Flynn O’Flynn estuvo ocupado durante el tiempo de convalecencia de Sebastian. Su grupo de sirvientes había quedado considerablemente disminuido durante el reciente encuentro con Herman Fleischer en el Rufiji, así que para reemplazar esas pérdidas reclutó a los cargadores que los habían traído en las literas desde la aldea de Luti. Los hizo pasar por un curso preliminar de entrenamiento y, al finalizar el cuarto día, seleccionó la docena de hombres más prometedores para convertirlos en fusileros. Al resto lo mandó de vuelta a casa pese a sus protestas; todos hubieran querido quedarse tanto por la fascinación que Flynn ejercía sobre ellos como por la recompensa que sin duda obtendrían sus más afortunados compañeros.
Después de esa etapa, los elegidos comenzaron la segunda parte del entrenamiento. Detrás del bungalow, bien guardadas en una de las chozas, Flynn tenía sus herramientas de trabajo. Era un arsenal impresionante.
Gran cantidad de rifles baratos Martini Henry 450, un modelo de la WD Lee-Metfords que había sobrevivido a la guerra anglo-bóer; un número menor de máusers alemanes, cobrados en sus encuentros con los askaris a lo largo del Rovuna; y unos costosos rifles de doble cañón hechos a mano por Gibbs y Messrs Greener de Londres. Ni un solo rifle tenía número de serie. Encima, cuidadosamente ordenadas en unos estantes de madera, había grandes cajas de cartuchos, envueltas y soldadas con chapas de plomo, en cantidad suficiente como para librar una pequeña batalla.
La habitación apestaba al olor mineral del aceite de los rifles.
Flynn armó a sus reclutas con máusers y comenzó a instruirlos en el arte de manejar un rifle. Rechazó a otros dos aspirantes que no demostraban condiciones y, por fin, se quedó con ocho hombres capaces de disparar a un elefante a una distancia de cuarenta metros. Este grupo pasó al tercer y último paso del entrenamiento.
Muchos años antes, Mohammed había sido reclutado en la tropa askari de los alemanes. Incluso ganó una medalla durante la rebelión de Salito en 1904, siendo ascendido a sargento y supervisor del rancho de los oficiales. En el transcurso de una visita del auditor del ejército a Mbeya, en donde Mohammed estaba destinado en aquel momento, se descubrió que en las provisiones faltaban unas veinte docenas de botellas de aguardiente y en los fondos para víveres una cantidad de unos mil marcos alemanes. Esto era causa suficiente para ser ahorcado, y Mohammed renunció sin ninguna ceremonia al ejército imperial y alcanzó la zona portuguesa después de una serie de marchas forzadas. En el territorio portugués se encontró con Flynn, solicitó trabajo y fue aceptado. De todos modos, seguía siendo una autoridad en lo referente al adiestramiento del Ejército alemán y todavía daba las órdenes en ese idioma.
Los reclutas eran preparados por él porque eso formaba parte de los planes de Flynn; así podía hacerlos pasar por un grupo de askaris al servicio de los alemanes. Durante varios días el campamento de Lalapanzi retumbó con los gritos en alemán de Mohammed, mientras hacía el paso de la oca por los prados a la cabeza de su tropa de reclutas casi desnudos, con el fez colocado firmemente sobre su pelo rizado y canoso.
Todo esto dejaba a Flynn libertad para adelantar los preparativos. Sentado en las escaleras del bungalow, examinaba con atención las cartas escritas por él durante aquellos días. La primera iba dirigida a:
Su excelencia el Gobernador Administración Alemana de África del Este, Dar es Salaam.
Señor:
Adjunto en la presente mi cuenta por daños: 1 dhow (valor en el mercado): 1.500 libras 10 rifles: 200 Equipo vario y provisiones, etcétera (demasiado numerosos para hacer una lista): 100 Daños, dolores y penurias (estimativo): 200 TOTAL: 2.000
Este reclamo está fundamentado en el hundimiento del antes nombrado dhow en la desembocadura del Rufiji, el 10 de julio de 1912, que constituyó un acto de piratería por parte de su cañonera Blücher. Agradeceré que el pago sea en oro, antes del 25 de septiembre de 1912, de otra manera me veré obligado a tomar las medidas necesarias para recaudar dicha cantidad personalmente.
Atentamente Flynn Patrick O’Flynn (Ciudadano de los Estados Unidos de Norteamérica)
Después de pensarlo mucho, Flynn decidió no incluir reclamo por los colmillos de elefante, pues no estaba muy seguro de su legalidad. Mejor no mencionarlo.
Había considerado la idea de firmar «Embajador de los Estados Unidos en África», pero la desechó porque el gobernador Schee sabía muy bien que él no tenía ese cargo. De todos modos, no estaba de más recordarle la nacionalidad; así, el viejo pícaro por lo menos dudaría antes de colgarle, si es que alguna vez le ponía las manos encima.
Satisfecho de saber que la única respuesta a sus demandas sería un aumento de la presión arterial del gobernador Schee, Flynn siguió con sus preparativos para cumplir su amenaza de cobrar la deuda personalmente.
Flynn no usaba esa palabra en sentido literal, pues ya hacía tiempo que había elegido un representante para cobrar la deuda: Sebastian Oldsmith. Ahora procedería a vestirlo de manera apropiada para la ocasión; así que, armado con una cinta métrica del canasto de Rosa, Flynn fue a visitar a Sebastian a su lecho de enfermo. En esos días, visitar a Sebastian era como conseguir una entrevista con el Papa. Sebastian estaba seguro bajo la protección maternal de Rosa.
Flynn golpeó discretamente en la puerta del cuarto de huéspedes, esperó un momento contando hasta cinco y luego entró.
—¿Qué quieres? —lo saludó Rosa cariñosamente. Estaba sentada a los pies de la cama de Sebastian.
—Hola, hola —dijo Flynn. Y, sin convicción, repitió—: Hola.
—Me imagino que estarás buscando un compañero para beber —lo acusó Rosa.
—¡Dios mío, no! —Flynn estaba sinceramente horrorizado por la acusación. Con el saqueo de Rosa a su provisión de ginebra le había quedado muy poca y no tenía intenciones de compartirla con nadie—. He venido simplemente para ver cómo estaba. —Flynn volcó su atención en Sebastian—. ¿Cómo te encuentras, Bassie, muchacho?
—Mucho mejor, gracias. —De hecho, Sebastian tenía un aspecto animado. Recién afeitado y con uno de los mejores camisones de Flynn, yacía entre sábanas limpias como un emperador romano. En la mesita de luz había un jarrón con flores de almendro y también había otras ofrendas florales distribuidas por la habitación, todas ellas cortadas y arregladas cuidadosamente por Rosa O’Flynn.
Estaba recuperando peso, porque Rosa y Nanny lo llenaban de comida, y los colores habían comenzado a ahuyentar el tono amarillento de la fiebre. Flynn sintió una punzada de irritación por la manera en que mimaban a Sebastian mientras que él apenas era tolerado en su propia casa.
Los celos que se habían forjado en la mente de Flynn le desencadenaron una oleada de ideas y una gran irritación. Flynn contempló a Rosa con atención y se dio cuenta de que llevaba el vestido blanco con mangas de gasa, prenda que había pertenecido a su madre y que Rosa, por lo general, guardaba bien segura, pues quizá sólo se lo había puesto un par de veces en su vida.
Además, sus pies, habitualmente descalzos para andar por casa, lucían ahora unos elegantes zapatos de cuero, y, ¡por Dios!, un ramillete de buganvillas adornaba su brillante pelo negro. La punta de su larga trenza, que siempre llevaba atada descuidadamente con un pedazo de cuero, tenía una cinta de seda.
Aunque Flynn O’Flynn no era un hombre sentimental, enseguida comprendió que su hija no era la misma, que irradiaba una nueva luz y mostraba un recato que nunca había tenido. Se dio cuenta de que tenía en su interior una sensación desacostumbrada, tan poco familiar que no la reconoció como celos de padre. Sin embargo, sí comprendió que cuanto más pronto mandara lejos a Sebastian, más tranquilo estaría.
—Bueno, eso está muy bien, Bassie —tronó afablemente—. Eso está muy bien. Bien, voy a enviar cargadores de Beira para buscar provisiones y estaba pensando que podrían también conseguir algunas ropas para ti.
—Bueno, muchas gracias, Flynn. —Sebastian estaba conmovido por la bondad de su amigo.
—Es mejor hacerlo correctamente. —Flynn sacó la cinta métrica con un gesto ceremonioso—. Vamos a mandar tus medidas al viejo Parbhoo y te hará alguna ropa.
—Es usted muy amable.
«Anormalmente amable para como es él», pensó Rosa O’Flynn, observando a su padre tomar nota meticulosamente de la medida de los brazos y piernas de Sebastian y de la circunferencia del cuello, pecho y cintura.
—Las botas y el sombrero serán un problema —reflexionó en voz alta Flynn al terminar—. Pero encontraremos algo.
—¿Qué quieres decir con eso, Flynn O’Flynn? —inquirió Rosa, llena de sospechas.
—Nada en absoluto. —Rápidamente Flynn recogió sus notas y la cinta métrica y salió antes de que su hija hiciera más preguntas.
Unos días más tarde, Mohammed y los cargadores regresaron de la expedición de compras a Beira, y él y Flynn se encerraron inmediatamente en cónclave secreto en el arsenal.
—¿Lo has conseguido? —preguntó Flynn, impaciente.
—Cinco cajas de ginebra que he dejado en la cueva, debajo de la cascada que hay en la parte alta del valle —susurró Mohammed, y Flynn asintió aliviado—. Pero he traído una botella. —Mohammed la sacó de debajo de su túnica. Flynn sacó el corcho con los dientes, antes de verter un poquito en la jarra que tenía preparada.
—¿Y los otros encargos?
—Fue difícil, especialmente el sombrero.
—¿Pero lo has conseguido? —preguntó Flynn.
—Fue una intervención directa de Alá. —Mohammed se negaba a que lo apurara—. En el puerto había un barco alemán haciendo escala en su viaje al norte de Dar es Salaam. En la embarcación había tres oficiales alemanes. Los vi paseando por la cubierta. —Mohammed hizo una pausa para aclararse la garganta—. Esa noche, un amigo mío me llevó hasta el buque y visité el camarote de uno de los soldados.
—¿Dónde está? —Flynn no podía controlar su impaciencia. Mohammed se levantó, se dirigió hasta la puerta de la cabaña y llamó a uno de los cargadores. Volvió y colocó un paquete en la mesa, frente a Flynn. Con una sonrisa de orgullo, esperó mientras Flynn lo desenvolvía.
—Dios todopoderoso —resopló Flynn.
—¿No es una belleza?
—Llama a Manali. Dile que venga inmediatamente.
Diez minutos más tarde, Sebastian, a quien Rosa por fin, a su pesar, había colocado en la lista de enfermos que podían caminar, penetró en la cabaña y fue recibido efusivamente por Flynn.
—Siéntate, Bassie, muchacho. Tengo un regalo para ti.
De mala gana, Sebastian obedeció, mirando el paquete que había sobre la mesa. Flynn lo abrió y sacó rápidamente la ropa. Entonces, con la misma ceremonia que el arzobispo de Canterbury al colocar la corona, puso el casco en la cabeza de Sebastian y lo saludó con reverencia.
En lo alto, un águila dorada levantaba las alas a punto de volar y abría su pico en un silencioso graznido amenazador; el esmalte negro del casco deslumbraba con su brillo y la cadena dorada caía pesadamente bajo el mentón de Sebastian.
Era, sin duda, un objeto hermoso. Tenía una presencia tal que abrumaba a Sebastian completamente, cubriendo su cabeza hasta el puente de la nariz de tal manera que sus ojos eran apenas visibles debajo del borde sobresaliente.
—Unos talles más grande —aceptó Flynn—. Pero podemos poner un trapo en el casco para que se sostenga. —Retrocedió unos pasos e inclinó la cabeza a un lado, apreciando el efecto—. Bassie, los vas a matar.
—¿Para qué es esto? —preguntó Sebastian, preocupado, desde dentro del casco de metal.
—Ya lo verás. Simplemente espera un momento. —Flynn se volvió hacia Mohammed, que estaba murmurando admirativamente en la entrada de la puerta—. ¿Las ropas? —preguntó y Mohammed hizo un gesto imperioso a los cargadores para que trajeran las cajas que habían transportado desde Beira.
Parbhoo, el sastre hindú, había trabajado con evidente dedicación y entusiasmo. El toque del artista que había en él se notaba en todo trabajo hecho para Flynn.
Diez minutos más tarde, Sebastian se encontraba parado tímidamente en el centro de la cabaña, mientras Flynn y Mohammed daban vueltas a su alrededor con lentitud, festejando con deleite y satisfacción.
Debajo del sólido casco, que ahora estaba colocado a la altura adecuada con un taco de trapo entre el metal y el pelo, Sebastian estaba vestido con la chaqueta color azul cielo y unos pantalones de montar. Los puños de la chaqueta estaban ribeteados con seda amarilla —una banda del mismo material recorría los costados de los pantalones— y el alto cuello tenía abundantes bordados de hilo metálico. Completadas con espuelas, las altas botas negras lo apretaban tan dolorosamente que Sebastian se quedó parado, con los pies torcidos, ruborizado y confundido.
—Pero, Flynn —se quejó—, ¿de qué se trata todo esto?
—Bassie, muchacho —Flynn apoyó una mano en su hombro—, vas a ir por las cabañas a recaudar los impuestos para… —casi dijo mí pero rápidamente lo cambió por—… nosotros.
—¿Qué es eso del impuesto a las cabañas?
—El impuesto a las cabañas es la suma anual de cinco chelines pagada por el jefe al gobernador alemán por cada cabaña de su aldea. —Flynn condujo a Sebastian hasta una silla y lo hizo sentar tan amablemente como si pensara que estaba embarazado. Levantó una mano para silenciar las posibles preguntas y protestas de Sebastian—. Sí, ya sé que no lo entiendes. Pero voy a explicártelo bien. Simplemente mantén la boca cerrada y escúchame. —Se sentó frente a Sebastian y se inclinó hacia adelante con toda seriedad—. ¡Bien! Como acordamos, los alemanes nos deben dinero, por el dhow y todo lo demás, ¿no es así?
Sebastian asintió y el casco se deslizó sobre sus ojos. Lo empujó hacia atrás.
—Muy bien, vas a cruzar el río con los cargadores vestidos de askaris. Vas a visitar las aldeas antes de que el verdadero recaudador de impuestos llegue y recogerás el dinero que ellos nos deben. ¿Me sigues?
—¿Usted va a venir conmigo?
—¿Cómo voy a hacer eso? ¿Yo? ¿Con esta pierna todavía sin curar? —protestó Flynn, impaciente—. Además todos los jefes de la otra orilla me conocen. Sin embargo, a ti no te han visto nunca. No tienes más que decirles que eres un nuevo oficial que viene de Alemania. Una mirada a este uniforme, y te pagarán sin rechistar.
—¿Qué ocurrirá si el verdadero recaudador de impuestos ya ha pasado por allí?
—En general, nunca empiezan a cobrar hasta septiembre, y entonces comienzan por el norte y van bajando. Vas a tener tiempo de sobra.
Con el ceño fruncido, Sebastian profirió una serie de objeciones, cada una más débil que la anterior y, una por una, Flynn las rebatió. Por fin, la mente de Sebastian quedó bloqueada y hubo un largo silencio.
—¿Bien? —preguntó Flynn—. ¿Qué piensas? —Y la pregunta fue contestada por una inesperada cuarta voz en tono femenino pero no dulce.
—¡Puedes estar seguro de que él no lo va a hacer!
Culpables como dos chicos pescados fumando en el baño del colegio, Flynn y Sebastian giraron la cabeza hacia la puerta, que descuidadamente había quedado entreabierta.
Las sospechas de Rosa habían crecido por toda la actividad subrepticia alrededor de la cabaña y, cuando vio que Sebastian entraba, no tuvo el menor escrúpulo en escuchar por la ventana. Su activa intervención no tenía un fundamento ético. Rosa había adquirido de su padre una definición elástica de la honestidad. Como él, creía que la propiedad de los alemanes pertenecía a cualquiera que pudiera ponerle las manos encima. El hecho de que Sebastian estuviera comprometido en un asunto basado en fundamentos de dudosa moral no disminuía la opinión que tenía sobre él; más bien, de alguna manera, aumentaba su estima, considerándole un posible sostén de la familia. Hasta la fecha, eso era lo único que le hacía sentir desconfianza por Sebastian Oldsmith.
Por experiencia sabía que aquellos negocios en los que su padre no estaba deseoso de participar personalmente siempre implicaban un gran riesgo. Pensar que Sebastian, vestido con el uniforme azul cielo, marchara al otro lado del Rovuna y no volviera nunca más, acrecentaba en ella los mismos instintos de una leona a la que intentaran privar de sus cachorros.
—Puedes estar seguro de que él no lo va a hacer —repitió Rosa, y luego se dirigió a Sebastian—. ¿Me ha oído? Lo prohíbo. Lo prohíbo absolutamente.
Eso fue un error por parte de Rosa.
Sebastian tenía, a su vez heredados de su padre, puntos de vista muy victorianos sobre los derechos y privilegios de las mujeres. El señor Oldsmith, padre, era un cortés tirano doméstico, un hombre cuya infalibilidad nunca había sido desafiada por su mujer. Un hombre que consideraba las desviaciones sexuales, el bolcheviquismo, la organización de sindicatos obreros y las sufragistas, por ese orden descendente, como repugnantes.
La madre de Sebastian, una sufrida mujercita con una perpetua expresión de acosamiento, nunca hubiera considerado como absolutamente prohibida una actitud del señor Oldsmith, como tampoco hubiera nunca contemplado la posibilidad de negar la existencia de Dios. Su creencia en los derechos divinos del hombre se había prolongado hasta sus hijos. Desde la más tierna edad, Sebastian había crecido acostumbrado a la obediente veneración no sólo por parte de su madre, sino también de su gran colección de hermanas.
La actitud de Rosa y su manera de hablar le llegaron como un golpe. Le costó unos segundos recobrarse y luego se puso de pie y se acomodó el casco.
—¿Cómo dice? —preguntó con frialdad.
—Ya me ha oído —le contestó irritada Rosa—. No voy a permitirlo.
Sebastian meneó la cabeza con aire pensativo y luego, precipitadamente, volvió a acomodarse el casco, porque éste había disminuido su dignidad tapándole los ojos otra vez. Ignorando a Rosa, se volvió hacia Flynn.
—Debo irme lo antes posible. ¿Mañana?
—Llevará un par de días más organizarlo —objetó Flynn.
—Muy bien, entonces.
Sebastian salió majestuosamente de la habitación y la luz del sol inundó su uniforme de un deslumbrante brillo.
Con una carcajada triunfante, Flynn buscó la jarra esmaltada.
—Te ha dejado perpleja —dijo con maligna satisfacción; luego cambió su expresión, preocupado.
De pie en el vano de la puerta, Rosa O’Flynn tenía los hombros caídos y la línea de ira de sus labios estaba vencida.
—¡Oh, vamos! —gruñó Flynn.
—No va a volver. Tú sabes lo que le estás haciendo. Lo estás mandando a la muerte.
—No digas tonterías. Es mayorcito, puede cuidarse.
—Oh, te odio. ¡A los dos… os odio a los dos! —y se fue corriendo hacia el bungalow.