20

Cinco granos de quinina bajaron por la garganta de Sebastian con té hirviendo; le colocaron piedras calientes alrededor del cuerpo y media docena de mantas para que comenzara a transpirar.

El parásito de la malaria tiene un ciclo de treinta y seis horas, y ahora, en el momento de la crisis, Rosa estaba procurando levantarle la temperatura del cuerpo lo suficiente como para interrumpir el ciclo y cortar la fiebre. Salía calor de la cama, llenando toda la choza como si el lugar fuera una cocina. Sólo la cabeza de Sebastian asomaba entre la pila de mantas, y su rostro presentaba un color ladrillo oscuro. A pesar de que el sudor le salía de cada poro de la piel y caía en pesadas gotas empapándole el cabello y la almohada, todavía sus dientes entrechocaban, y temblaba tanto que el catre donde estaba acostado se movía.

Rosa estaba sentada a un lado y lo observaba. De vez en cuando se inclinaba con un trapo en la mano y le secaba la transpiración de los párpados y del labio superior. La expresión del rostro de Rosa se había suavizado; ahora parecía casi triste. Uno de los rizos de Sebastian le cruzaba la frente, húmedo y pegajoso, y Rosa, con la punta de los dedos, lo echó hacia atrás. Repitió el gesto y luego volvió a hacerlo otra vez, acariciándole el cabello húmedo, espontáneamente cariñosa al arreglárselo.

Sebastian abrió los ojos y Rosa retiró la mano sintiéndose culpable. Los ojos del muchacho eran de un gris brumoso y parecían desenfocados. Rosa sintió que algo se retorcía en su estómago.

—Por favor, no se detenga. —La voz estaba enronquecida por la fiebre, pero incluso así Rosa se sorprendió por el timbre y la inflexión. Era la primera vez que lo oía hablar y ésa no era la voz de un rufián. Dudando por un momento, lanzó una mirada a la puerta de la cabaña para asegurarse de que estaban solos antes de inclinarse para tocarle la cara.

—Es usted encantadora, buena y encantadora.

—¡Chist! —lo reprendió.

—Muchas gracias.

—¡Chist! Cierre los ojos.

Cerró los ojos y suspiró, con un sonido quebrado e impetuoso.

La crisis llegó como un viento fuerte. La temperatura de su cuerpo subió vertiginosamente, y tosió y se retorció en el catre, hasta que Rosa tuvo que llamar a la mujer de Mohammed para que la ayudara a sujetarlo. Su transpiración mojaba las delgadas mantas y goteaba formando un charco en el suelo de tierra debajo de la cama y daba gritos por el delirio de la fiebre.

Luego, milagrosamente, la crisis pasó y Sebastian cayó en un estado de relajación. Yacía inmóvil y agotado, de manera que sólo se notaba que estaba con vida por el movimiento que hacía al respirar. Rosa podía sentir cómo la piel se enfriaba debajo de su mano y vio el matiz amarillento con que la fiebre le había coloreado.

—La primera vez es siempre muy mala —dijo la mujer de Mohammed, dejando de sostenerle con fuerza las piernas.

—Sí —dijo Rosa—. Ahora trae la palangana. Debemos lavarle y cambiarle las mantas, Nanny.

Había tenido que atender a muchos hombres malheridos o enfermos: sirvientes, cargadores, fusileros y, por supuesto, a su padre.

Pero cuando Nanny retiró las mantas y Rosa limpió el cuerpo inconsciente de Sebastian con un trapo mojado, sintió que una inexplicable tensión se apoderaba de ella, una sensación mezcla de temor y emoción. Sentía que la sangre teñía sus mejillas y se inclinó para que Nanny no pudiera verle la cara mientras trabajaba.

La piel del pecho y de los antebrazos era pálida como lustroso alabastro allí donde el sol no había tocado. Debajo de sus dedos tenía una elástica firmeza, una sensualidad y tibieza que la perturbaban. Cuando de pronto se dio cuenta de que no estaba frotándolo con el trapo sino usándolo para acariciarle los fuertes músculos que se dibujaban debajo de la pálida piel, se controló y comenzó a hacer su trabajo con brusquedad profesional.

Le secaron la parte superior del cuerpo y Nanny comenzó a quitar a tirones las mantas de debajo de la cintura de Sebastian.

—¡Espera! —dijo Rosa, y Nanny se detuvo con las sábanas en la mano y con la cabeza inclinada como un pájaro. Su cara envejecida se arrugó con una expresión risueña.

—Espera —repitió Rosa confundida—. Primero ayúdame a ponerle el camisón —dijo, mientras tomaba torpemente de una silla situada junto a la cama uno recién planchado de Flynn.

—No te va a morder, Pequeña Cabellos Largos —bromeó amablemente la anciana—. No tiene dientes.

—Eso no tiene ninguna gracia —le contestó Rosa con innecesaria violencia—. Ayúdame a levantarlo.

Entre las dos levantaron a Sebastian y le enfundaron el camisón por la cabeza, antes de dejarlo caer otra vez sobre la almohada.

—¿Y ahora? —preguntó Nanny inocentemente. Como respuesta, Rosa le alcanzó la toalla y se dio vuelta clavando la vista fijamente en la ventana de la cabaña. Detrás de ella oía el crujido de las sábanas y luego la voz de Nanny.

—¡Oh! ¡Oh! —Las expresiones de profunda admiración de Nanny fueron seguidas por una risa entrecortada cuando la mujer vio que Rosa se ruborizaba de vergüenza.

Nanny había sacado a hurtadillas del bungalow la navaja de afeitar de Flynn, y supervisaba con mirada crítica mientras Rosa la pasaba delicadamente por las mejillas enjabonadas de Sebastian. No existía ninguna razón médica por la cual fuera conveniente afeitar a un paciente enfermo de malaria inmediatamente después de salir de la crisis, pero Rosa había formulado la teoría de que eso le haría sentir más cómodo y Nanny estuvo de acuerdo dando muestras de gran entusiasmo. Las dos disfrutaban de él con la alegría de dos niñitas jugando a las muñecas.

A pesar de todo el alboroto y los murmullos de Nanny advirtiéndole de que tuviera cuidado, Rosa afeitó primorosamente la cara de Sebastian, cortándole la barba como si fuera el pelo de una nutria y sin producirle ninguna herida grave. Le hizo un corte en la barbilla y otro debajo de la nariz, pero no le salieron más que una o dos gotas de sangre.

Rosa enjuagó la navaja y luego entornó los ojos con expresión pensativa mientras examinaba su obra; la situación le retorcía el estómago otra vez.

—Creo —murmuró— que debemos llevarlo al bungalow principal. Estará más cómodo.

—Llamaré a los sirvientes para que lo lleven —dijo Nanny.