los colmillos. Alrededor de ellos, en un círculo más ancho, se encontraban los otros habitantes de la aldea, mientras aguardaban cantando. Un tambor marcaba el ritmo, y el batir de palmas y el golpe de los pies lo acentuaba. Sobre el coro de voces bajas de los hombres se elevaba la voz clara y dulce de las mujeres.

Bajo el paciente astillar del hacha de Mohammed, primero uno y luego otro, los colmillos fueron liberados del hueso que los sujetaba, y dos askaris, tambaleándose bajo el peso, los llevaron hasta donde estaba sentado Sebastian y los dejaron ceremoniosamente a sus pies.

A Sebastian se le ocurrió que cuatro grandes colmillos llevados a la casa de Lalapanzi apaciguarían un tanto a Flynn O’Flynn. Por lo menos, pagarían el costo de la expedición. Ese pensamiento le alegró considerablemente y se volvió hacia M’topo.

—Viejo, te puedes quedar con la carne.

—Señor —con gratitud, M’topo juntó las manos a la altura del pecho y se volvió para dar la orden a los carniceros que esperaban.

Un rugido de excitación y hambre de carne surgió de la multitud mientras uno de ellos trepaba sobre el cuerpo y hundía la lanza en la gruesa piel gris, por detrás de la última costilla. Luego, caminando hacia atrás, arrastró hacia abajo el mango y la hoja, cortando profundamente. Otros dos hicieron cortes laterales, abriendo un colgajo cuadrado, una puerta de ventilación en la barriga por donde sobresalían los rollos de vísceras, rosados y azules, que brillaban húmedos bajo el temprano sol de la mañana. Con creciente vehemencia, otros cuatro extrajeron del agujero cuadrado el contenido de la panza y, entonces, mientras Sebastian miraba incrédulo, se escabulleron hacia el interior del cuerpo del elefante. Podía oír sus gritos apagados retumbando dentro del cuerpo mientras competían por el premio principal, el hígado. En pocos minutos, uno de ellos reapareció, apretando contra su pecho la masa escurridiza y purpúrea del desgarrado hígado. Como un muñeco, el hombre salió trabajosamente de la herida, teñido por una gruesa capa de roja sangre que había empapado su lanoso cabello y que convertía su cara en una horripilante máscara donde sólo brillaban los dientes y los ojos. Arrastrando el hígado mutilado, riendo por el triunfo, corrió entre la muchedumbre hasta donde estaba sentado Sebastian.

El ofrecimiento turbó a Sebastian. Más aún, sintió tal asco que le vinieron arcadas.

—Come —le animó M’topo—. Te hará fuerte. Aumentará tu virilidad. Diez, veinte mujeres, no te cansarán.

M’topo estaba convencido de que Sebastian necesitaba esa clase de tónico. Sabía por su hermano Saali y por los jefes de las tribus del río que a Sebastian le faltaba iniciativa en ese terreno.

—Así. —M’topo cortó un pedazo del hígado y se lo llevó a la boca. Masticó vorazmente y el jugo le chorreó por los labios—. Muy bueno. —Puso un pedazo frente a la cara de Sebastian—. Come.

—No. —Las náuseas le llegaron a la garganta y se levantó apurado. M’topo se encogió de hombros y se lo comió. Luego les gritó a los carniceros que continuaran con su trabajo.

En un espacio de tiempo milagrosamente corto el enorme cuerpo se desintegró bajo las hojas de las lanzas y los machetes. Era un trabajo en el que intervenía toda la aldea. Con una docena de cuchilladas, un carnicero desprendía una larga tira de carne y se la arrojaba a una de las mujeres. Ella, a su vez, la cortaba en pedazos más pequeños y se los daba a los niños. Éstos, gritando de entusiasmo, corrían con los pedazos hasta unos soportes construidos de manera provisional, los dejaban allí y volvían a la carrera para buscar más.

Sebastian se había recuperado de su incipiente descomposición y se reía al ver cómo todas las bocas estaban ocupadas masticando mientras los hombres trabajaban, arreglándoselas para producir un impresionante ruido.

Mezclados entre el remolino de pies, los perros gruñían y ladraban y engullían los restos. Sin interrumpir su alimentación, esquivaban los palos y golpes que les propinaban los hombres al pasar.

En medio de esa agradable escena doméstica, apareció el comisionado Herman Fleischer con diez askaris armados.