Sebastian Oldsmith cruzó el río Rovuna en un estado de ensueño y benevolencia hacia todos los hombres.
Mohammed estaba preocupado por él. Sospechaba que Sebastian sufría una recaída de la malaria y lo observaba cuidadosamente, buscando la aparición de otros síntomas.
Como iba a la cabeza de la columna de askaris y cargadores, Mohammed no se dio cuenta de que faltaba Sebastian hasta que cruzaron el Rovuna. Sumamente preocupado, eligió dos askaris armados y volvió rápidamente hacia atrás por el sendero a través de los matorrales espinosos y las rocas quebradas temiendo a cada instante descubrir a leones destrozando el cuerpo de Sebastian. Casi habían llegado a la catarata, cuando se encontraron a Sebastian caminando por el sendero en dirección a ellos, con una expresión de alegría iluminando sus facciones clásicas. Su magnífico uniforme estaba un poco arrugado, tenía briznas de pasto en las rodillas y en los codos, y hojas muertas y hierbajos en la costosa tela. Mohammed dedujo que Sebastian debía haberse caído o tumbado a descansar, agotado por la enfermedad.
—Manali —gritó Mohammed preocupado—, ¿está bien?
—Nunca he estado mejor, nunca he estado mejor en toda mi vida —le aseguró Sebastian.
—Usted se ha acostado —lo acusó Mohammed.
—Hijo de puta —Sebastian se apropió del vocabulario de Flynn O’Flynn—. ¡Hijo de puta, atrévete a decir eso otra vez, repítelo! —y golpeó a Mohammed entre los omoplatos con tal violencia que casi lo tiró al suelo. Después de eso, Sebastian no volvió a hablar, pero a cada momento sonreía y movía la cabeza con admiración. Mohammed estaba realmente preocupado.
Cruzaron el Rovuna en canoas alquiladas y acamparon esa noche en la orilla más alejada. Dos veces durante la noche Mohammed se despertó deslizándose fuera de sus mantas y se acercó a Sebastian. Las dos veces Sebastian dormía plácidamente y la luz de la luna dejaba ver la sombra de una sonrisa en sus labios.
A mitad de la mañana siguiente, Mohammed hizo detener la columna bajo una sombra y retrocedió para hablar con Sebastian.
—La aldea de M’topo queda ahí abajo —señaló—. Mire el humo de sus fogatas.
Se divisaba una mancha grisácea por encima de los árboles y un perro comenzó a ladrar.
—Muy bien. Vamos. —Sebastian se había puesto el casco con el águila y estaba forcejeando con las botas.
—Primero enviaré a los askaris a rodear la aldea.
—¿Para qué? —Sebastian levantó la vista sorprendido.
—De lo contrario no encontraríamos a nadie cuando llegáramos. —Durante su servicio en el ejército imperial alemán, Mohammed había participado en otras expediciones para cobrar impuestos.
—Bien…, si lo crees necesario —consintió Sebastian con cierta vacilación.
Media hora más tarde, Sebastian paseaba con aires de grandeza por la aldea de M’topo imitando a un oficial alemán y se sintió deprimido por la recepción que le ofrecieron. Las lamentaciones de doscientos seres humanos formaban un espantoso coro de bienvenida. Algunos estaban de rodillas, y todos se retorcían las manos, golpeándose el pecho o mostrando otros signos de profundo infortunio. Al final de la aldea, M’topo, el jefe, esperaba custodiado por Mohammed y dos de sus askaris.
M’topo era un hombre viejo, con un cuerpo escuálido cubierto de piel seca. Llevaba puesto un gorro de lana blanca y uno de sus ojos estaba nublado a causa de una oftalmía tropical. Parecía muy preocupado.
—Me arrastro sobre mi vientre ante ti, Misericordioso Señor —saludó a Sebastian y se postró en tierra.
—Esto me parece innecesario, ¿sabe? —murmuró Sebastian.
—Mi pobre aldea te da la bienvenida —gimoteó M’topo. Amargamente, se culpó por no tener todo preparado para la visita. No esperaban la expedición para cobrar impuestos hasta dentro de dos meses y todavía no habían reunido el pago exigido. Enterrados en el suelo de su cabaña había casi mil escudos portugueses de plata y la mitad de marcos alemanes de oro. El comercio de pescado seco, atrapado con red en el río Rovuna, estaba muy bien organizado y era muy lucrativo.
Ahora se arrastraba de rodillas piadosamente y señalaba a dos de sus esposas para que trajeran banquetas y calabazas de vino de palmera.
—Ha sido un año de peste, enfermedades y hambre. —M’topo continuó con su preparado discurso cuando Sebastian estuvo sentado y fresco. El resto de la alocución duró no menos de quince minutos y el swahili de Sebastian era ahora lo bastante bueno para poder seguir todo el argumento. Estaba profundamente conmovido. Bajo el conjuro del vino de palmera y su nueva forma de ver la vida de color de rosa, sintió que su corazón se emocionaba con las palabras del anciano.
Mientras M’topo hablaba, los habitantes de la aldea se habían dispersado tranquilamente y se habían encerrado en sus chozas. Era mejor no atraer la atención cuando cualquiera de ellos podía ser elegido como candidato a la horca. Un silencio mortal se cernía sobre la aldea, roto solamente por el balbuceo de algún niño y la riña de un par de perros sarnosos enfrentados por la propiedad de un pedazo de carroña.
—Manali —Mohammed interrumpió con impaciencia el catálogo de desgracias del anciano—, déjeme registrar su cabaña.
—Espera —lo detuvo Sebastian. Había estado mirando alrededor y debajo del baobab del centro de la aldea y había visto una docena de rústicas camillas. Se puso de pie y caminó hasta allí.
Cuando vio lo que había en ellas, la garganta se le contrajo de horror. En cada camilla yacía un esqueleto humano con los huesos cubiertos todavía por una delgada capa de piel viva. Hombres y mujeres desnudos mezclados indiscriminadamente, con los cuerpos tan devastados que era casi imposible distinguir sus sexos. Las pelvis eran unas vasijas macilentas; los codos y las rodillas, prominencias deformadas; las extremidades parecían palos. Cada costilla estaba separada claramente de la otra; los rostros eran calaveras cuyos labios se habían contraído para dejar los dientes al descubierto en una perpetua mueca sardónica. Pero el verdadero horror estaba en las hundidas cuencas de los ojos, con los párpados abiertos e inmóviles y los ojos como bolitas rojas. No tenían ni pupilas ni iris, solamente unos brillantes globos color sangre.
Sebastian retrocedió rápidamente, sintiendo náuseas y un extraño sabor que le llegaba a la garganta. Sin animarse a hablar, hizo un gesto a M’topo para que se acercara y señaló los cuerpos que estaban en las literas.
M’topo les dirigió una mirada sin ningún interés. Aquella escena formaba parte del decorado natural desde que tenía uso de razón y no le impresionaba en absoluto. La aldea estaba situada en los contornos de la región de la mosca tsetsé, y él, desde su niñez, siempre había visto víctimas de la enfermedad del sueño yaciendo bajo el baobab, con el coma profundo que precede a la muerte. No podía entender la preocupación de Sebastian.
—¿Cuándo…? —A Sebastian le temblaba la voz y tragó saliva antes de continuar—. ¿Cuándo ha comido esa gente por última vez? —preguntó.
—Hace mucho tiempo. —M’topo estaba intrigado por la pregunta. Todos saben que una vez que llega el momento del sueño, nunca vuelven a comer.
Sebastian había oído hablar de gente que moría de inanición. Ocurría en lugares como la India, pero allí estaba frente a un hecho concreto. Una mezcla de sentimientos se adueñó de él. Ésa era una prueba irrefutable de que todo lo que M’topo decía era verdad. ¡Y había tratado de sacarle dinero a esa gente!
Sebastian caminó despacio hacia su banqueta y se dejó caer. Se quitó el pesado casco de la cabeza, lo colocó sobre las piernas y se sintió abatido. Lo abrumaban la compasión y la culpa.
Flynn O’Flynn le había dado de mala gana cien escudos a Sebastian para los gastos de viaje que pudieran surgir antes de que hiciera su primer cobro. Una parte había sido utilizada en el alquiler de las canoas para cruzar el Rovuna, pero todavía quedaban ochenta escudos.
Sebastian sacó del bolsillo de su pantalón la bolsa de tabaco donde llevaba el dinero y contó la mitad.
—Toma este dinero. Cómprales alimentos.
—Manali —chilló Mohammed, quejándose—. Manali, no haga eso.
—¡Cállate! —le gritó Sebastian, irritado, y tendió el puñado de monedas a M’topo—. ¡Tómalas!
M’topo se quedó mirándolo como si le ofreciera un escorpión vivo. Era tan anormal como pensar que un león salvaje se restregara contra su pierna.
—Tómalo —insistió Sebastian impaciente, y M’topo, con incredulidad, extendió la mano ahuecada.
—Mohammed —Sebastian se puso de pie y se volvió a colocar el casco—, nos dirigiremos inmediatamente hacia la próxima aldea.
Un rato después de que la columna de Sebastian desapareciera entre los arbustos, M’topo continuaba solo y en cuclillas, aferrando fuertemente las monedas, demasiado asombrado como para moverse. Finalmente se levantó y gritó llamando a uno de sus hijos.
—Ve rápido a la aldea de Saali, mi hermano. Dile que un loco va hacia allí… Un señor alemán que viene a cobrar el impuesto de las chozas y ofrece regalos. Dile… —aquí se le quebró la voz pensando que su hermano no creería lo que iba a decir—… dile que a ese señor le debe mostrar a los que duermen y entonces el loco se le acercará y le dará cuarenta escudos portugueses. Y dile también que nadie será colgado.
—Saali, mi tío, no creerá esas cosas.
—No —admitió M’topo—. Es verdad que no lo creerá. Pero díselo de todos modos.