26

Tres meses después de haber cruzado el río Rovuna, Sebastian se encontró de vuelta en la aldea de su buen amigo M’topo. Había desviado su camino para evitar a Saali y a la ofendida Gita.

Por la noche, sentado a solas en la choza que M’topo había puesto a su disposición, Sebastian sentía sus primeras dudas. A la mañana siguiente debería comenzar su regreso a Lalapanzi, donde Flynn O’Flynn lo estaba esperando. Sebastian tenía clara conciencia de que para el punto de vista de Flynn la expedición no había sido un éxito, y que aquél tendría muchas cosas que decir al respecto. Una vez más, Sebastian se asombraba de la fatalidad, que se apoderaba de sus mejores intenciones y las manipulaba de manera tal que se alejaban irremisiblemente de la idea original.

Entonces, bruscamente, sus pensamientos cambiaron de rumbo. Muy pronto, en dos días si todo iba bien, estaría de nuevo con Rosa. El profundo deseo que había sido su constante compañía durante los últimos tres meses palpitaba por todo su cuerpo. Al observar la fogata en el centro de la choza le parecía como si las brasas formaran el retrato del rostro de la joven y en su memoria volvía a oír su voz:

«Vuelve Sebastian. Vuelve pronto.»

Y murmuraba las palabras en voz alta, buscando su rostro en el fuego, deleitándose con cada detalle. Veía su sonrisa y su nariz arrugándose un poco, sus oscuros ojos rasgados.

«Vuelve Sebastian.»

La necesidad que sentía de ella era un dolor físico tan intenso que casi no podía respirar, y su imaginación reconstruía cada detalle de su despedida cerca de la cascada, los sutiles cambios en la inflexión de su voz, el sonido de su respiración y el gusto salado y amargo de sus lágrimas en los labios. Sentía otra vez el contacto de sus manos, de su boca y, a través del humo que llenaba la choza, percibía la cálida fragancia de su cuerpo de mujer.

—Ya vuelvo, Rosa. Ya estoy de regreso —murmuró y se levantó de al lado del fuego. En ese momento su atención volvió al presente por un suave golpe en la puerta de la choza.

—Señor, señor —reconoció la voz áspera del anciano M’topo.

—¿Qué pasa?

—Pedimos tu protección.

—¿Cuál es el problema? —Sebastian se dirigió a la puerta y quitó la tranca—. ¿Qué sucede?

A la luz de la luna, M’topo permanecía con una manta de piel sobre sus frágiles hombros. Detrás de él se agrupaba una docena de sus hombres, visiblemente asustados.

—Los elefantes están en nuestra plantación. La destruirán antes de que amanezca. No quedará ni una brizna de mijo. Escucha, ahora puedes oírlo.

Era un sonido pavoroso en medio de la noche, el chillido del elefante, y a Sebastian se le puso carne de gallina. Sintió que el vello de sus brazos se erizaba.

—Son dos. —La voz de M’topo era un murmullo ronco—. Dos machos viejos. Los conocemos bien. Vinieron la última temporada y acabaron con el maíz. Mataron a uno de mis hijos cuando trataba de alejarlos. —Con gesto suplicante, el anciano se aferraba al brazo de Sebastian—. Venga a mi hijo, señor, y salva nuestro mijo para que los niños no vuelvan a tener hambre este año.

Sebastian respondió a la petición de la misma manera que lo hubiera hecho San Jorge.

Se abotonó deprisa la chaqueta y fue a buscar su rifle. Al volver, encontró a toda su tropa armada hasta los dientes y tan deseosa de salir de caza como una jauría. Mohammed aguardaba a la cabeza.

—Señor Manali, estamos listos.

—Ahora mantente alejado, viejo amigo. —Sebastian no tenía intenciones de compartir su gloria—. Ésta es mi comida. ¿Para qué tantos cocineros?

M’topo se restregaba las manos con impaciencia, oyendo alternativamente el distante sonido de los elefantes alimentándose en el sembrado y la turbulenta disputa entre Sebastian y su askari, hasta que finalmente no pudo contenerse más.

—Señor, ya se han comido la mitad del mijo. Dentro de una hora no quedará nada.

—Tienes razón —dijo Sebastian, y se volvió enojado hacia sus hombres—. ¡Cállense todos! ¡Cállense!

No estaban acostumbrados a ese tono de mando por parte de Sebastian, y la sorpresa los sumió en el silencio.

—Solamente Mohammed me acompañará. Los demás vuelvan a sus chozas y esperen allí.

Era un compromiso de trabajo y Sebastian tenía a Mohammed por aliado. El anciano se volvió hacia sus camaradas y los dispersó antes de formar ante Sebastian.

—Vámonos.

En el extremo de la plantación principal, elevada sobre altos soportes, había una plataforma destartalada. Era la torre de observación desde la que, noche y día, un guardia vigilaba la maduración del mijo. Ahora estaba vacía; los dos jóvenes guardias se habían alejado rápidamente a la primera señal de los invasores. El kudu o el kobo eran una cosa, pero un par de viejos elefantes de mal genio era algo totalmente diferente.

Sebastian y Mohammed alcanzaron la torre de guardia y se guarecieron allí. Podían oír el ruido de los elefantes al comer.

—Espera aquí —susurró Sebastian, colocándose el rifle a la espalda y volviéndose hacia la escalera. Trepó despacio y en silencio hasta la plataforma y, desde allí, oteó las plantaciones.

La luna estaba tan brillante que definía claramente las sombras de la torre y los árboles. Su luz era de un suave tono plateado que distorsionaba los tamaños y las distancias, reduciendo todas las cosas a un frío y homogéneo gris.

Más allá del claro, el bosque aparecía como envuelto entre nubes de humo congeladas, mientras el campo de mijo se agitaba a causa de un vientecillo nocturno, ondulándose como la superficie de un lago.

Dos grandes bultos de color gris oscuro permanecían inmóviles en medio del mijo como dos grandes islas en el suave mar de vegetación: los dos elefantes pastaban tranquilamente. A pesar de que el más cercano estaba a sesenta metros de la torre, Sebastian, gracias al intenso resplandor de la luna, veía claramente cómo buscaba con la trompa entre la hierba, arrancándola con facilidad. Luego se balanceaba suavemente, contoneando su cuerpo macizo de un lado a otro, aplastaba el mijo con sus patas, haciendo temblar la tierra desde las raíces, y levantaba la trompa llevándosela hasta la boca. Los andrajosos estandartes que eran sus orejas se agitaban alegremente; de sus labios, entre los colmillos largos y curvos, colgaban descuidadamente hojas de mijo. A cada paso que daba, dejaba tras de sí las huellas de la destrucción.

En la abierta plataforma de la torre de vigilancia, Sebastian sintió que el estómago se le contraía, convirtiéndose en una revuelta pelota. Sus manos sostenían temblorosas e inseguras el rifle y su respiración silbaba en sus oídos mientras los elefantes se le acercaban. Al observar a aquellas dos poderosas bestias, se percató de que estaba inmóvil, con un sentido casi místico de temor reverencial; tomó conciencia de su propia insignificancia, de su vana presunción al ir contra ellos armado con sus herramientas de madera y metal. Pero detrás de su renuencia estaba el estremecimiento de sus nervios —esa extraña combinación de miedo y de ansia—, el secular anhelo del cazador. Se incorporó y bajó hasta donde Mohammed lo aguardaba.

A través del mijo, de la altura de un hombre, pisando con cuidado para no mover una sola hoja, avanzaron hacia el centro del sembrado. Con la vista y el oído aguzados al máximo, la respiración controlada para reducir el frenético golpeteo del corazón, Sebastian se guiaba por el sonido que hacía el elefante más cercano.

A pesar de que el mijo lo protegía, podía sentir el débil viento que le movía suavemente los cabellos y la primera vaharada de olor a elefante que lo castigó como una bofetada en plena cara. Se detuvo tan repentinamente que Mohammed casi chocó contra él. Permanecieron agazapados, espiando a través de la pared movediza de vegetación. Sebastian notó que Mohammed se inclinaba hacia adelante junto a él y oyó su susurrante respiración, más suave que el sonido del viento.

—Ahora está más cerca.

Sebastian asintió con expresión desencajada y luego tragó saliva bruscamente. Podía oír con claridad el suave balanceo de las hojas contra el fuerte costado del viejo macho que comía muy cerca de ellos. Estaban justo en su camino y… ¡Ahora, en cualquier momento, en cualquier momento!

Quieto, con el rifle levantado como protección, con la frente y el labio superior cubiertos de sudor en el frío de la noche, Sebastian sintió de pronto un movimiento imponente enfrente de él: una sólida forma a través de las hojas que se agitaban. Se asomaba amenazadora, mucho más alta que Sebastian, negra y enorme, de tal modo que el cielo nocturno quedaba eclipsado por sus orejas extendidas; tan próxima que Sebastian, debajo de sus colmillos, veía desenrollarse la trompa, como una pitón gruesa y gris, y buscar a tientas, ciegamente, en dirección a él.

Levantó el rifle sin apuntar, casi tocando con el cañón el labio inferior que colgaba de la boca del elefante, y disparó. El disparo fue un violento estampido en la noche.

La bala se abrió paso a través del paladar, atravesando el esponjoso hueso del cráneo, adentrándose y estallando, despedazando la cavidad que contenía la masa encefálica y derramándola como gelatina.

Si hubiera pasado a ocho centímetros por el otro costado, habría sido desviada por uno de los huesos grandes, y Sebastian habría muerto sin tener tiempo siquiera de volver a disparar el máuser, ya que estaba justo debajo de los alargados colmillos y de la trompa. Pero el viejo elefante se tambaleó hacia atrás por el disparo. Con la trompa cayendo mansamente contra su pecho, las patas delanteras separadas y la cabeza desequilibrada por los largos colmillos, de golpe le fallaron las rodillas y cayó tan pesadamente que el estruendo se oyó en la aldea que estaba a casi un kilómetro de allí.

—¡Hijo de puta! —dijo Sebastian con la respiración entrecortada, incrédulo ante tal montaña de carne muerta—. Lo he conseguido. ¡Hijo de puta, lo he conseguido! —El júbilo, una delirante relajación después del miedo y la tensión, se apoderó vertiginosamente de él.

Levantó un brazo para golpear a Mohammed en la espalda, pero se quedó petrificado en esa postura.

Como el silbido del vapor que se escapa al romper el hervor, el otro elefante gimió en las proximidades bajo la luz de la luna. Y oyeron el crujido de su paso por la plantación.

—¡Viene hacia aquí! —Sebastian miraba enloquecido a su alrededor, porque no encontraba la dirección del sonido.

—¡No! —protestó Mohammed—. Se vuelve contra el viento. Primero examina nuestro olor y luego vendrá. —Aferró el brazo de Sebastian, mientras escuchaba el rodeo del elefante en dirección contraria a ellos.

—A lo mejor se va —susurró Sebastian.

—Éste no. Es viejo y de mal carácter y ha matado antes a otros hombres. Ahora quiere cazarnos. —Mohammed tiró del brazo de Sebastian—. Debemos salir a un espacio abierto. Aquí no tendremos oportunidad, estará encima de nosotros antes de que lo veamos.

Comenzaron a correr. No hay estimulante más fuerte para el miedo que una carrera desenfrenada. Una vez se comienza a correr, incluso un hombre valiente se convierte en cobarde. A una distancia de unos seis metros, los dos corrían precipitadamente hacia la aldea. Corrían sin preocuparse de mantenerse ocultos, luchando a través de la maraña de hojas y troncos, jadeando ferozmente. El ruido de la veloz carrera apagaba los sonidos que producía el elefante, por lo que perdieron toda noción de su paradero. Eso agudizó el terror que les empujaba, ya que en cualquier momento podía aparecer sobre ellos.

Por fin encontraron un espacio abierto y se detuvieron, jadeando, cubiertos de sudor, moviendo la cabeza de un lado a otro mientras trataban de localizar al segundo elefante.

—¡Allí! —gritó Mohammed—. Allí viene —y oyeron el estridente barritar, el ruido de su embestida cargando a través del mijo.

—¡Corre! —vociferó Sebastian, todavía atrapado por el pánico, y ambos volvieron a correr.

Alrededor de una brillante hoguera en el borde de la aldea, esperaban los askaris y un centenar de hombres de M’topo. Aguardaban ansiosos porque habían oído el sonido del disparo y la caída del primer elefante; pero, después, con el barritar, el disparo y el estrépito, no adivinaban qué estaba ocurriendo en las plantaciones.

Esa duda desapareció en el acto cuando Mohammed y, tras él, Sebastian irrumpieron en el sendero que iba hacia ellos, en una buena imitación de dos perros cuyos cuartos traseros hubieran sido sumergidos en aguarrás. A unos cien metros detrás de ellos, la plantación de mijo se abrió violentamente y el segundo elefante avanzó con todas sus fuerzas.

Inmenso bajo la gran luz, encorvado, bamboleándose por la engañosa velocidad de su carrera, con las enormes orejas ondulantes, su barritar furioso era suficiente para reventar los tímpanos. Entró en la aldea.

—¡Salgan! ¡Corran! —gritó Sebastian previniéndoles con un gruñido, aunque era innecesario. El grupo que los esperaba no lo hizo por más tiempo; se dispersó como un rebaño de ovejas al aproximarse un lobo.

Los hombres dejaron caer sus mantas y corrieron desnudos; se empujaban unos a otros huyendo entre los árboles. Dos de ellos pasaron directamente a través de la hoguera y salieron por el otro lado echando chispas, como brasas vivientes prendidas desde los pies. Con gran griterío y profusión de gemidos, volaron de nuevo a la aldea; de cada choza salían deprisa con los niños en brazos o se los colocaban sobre la espalda y echaban a correr para unirse al aterrorizado torrente de seres humanos.

Todavía a buen ritmo, Sebastian y Mohammed fueron adelantando a los corredores más débiles de la aldea, mientras que por detrás el elefante iba ganando terreno rápidamente hacia ellos.

Con la fuerza y la velocidad de un gran canto rodado que cayera desde una empinada ladera, el elefante avistó la primera choza de la aldea y corrió hacia ella. La endeble estructura de hierbas y débiles estacas se desplomó, partiéndose en dos sin aminorar la furia del animal. Una segunda choza se deshizo, luego una tercera, antes de que el elefante alcanzara al primer ser humano rezagado.

Era una anciana, tambaleándose sobre sus piernas, con las vacías bolsas de sus pechos colgando flojas contra el estómago arrugado, con un largo y monótono aullido de terror que salía del abismo de su boca desdentada mientras corría.

El elefante desenrolló la trompa desde su pecho, levantándola por encima de la mujer y golpeándola en la espalda. La fuerza del golpe la aplastó. Los huesos del tórax estallaron como viejos palos secos, y murió antes de caer al suelo.

La siguiente víctima fue una muchacha. Medio borracha de sueño, su cuerpo desnudo se veía suavemente plateado y gracioso a la luz de la luna cuando salió de la choza para cruzarse en el camino del elefante. La gruesa trompa la envolvió ágilmente y luego, sin ningún esfuerzo, la arrojó a doce metros de altura.

La joven gritó y el sonido de su alarido fue como un cuchillo que cortó el pánico de Sebastian. Miró hacia atrás a tiempo de ver cómo era arrojada hacia el cielo oscuro. Los miembros de su cuerpo se separaron y giró en el aire como en un salto mortal antes de caer a tierra, golpeándose con tal fuerza que el grito se interrumpió bruscamente. Sebastian dejó de correr.

Con premeditación, el elefante se arrodilló junto al cuerpo flácido y retorcido de la muchacha, y le clavó sus colmillos, atravesándola por el pecho. Colgada del asta de marfil, aplastada y rota, su figura no podía ser reconocida como humana, hasta que el elefante sacudió la cabeza irritado y la arrojó lejos.

Era necesaria una visión tan horrible como ésa para que los nervios destrozados de Sebastian se recobrasen, para que afloraran las reservas de su virilidad desde los lejanos lugares donde las había relegado el pánico. El rifle todavía estaba en sus manos, pero Sebastian temblaba de miedo y agotamiento; el sudor había empapado su chaqueta y aplastado su cabello sobre la frente y el aliento le raspaba penosamente la garganta. Se quedó allí parado sin saber qué hacer, luchando contra el urgente impulso de echar a correr otra vez.

El elefante seguía avanzando; uno de sus colmillos estaba teñido de un color negro brillante por la sangre de la joven, y las gotas le salpicaban la frente y el puente de la trompa. Fue esto lo que convirtió el miedo de Sebastian primero en repulsión y luego en furia.

Levantó el rifle y lo mantuvo vacilante entre las manos. Dirigió la mirada hacia el cañón y súbitamente su visión se centró en el arma y sus nervios detuvieron su clamor. Era un hombre otra vez.

Fríamente movió la mira para apuntar a la cabeza del elefante, levantándola hasta la profunda arruga lateral de la raíz del colmillo y apretó el gatillo. La culata saltó con fuerza contra su hombro, el estampido estalló en sus oídos, pero vio que la bala daba donde había apuntado; saltó una nube de polvo de la costra de barro seco que cubría la cabeza y la piel del animal, los párpados se estremecieron cerrándose durante un instante, luego parpadearon, abriéndose otra vez.

Sin bajar el rifle, Sebastian abrió de un tirón el cargador y el cartucho vacío salió zumbando y cayó a la tierra. Colocó otra bala y apuntó a la enorme cabeza. Disparó otra vez y el elefante se tambaleó como borracho. Las orejas, que habían estado medio levantadas hacia atrás, permanecían ahora abiertas como un abanico y la cabeza se agitaba vagamente en dirección a él.

Disparó otra vez y el animal retrocedió mientras la bala penetraba en el hueso de su cabeza. Entonces se volvió y se dirigió hacia Sebastian; pero se percibía en su ataque cierta flojedad, una falta de determinación. Apuntando ahora al pecho, empuñando el rifle con frialdad, Sebastian disparó de nuevo, inclinándose hacia adelante contra el retroceso del rifle, apuntando cada vez con cuidado, consciente de que cada proyectil despedazaba la cavidad torácica, pasando a través de los pulmones, el corazón y el hígado.

El elefante convirtió su carrera en una pesada y vacilante marcha, perdió la dirección y se alejó de Sebastian dándole uno de los flancos. Su cavidad torácica se hinchaba por la agonía de los órganos desgarrados.

Sebastian bajó el rifle y con dedos firmes colocó nuevos cartuchos en el cargador vacío. El animal gimió suavemente y, desde la punta de la trompa, la sangre de los pulmones salió a chorros.

Sin ninguna piedad, frío de ira, Sebastian levantó el rifle recargado y apuntó a la oscura cavidad donde anidaba el centro del inmenso oído. La bala hirió con el certero golpe de un hacha contra el tronco de un árbol y el elefante se doblegó y cayó hacia adelante por el disparo en el cerebro. Su peso enterró los colmillos en la tierra hundiéndolos por completo.