Era un rojizo amanecer. Flynn y Sebastian se encontraban en las escaleras del bungalow hablando tranquilamente.
—Ahora presta atención, Bassie. Considero que lo mejor que puedes hacer es mandar enseguida lo que recolectes en cada aldea. No tiene sentido que andes cargado con todo ese dinero. —Discretamente, Flynn refrenó su deseo de señalar que por ese procedimiento, en caso de que Sebastian tuviera algún problema durante la expedición, las ganancias conseguidas hasta ese momento estarían a salvo.
En realidad, Sebastian no le prestaba atención; estaba mucho más preocupado por el paradero de Rosa O’Flynn. La había visto muy poco esos últimos días.
—Escucha todo lo que te diga el viejo Mohammed. Él conoce cuáles son las aldeas más importantes. Déjale hablar a él; esos jefes son los mayores sinvergüenzas que te puedas imaginar. Todos ellos alegarán su pobreza y su hambre, así que tú debes mantenerte firme. ¿Me entiendes? ¡Firme, Bassie, firme!
—Firme —asintió Sebastian, distraído, lanzando miradas fugaces a las ventanas del bungalow tratando de vislumbrar a Rosa.
—Ahora, una cosa más —continuó Flynn—. Recuerda que debes actuar deprisa. Caminad hasta que caiga la noche. Hagan el fuego para cocinar, coman y luego marchen otra vez en la oscuridad antes de acampar. Nunca duerman en el primer campamento, eso es buscar problemas. Luego continúen otra vez antes de las primeras luces de la mañana. —Hubo muchas más instrucciones y Sebastian las oyó sin prestar atención—. Recuerda que el sonido de los disparos se oye a kilómetros de distancia. No uses tu rifle excepto en una emergencia y, si te ves obligado a disparar, entonces no permanezcas más tiempo en el mismo sitio. Ahora bien, la ruta que he planeado para ti no te llevará más allá de treinta kilómetros del Rovuna. Al primer problema correrás hacia el río. Si alguno de tus hombres resultara herido, déjalo. No juegues al héroe, déjalo y corre hacia el río.
—Muy bien —murmuró tristemente Sebastian. La perspectiva de marcharse de Lalapanzi le estaba resultando menos atractiva a cada minuto. ¿Dónde diablos estaba ella?
—Recuerda, no dejes que esos jefes hablen contigo de nada. Incluso tendrás que… —aquí Flynn se detuvo para encontrar la frase menos repulsiva—… tendrás que colgar a uno o dos de ellos.
—Por Dios, Flynn. No estará hablando en serio. —Toda la atención de Sebastian volvió a Flynn.
—¡Ja! ¡Ja! —Flynn rió ante la sugerencia—. Estaba bromeando, por supuesto. Pero —continuó con más deseos que esperanza—, los alemanes lo hacen y consiguen resultados, ¿sabes?
—Bueno, mejor me pongo en camino. —Sebastian cambió ostensiblemente de tema y tomó su casco. Se lo puso y bajó los escalones hasta donde se encontraban sus askaris, con los rifles cruzados y formados en la pradera. Todos, incluido Mohammed, iban vestidos con uniformes auténticos, completados con polainas y el pequeño quepis. Sebastian se había reprimido prudentemente de preguntar a Flynn cómo había conseguido aquellos uniformes. La respuesta se hacía evidente en el claro parche circular de la mayoría de las chaquetas y la mancha marronácea alrededor de cada remiendo.
En una sola fila, con el águila en la cabeza de Sebastian guiándolos como un faro, se pusieron en marcha pasando delante de la sólida figura solitaria de Flynn O’Flynn, que los contemplaba desde la galería. Mohammed pidió un saludo, y la respuesta fue entusiasta pero disonante. Sebastian golpeó sus espuelas y con esfuerzo recuperó el equilibrio y caminó valerosamente.
Protegiendo sus ojos del reflejo, Flynn contempló la gallarda columna que serpenteaba valle abajo en dirección al río Rovuna. Flynn, dando muestras de su escasa confianza, dijo en voz alta:
—Pido a Dios que todo salga bien.